La débil luz de la pantalla sólo le permite divisar unas losetas sobre el piso. Aparentemente el lugar está vacío, pero es una posibilidad que José no se permite aceptar, por el contrario sus sospechas se acrecientan y parecen acentuarse conforme la noche avanza . -Debe estar amordazada- piensa; eso es, ella no podría estar en otra parte que no sea ese tenebroso canchón de la urbanización Dolores E-28. José está convencido, pero también nervioso y exaltado, tanto, que por momentos siente que los latidos del corazón de Maricel atraviesan las paredes, y escapan a la calle como una melodía cadenciosa, similar al sonido grave e indeleble del fagot, instrumento que ella había preferido entre varios y lo convirtió en su predilecto.
-Sé que estás ahí, dime algo- intenta José, aún con la esperanza adherida a su voz, pero su primogénita Maricel no responde. -Si estás amarrada da un golpe hijita para poder escucharte-…
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