Se sufre pero se sufre

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Su nombre es Rosa. Tiene 20 años, es soltera y vive sola. Trabaja en una tienda de venta de artículos para celulares. Abre la tienda a las nueve de la mañana y cierra a las ocho y treinta de la noche. Se demora aproximadamente cuarenta minutos en llegar de su casa a su centro de trabajo y lo mismo en regresar.

El dueño de la tienda ha establecido que su horario es de lunes a domingo, incluidos los feriados y que su descanso está compuesto por sólo dos días martes del mes. Gana el sueldo mínimo, no tienen seguro social ni CTS. Su horario de almuerzo, en el que consume un menú que una señora le lleva al local todos los días y que le cuesta s/. 6.00, es casi inexistente ya que lo hace dentro de la tienda en algún momento en que no haya clientes. Y si está en plena ingestión debe interrumpir, atender y sólo cuando esté sola nuevamente, continuar ejerciendo su derecho a alimentarse.

El Perú entero se ha indignado ante el caso de los dos chicos que lastimosamente murieron en el incendio de Las Malvinas y que sacó a la luz, las terribles condiciones de explotación laboral en las que se encontraban. Por treinta soles al día, laboraban ocho horas, encerrados bajo candado sin poder siquiera utilizar servicios higiénicos acondicionados para un ser humano (tenían que orinar en botellas de plástico dentro del mismo ambiente).

Las alarmas se encendieron inmediatamente entre los fiscalizadores del Ministerio de Trabajo, pero esta situación sólo ha dejado ver y ha llamado a la reflexión sobre una coyuntura que se viene dando desde hace muchos años en nuestro país. ¿Cuántos jóvenes en ciudades y pueblos del Perú trabajan en condiciones de total abuso por parte de sus empleadores? ¿Cuántos peruanos, de todas las edades, sin el amparo de un sindicato, aceptan puestos laborales como el de Rosa, que les exigen jornadas de más de ocho horas diarias y mucho más de 48 horas semanales? ¿Cuántos desconocen que tienen derecho a un mínimo de 45 minutos para su refrigerio y que éste no debe ser fraccionado? ¿Cuántos desconocen el régimen de trabajo al que deberían pertenecer y las obligaciones de su empleador? ¿Cuántos hacen horas extras sin pedir una compensación en dinero o tiempo a cambio de ser “camiseta”?

Y nuevamente el origen de esta circunstancia es la falta de información por un lado y la falta de fiscalización por el otro. Es sabido que los inspectores del Ministerio de Trabajo son escasísimos  y que si dentro de una empresa se estuvieran produciendo una o varias omisiones a la Ley General de Trabajo, esto sólo se conocerá a través de una denuncia del propio trabajador.

Así, el peruano que trabaja para la empresa privada se encuentra entre la espada y la pared. Mientras quiera conservar su puesto de trabajo tendrá que callar, hacerse “el buena gente”, demostrar compromiso con la empresa y aguantar los caprichos del empleador. Si es joven más aún, ya que el famoso “pagar piso” hoy se traduce en una serie de sacrificios que nada tienen que ver con aprender por ser el nuevo e inexperto, sino con el atropello y la injusticia.

Hoy se habla nuevamente de una ley para insertar rápidamente a los jóvenes al mundo laboral. Una ley que dicen, supera las deficiencias de la famosa “ley pulpín” que el gobierno de Ollanta Humala no pudo ejecutar. Pues sí, se necesitan puestos de trabajo para los miles de jóvenes egresados de universidades, institutos y todo aquel que tenga que trabajar para sobrevivir. Pero lo que más se necesita es que esas supuestas condiciones justas de la nueva ley y de los regímenes vigentes, tengan un asidero en la realidad y un sistema de fiscalización eficiente que haga cumplir lo que el papel aguanta.

No podemos seguir permitiendo que un ser humano sea rebajado al nivel de una bestia de carga, en beneficio además del delito y la codicia. Mucho menos, permitir que muertes tan injustas e inverosímiles como las de Las Malvinas vuelvan a mostrarnos la miseria moral en la que puede caer nuestra sociedad.

 

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