Como en casa

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Cuando llegué, debo confesar, sólo hacía la finta de estar leyendo un periódico sobre la mesa redonda mientras cada quién corría por lo suyo. Tenía la insólita y desconocida, para mí, tarea de investigar a una  conocida empresa de transporte y el único avance al respecto había sido dejar de preguntarme ¿por dónde empiezo?, por lo menos durante las comidas. Luego de las lentejas o el desayuno a base de magnesio y limón, volvía la interrogante, cada día, despacito pero con eco, ¿por dónde empiezo?

Mientras el resto corría como si el mundo hubiera entrado en una cuenta regresiva científica y oficialmente comprobada, como si de su nota periodística dependiera la reprogramación del fin.

Debo confesar, no empecé por ningún lado, pensé secarme de la frente el sudor que me había provocado el vértigo del fracaso y fracasar tirando la toalla, patear el tablero, rascarme las piernas sobre el forro del bolsillo, decir “conmigo no es”, pero no lo hice y, tímidamente, como quien da un beso a ciegas, me fui acercando a una experiencia que merece toda mi gratitud y cariño y de la que, debo confesor a pecho inflado, siempre quise formar parte, antes que hace cualquier cosa en cualquier otro lugar, es decir desde muchos años atrás.

El primer intento de ingresar a esta casa fue arrogante. Llegué a la oficina de administración con un sobre manila que contenía 5 páginas, era una crónica sobre el comercio de películas pornográficas en los mercados de la ciudad. Me presenté y le dije a la hermosa señorita del pupitre que quería colaborar con el entonces semanario, argumento cuya traducción era que me moría por ser redactor así no me pagaran un Cristo partido en dos. La hermosa señorita dijo sin aires de promesa que se lo daría a la persona encargada de ese tipo de asuntillos. Nunca obtuve respuesta.

Mucho tiempo después volví con un grupo de estudiantes de periodismo quienes tentábamos prácticas por encargo curricular, por supuesto yo me zurraba en la currícula de mi universidad, y mi única intención era quedarme aquí aunque sea enterrando las uñas en el vinílico. A todos nos evaluaron de muchas formas, redacción, conocimientos, ortografía…

Sin embargo hubo una prueba que no pude pasar, un reto insufrible que me hizo recordar cuando en primara, y secundaria, el profesor de matemática se acercaba lentamente acariciando con sus dedos el filo de la carpeta y, sin mediar mayor aviso, decía de pronto, muy sorpresivamente ¡Segura, a la pizarra! Segundo intento al agua.

El tercer intento fue como el primero, pero esta vez con un texto de menos páginas, un sobre similar pero con mucha más esperanza que las anteriores veces. La hermosa señorita del pupitre hizo el mismo gesto de quien ve por primera vez a un extraño muy extraño pero poco arrogante. Algún día, dije, algún día… Cuando el día llegó, la experiencia de trabajar en esta casa se hizo abundantemente feliz y gratificante por el respeto a las libertades, la incondicionalidad, y la amistad brindada, aspectos que sólo pude encontrar en casa al lado de amores y gente memorable e imprescindible.

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