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Autoflagelación

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La celebración de las Fiestas Patrias ofrece la ocasión para el despliegue simultáneo de los tópicos patriotas y del verbo de los puntuales aguafiestas. En estos días, las radios multiplican los valsecitos y huaynos nacionalistas; los futboleros se desgañitan por la “blanquirroja”; los políticos preparan inflamados discursos unitarios; los que venden, añaden el gancho bicolor, los que compran, aceptan el plus; los publicistas descubren el mestizaje. Asistimos a una breve pascana de los que pugnan por el poder. ¿Pascana, recreo? No, la pax peruviana es una utopía, no existe ni en el corazón de Cipriani. No existió nunca, ni siquiera en la mente brillante de un patriota sin mácula como don Jorge Basadre, tan consciente de los problemas del Perú.

Así, a los versos del Chato Raygada, “ricas montañas, hermosas tierras, risueñas playas”, el aguafiestas contrapone nuestro record mundial de muertos por accidentes de carreteras o la cantidad de turistas que sufren robos y otros maltratos. Al recuento de las biografías de nuestros héroes y campeones, el aguafiestas nos reprocha los presidentes presos y a los enjuiciados por corrupción. A la riquísima gastronomía como aglutinante de la peruanidad, el pinchaglobos opone las cifras de la desnutrición infantil, de los hospitales murientes, de los platos vacíos de los pobres. Al discurso de la unidad nacional por encima de nuestros pesares, los críticos insisten con el racismo y las deudas de la guerra interna que sufrimos y de sus víctimas olvidadas.

Admitamos que los críticos esgrimen verdades que no admiten réplica, aunque a veces carguen las tintas hasta el límite de la autoflagelación: “en el Perú todo está mal”. No nos dejemos arrastrar por el apasionamiento y la cerrazón de las ideologías. Así es el Perú, grande y contradictorio para cuya descripción es mejor prestarse los versos de Salazar Bondy: “mi país es mi temor, tu ira, la voracidad de aquel, / la miseria del otro, la defección de muchos, la saciedad de unos cuantos, / las cadenas y la libertad, el horror y la esperanza, el infortunio y la victoria”.

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Pero es frecuente escuchar lo que positivos como el hermanón Belmont, o críticos acerbos como Hildebrandt -en rara coincidencia- han echado a rodar años atrás y que –por desgracia- se ha hecho sentido común. El sensato Renato Cisneros hace poco lo ha resumido: “Ante la dolorosa evidencia de haber encumbrado a tanto estafador profesional a la máxima función estatal, la pregunta que cae de podrida es: ¿por qué diablos seguimos votando por tipos de esa calaña?”[1]

Aquí doy mi voto en contra de la autoflagelación, injusta, por lo demás. Es verdad que muchos  peruanos deciden su voto en la fila delante de la mesa de sufragio; es cierto que la educación cívica anda por los suelos; que los partidos buscan clientes y no ciudadanos; que los políticos y los aventureros y corruptos, disfrazados de políticos se aprovechan de la mala memoria de la gente, de su necesidad, de sus ilusiones e ingenuidad. Definitivamente, los nuestros no son los ciudadanos que pintó Saramago en su “Ensayo sobre la lucidez” que, un buen día, decidieron castigar a los políticos con un masivo voto en blanco. Pero es una verdad más grande que todas ellas que los peruanos escogemos entre los candidatos ofrecidos por los partidos y no entre los mejores de Atenas. Y, claro, siempre terminamos escogiendo el mal menor y éste, a veces, termina convertido en el mayor. Pero eso no es responsabilidad de la ciudadanía, sino de las reglas electorales y de esos clubes ofertantes llamados partidos y movimientos regionales.

Otro sería el cantar si todos los candidatos partieran de la misma línea con igual presupuesto para su propaganda y campaña electoral. Seguramente habría mejores candidatos y ni los apellidos, la labia, los millones, ni la mediocridad se impondrían. No sería como ahora, en donde la plata oscura compra encuestas, entrevistas en la tele, periodistas, carteles, mítines, pisco y butifarra, por sobre los equipos de gente con propuestas estudiadas y  experiencia comprobada.

Pero no divaguemos, vivimos bajo las horcas caudinas del capitalismo en el que el mercado pretende devorarse a la política. Y hasta que no lleguemos más allá del mínimo que plantea Dahl, y al que se acercan los sistemas políticos de Europa occidental, de uruguayos y chilenos, con partidos decentes y patrióticos, quienes hemos tenido el privilegio de la educación debiéramos dejar de echar la culpa a los electores del común, a los peruanos de a pie. Y que los biempensantes  y críticos se comprometan y hagan política de a verdad, no la del facebook y el twitter, donde los napoleones ganan mil batallas cada día.

Tal vez sea un motivo para que todos releamos a Sebastián y por un minuto lo escuchemos: “mi país es de todos, / mi país es de nadie, no nos pertenece, es nuestro, nos lo quitan, / tómalo, átalo, estréchalo contra tu pecho, clávatelo como un puñal, / que te devore, hazlo sufrir, castígalo y bésalo en la frente, / como a un hijo, como a un padre, como a alguien cansado que acaba de nacer, / porque mi país es, / simple, pura, infinitamente es, / y el amor canta y llora, ahora lo comprendo, cuando ha alcanzado lo imposible”.

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