Modernosidad

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Es de lo que adolece la ciudad, hoy en día.

El término lo recogí de un artículo de Mauricio Huaco y me sonó como el más apropiado para describir este alarde de progreso que, artificiosamente, levantan los políticos interesados en el ruido. Esa presuntuosa preferencia por lo  “innovador”, léase brilloso, estridente, desproporcionado, con predominio de lo material, insustancial y llamativo en extremo.

Esencialmente asociado a esta tendencia, hay un frenesí consumista facilitado por el dinero plástico, que ha sobre endeudado a buena parte de la PEA arequipeña y que se ha orientado, básicamente, a la compra de artículos suntuarios o destinados al entretenimiento puro. La tecnología, infinitamente variada y abundante en los mercados, tiene un empleo banal y raramente se la usa para aplicaciones productivas, que ofrezca solución a problemas cotidianos, o signifique progreso sostenido. Las artes y la ciencia son básicamente creaciones ajenas.

A pesar del boom gastronómico regional, estas nocivas tendencias también se manifiestan en las costumbres locales. Los supermercados y los foodcourts amenazan a los mercados y picanterías. Si no en forma irreversible, al menos seriamente, a través de formidables campañas publicitarias que ni siquiera benefician a los medios de comunicación locales. Asociadas a esas campañas, las estrategias comerciales para captar a miles de incautos tarjeta habientes que terminan pagando siempre intereses exorbitantes, muy por encima de su presupuesto, generando altas utilidades que no se quedan en la región.

En esos supermercados ahora se compra fruta chilena en lugar de la de Majes. El queso fresco, el de Lluta y otros andinos, han pasado al olvido para dar paso a sofisticadas y caras creaciones extranjeras. Los cereales nativos apenas ocupan un área minúscula y la gran variedad de papa que solíamos elegir en los mercados, se ha limitado ahora a dos variedades, las más comerciales.  Todo eso perjudica a los productores locales y pequeños, abruptamente sometidos a unas leyes del mercado que aún no son ni justas ni transparentes, porque las distorsiones que lo afectan favorecen invariablemente al más grande. Así, todo indica que no queda otra opción que decirle adiós a las arequipeñísimas costumbres de la “yapa”, la “rebajita” y el “fiado”,  reemplazado hoy por la engañosa solvencia de la tarjeta de crédito y sus indignantes intereses.

También es paradójico que esos símbolos de la comida chatarra y el fastfood  como son las franquicias Mc Donalds, KFC, Starbucks y otras, estén cómodamente instaladas en el corazón del centro histórico, mientras allí es imposible encontrar un buen restaurante de comida típica arequipeña que ofrezca un contundente chupe o un sabroso ají de calabaza, a la hora del almuerzo.

También hay que lamentar la desaparición de Tingo, la extinción de la –también muy arequipeña- costumbre de ir a degustar anticuchos y buñuelos al aire libre. Un foodcourt  reemplaza el ambiente hacia donde se remontan la mayoría de nuestros recuerdos infantiles. Y, sin embargo, junto al aparente progreso que representan todas esas construcciones “modernas”, tipo malls, la ciudad sigue ofreciendo el espectáculo de montañas de basura en sus calles céntricas, hacinamiento, desorden, caos en el transporte y corrupción en sus instituciones. Tener un metro, en lugar de nuestras combis, sí representaría verdadero progreso, pero aún estamos muy lejos de eso. Más factible sería, por ejemplo, tener un botadero de basura con planta de reciclaje incluida, o una planta de tratamiento de aguas servidas, o mejores vías por donde circulen conductores educados y corteses.

Pero donde mejor puede apreciarse lo fatuo de este engañoso progreso, es en la paulatina desaparición de las áreas verdes que constituían la invalorable campiña arequipeña y su reemplazo por la interesada profusión del color verde, pero como resultado de toscos brochazos al duco. Es el verde “Arequipa renace” que viene invadiendo la ciudad, en el domo del “Palacio de las bellas artes”, en los uniformes de los trabajadores municipales, en los carros recolectores de basura, en los carteles gigantes y otras formas de obtener réditos políticos.

Por último, habituados a llamarla “Patrimonio Cultural de la Humanidad” hemos banalizado ese privilegio heredado de los antepasados. Al punto que hoy, autoridades y población, poderosos y ciudadanos de pie, no tienen reparo en atentar contra él. Desde alcaldes, propietarios de casonas, grafiteros y comerciantes, todos debemos modernizar primero la mentalidad de país del tercer mundo que hemos adoptado a fuerza de crisis continuadas. Ese será el mejor homenaje a esta incomparable ciudad, ahora que está de fiesta y, de aquí en adelante, para prolongar la celebración.

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