Actividad paranormal

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El otro día, a eso de las 7 de la noche, caminaba por la calle Cruz Verde rumbo a Vallecito. Al llegar a la intersección con la calle Consuelo me encontré con los barristas de Melgar y de Universitario en posición de batalla. Pensando que el embrollo no duraría mucho y que se reduciría a simples provocaciones verbales, decidí aguardar a que despejaran la vía y me permitieran pasar —sólo puedo justificar tanta ingenuidad aduciendo que era la primera vez que asistía a este tipo de incidente—. La cosa es que, de pronto, los salvajes comenzaron a corretearse mientras lanzaban botellas y piedras. Huí (cobardemente, lo reconozco) junto a otras personas, y luego tuve que dar un largo rodeo para llegar a mi casa.

Si esos individuos quieren lastimarse entre sí, me parece bien —para eso abundan los terrenos descampados en las afueras de la ciudad—; a lo que no tienen derecho es a perturbar el orden aterrorizando a transeúntes y a vecinos con sus rivalidades insignificantes. Lo usual es que los comentaristas deportivos intenten disimular estos feos acontecimientos con la frase “la violencia se apoderó del fútbol”, o algo por el estilo. Más bien habría que decir que el fútbol se apoderó de las calles. Y es que hace mucho que esta actividad dejó de ser una sana diversión. Aparte de ser un millonario negocio corruptamente administrado por la FIFA, hoy el fútbol se ha convertido en una especie de religión lumpen. Una religión incluso más vigorosa que las religiones convencionales, porque sospecho que sería difícil encontrar a un católico que estuviera dispuesto a sacrificarse por su iglesia, tal como sin duda lo haría un hincha cualquiera por su equipo de fútbol. Es obvio que matar o hacerse matar por este motivo es el modo más estúpido de emplear la vida, no obstante, la racionalidad jamás tuvo vela en este entierro.

Ocasionalmente he discutido a causa de este “deporte”. Aunque cuesta creerlo, hay personas inteligentes aficionadas a él (son pocas, pero son), y juro que he tratado de entenderlas. Algunas de ellas alegan que es un asunto de patriotismo. Creo, y es sólo una opinión, que gritar a todo pulmón el Himno Nacional en un estadio es el non plus ultra del nacionalismo más primitivo. Puro relumbrón que de virtud no tiene nada. Patriotismo es no coimear, es no mear en la calle a la vista de mujeres y niños, es no destrozar el Centro Histórico de la ciudad, es no tener más hijos de los que se puede mantener, es no reclutar funcionarios públicos para formar una red de corrupción, es no amenazar de muerte ni apedrear la casa de quien no comulga con determinada ideología, es ceder el asiento a los ancianos y a las mujeres embarazadas, es no arrojar basura en las esquinas, es no violar el derecho al libre tránsito bloqueando las carreteras, etc. Comparado con todo eso el chauvinista griterío en un estadio no pasa de ser algo anecdótico. Más aún, pienso que por hacer quedar el nombre del Perú por los suelos en eventos internacionales, a los seleccionados y a su feroz hinchada habría que calificarlos de antipatriotas.

Quizás podría justificarse el interés por el fútbol en países donde los equipos habitualmente logran buenos resultados, pero es incomprensible el fanatismo por un deporte en cuya práctica los peruanos no somos mediocres, sino malísimos. Afortunadamente no me siento representado por la selección. Me bastó con ver su patético desempeño a inicios de los años noventa —¿recuerdan el nunca bien ponderado 9 a 0 frente a Paraguay?— para librarme por siempre del virus futbolero. Y los hechos demuestran que no me equivoqué: son más de treinta años de fracaso en fracaso. La verdad, no desearía estar en el pellejo de los aficionados —¿cuán baja ha de estar su autoestima? …no quiero ni imaginarlo—. Por eso encuentro chocante la lealtad o, mejor dicho, la ciega devoción por un equipo que no funciona; y con cada eliminatoria para un mundial mi desconfianza respecto a la sanidad mental de estas personas aumenta. Ver a la hinchada pasar de una infundada exaltación a un resignado pesimismo es para mí como un déjà vu, y sinceramente me aburre. A estas alturas cualquier persona razonable se habría convencido de que esa selección (con Burga o sin Burga) sólo irá a un mundial cuando el Perú organice uno.

Estoy convencido de algo más: un partido de fútbol es una actividad sectaria, y como sucedáneo de una batalla es normal que genere desde insultos hasta asesinatos —solamente hay una diferencia de grado entre estas expresiones de odio, y sólo la presencia de la policía puede contenerlas—. Intuyo que poca gente va al estadio a ver goles o buenas jugadas. Es una excusa. La mayoría acude a estos espectáculos únicamente para desatar sus más bajas pasiones, dentro del estadio y fuera de él.

Conste que no pretendo persuadir a nadie de nada, y menos a los hinchas. Su fe es impermeable, y sé que todo lo que digo no tendrá ningún efecto sobre ellos. Sin embargo, lo que me deja pasmado es que algunos de estos intelectuales osen responder a estas críticas de la siguiente manera: “¡Oe!, si no te gusta el fulbo (sic), seguro que te gusta el vóley”. A decir verdad (y lo digo sin ánimo de ofender) sus adorados jugadores, más que por la habilidad con la pelota, suelen destacar por besuquearse, tocarse entre ellos las partes íntimas y por llevar un look que no es precisamente un dechado de virilidad… Por mi parte, si de lo que se trata es de desperdiciar el tiempo observando a gente sudorosa corriendo, preferiría mil veces contemplar a las chicas de Combate o de Esto es guerra antes que a 11 sujetos que sólo saben perder o, de vez en cuando, empatar. Y ya que hablamos de televisión basura, ¿habrá un mejor merecedor de ese calificativo que los programas que comentan partidos de fútbol?… ¡Bah!, por gusto reniego… En tanto no se perjudique a terceros, que cada quien vea, escuche y coma lo que le venga en gana. ¡Buen provecho!

 

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