Plan lector

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Cuando leí Cien Años de Soledad ya habían transcurrido dos años desde su publicación y su multitudinaria fama. ¿Cómo es posible? se pregunta Daniela, mi hija, hoy, con el orgulloso desdén que exhibe una nativa digital de la era del Plan Lector. ¿Cómo era posible, si, además, a ti te gustaba la literatura? Vamos por partes, le contesto. Es que en esa época Arequipa, donde yo vivía, era una ciudad provinciana con una sola librería donde vendían novelas (la hoy legendaria “Trilce” del poeta José Ruiz Rozas), si es que tenías el dinero para comprarlas. Pero como yo no tenía, había que leerlas prestadas o en las bibliotecas.

Mi casa era una casa sin libros, aunque con muchas ganas de leerlos. Eran un verdadero lujo para el exiguo presupuesto de mi madre viuda y sin rentas. Recién hacía un año que había recibido de regalo de manos de mi amigo Carlos Castillo mi primer libro: Poesía Completa de Javier Heraud. Entonces, cómo no, apenas pude, fui a pedir el libro de García Márquez a la biblioteca de la Facultad de Letras de la Universidad de San Agustín, a donde ingresé en el verano del 69. La buena noticia era que lo tenían, la mala, que no lo tenían. Los dos ejemplares estaban prestados, respuesta que me acostumbré a oir, sin resignación, durante casi todo el semestre.

¿Y cómo así, un muchacho de quince años se interesó en la novela más rutilante del boom, cuando el boom todavía no había recibido ese apelativo, ni se hablaba del boom en la tele (que tampoco había en casa) ni en los diarios, ni la radio? Pues, porque yo, ahora que lo aprecio con la distancia de los años, era un tipo con suerte. Resulta que en la patota que hacía tertulia todas las noches en la esquina del barrio, había tres muchachos que ya cursaban estudios universitarios y nos informaban de cómo era el mundo y sus riquezas.

Pues, una noche de aquellas, de septiembre del 67, Téllez, quien estudiaba literatura, vino a contarnos –con entusiasmo desconocido en él- con pelos y señales las historias de Cien Años de Soledad. Fue una noche de borrachera sin tragos ni fumadera. Resultó que Téllez era un dechado de narrador que contaba con manos, ojos, brazos, hombros, voces y una risita que funcionaba como pausa dramática para permitirnos respirar a los cuatro o cinco chiquillos que lo rodeábamos. Vimos al pelotón de fusilamiento y al galeón en medio de la selva, vimos el reguero de sangre que caminaba por las calles polvorientas de Macondo, vimos a los gitanos llegar y venderle el sextante a José Arcadio para que calculara que la tierra era redonda, vimos levitar al cura, pero no nos explicábamos por qué lo hacía después de tomar un tazón de chocolate caliente si en Arequipa no tenía el mismo efecto. Jaime, “el Sapi”, acotó que García Márquez era un tipo muy sencillo, que había llegado unos días antes a Lima en el avión de Panagra vestido con una chompa roja y no con el terno que la costumbre imponía. En fin, sólo recuerdo que el llamado de atención de mi madre para que fuera a acostarme, interrumpió cruelmente la excursión. El deber cortando la yugular del placer.

Cuando al día siguiente le pregunté a mi vecino Filo si Téllez le había prestado el libro a alguien, me dijo que no había libro. “¿Cómo?, ¿cómo que no hay libro?!”, le pregunté con el furor de quien se siente estafado. “No hay, todo lo ha leído en una revista, pero ha prometido que cuando lo compre lo prestará”. Y es que en esa lejana época tampoco se usaban las Xerox, que una década después facilitarían los estudios en las universidades públicas, para que lo multicopiara y nos lo prestara. Pero así era y sigue siendo el aprendizaje de los pobres: tienes que sacarle el jugo al limón exprimido de las oportunidades y salir adelante. Con escasos recursos tratan de lograr lo máximo. Todos somos minimalistas. Téllez fue, sin duda un brillante profesor de literatura en San Agustín y esos fueron sus inicios minimalistas.

Pero volviendo al verano del 69, cuando temprano una mañana tuve la suerte de que el bibliotecario me lo diera para la lectura en sala, agarré el libro y no lo dejé durante un largo rato. Leí de corrido las primeras sesenta y nueve páginas, sin respirar, y sólo lo dejé porque vinieron a buscarme para dar el examen de fin de curso de Introducción a la Antropología. Otra vez el deber contra la libertad. Un par de meses después compré mi primer ejemplar (era la vigesimosegunda edición, recuerdo) a mi amigo Beto Villena en su primera y única incursión en el campo de la venta ambulante de libros.

Bueno, ahí está la explicación de cómo llegué a leer tan tarde Cien Años de Soledad.

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