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Cuando la moral manda

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La luz de los altos focos recubría con una pátina de extraña y taciturna fantasía las viejas casonas de sillar. Eran las tres de la mañana, y los pasos del sargento resonaban apenas en el silencio de las calles desiertas.

Cuando se detuvo en una esquina, vino hacia él el guardia de servicio.

—¿Alguna novedad? —le preguntó.

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—No, mi sargento.

Nunca había novedades a esas horas.

El sargento continuó su ronda, frotándose las manos para disipar el frío de agosto.

Avanzó hacia donde debía estar el otro guardia, varias cuadras más allá, pensando en cuanto asunto le asomaba: la comisaría; el informe que haría al concluir su turno; su esposa y sus hijos menores; el alquiler por vencerse de la habitación donde vivía en la Calle Nueva. Esas horas solitarias le activaban el pensamiento y solían ofrecerle soluciones a sus problemas o le aportaban iniciativas.

De pronto, se fijó en una sombra pequeña junto a una puerta, casi al llegar a la esquina siguiente. Se detuvo: era una bolsa de tela semillena. La examinó con cuidado. Contenía una chompa y un pantalón, un cuaderno y un atado de tela bastante voluminoso. Lo abrió y aparecieron varios fajos de billetes.

Levantó la bolsa y siguió caminando.

El centinela en la puerta de la comisaría, en la calle Palacio Viejo, lo saludó, llevándose la mano a la visera. El sargento ingresó a la prevención y le dijo al guardia de servicio que dormitaba:

—Voy a hacer un parte en el Libro de Ocurrencias y quiero que usted vea lo que traigo.

Se sentó ante una mesa, abrió el atado y, delante del guardia, contó el dinero. Veintitrés mil soles.

El guardia se despabiló del todo. El sargento comenzó a escribir. Al terminar, firmó él y le indicó al guardia que firmase también. Colocó la bolsa en un armario, y le advirtió al guardia que no le quitase los ojos de encima. El reloj marcaba las cuatro y media de la mañana. Luego salió de la comisaría a continuar su ronda.

A las nueve de la mañana, el capitán comisario se mesaba el cabello mientras leía el parte. Mandó llamar al sargento y, cuando este ingresó a su oficina, lo contempló entre asombrado y furibundo.

—Y esto, ¿por qué? —le preguntó.

—Está todo en el parte, mi capitán.

—Y, bien ¿qué sugiere usted? —El tono del capitán se resistía a resignarse.

—La única forma de saber a quién pertenece la bolsa es por un aviso en los diarios.

—La comisaría no tiene dinero para esto.

—No haría falta pagar, mi capitán. Creo que los diarios se interesarían.

Dos días después de publicada la noticia, se presentó a la comisaria un hombre sobre los cincuenta años. Era un ganadero. Contó que el dinero procedía de la venta de una partida de reses en el camal, y recordó los datos escritos en el cuaderno. Refirió también que estaba tan embriagado que no se dio cuenta cuándo perdió su bolsa y que al llegar a su domicilio se echó a dormir en seguida. Luego de que un guardia verificara dónde había estado bebiendo y la procedencia del dinero, se lo entregaron con sus otras pertenencias.

En setiembre de 1946 recibí una carta de Arequipa. Yo estudiaba entonces el tercer año de secundaria en el Colegio Militar de la Perla, gracias a una beca ganada en el concurso de ingreso de ese año. La acompañaba un recorte de periódico que relataba el acto del sargento. Me pareció extraordinario, y admiré a su autor con la alegría que nos embarga cuando el equipo de nuestras simpatías gana un campeonato.

Años después he tratado de averiguar qué induce a las personas a practicar la moral y a algunas a hacerlo con una convicción y firmeza indoblegables. No diré fanatismo, porque este es irracional, y la conducta moral surge de fundamentos racionales, del entendimiento de que los actos morales son necesarios como manifestaciones óptimas de la convivencia social, respetando los derechos de todos. Es claro, hay en toda sociedad un porcentaje de gente inclinada a hacer el mal y a delinquir, una parte, posiblemente, por raíces genéticas y, otra, por la ausencia de una educación articulada en torno a los principios de la Ética. Para apartarlos de los instintos animales y encaminarlos al bien y a ser útiles a la sociedad y a sí mismos, los seres humanos deben ir a la escuela casi hasta llegar a la mayoría de edad.

Indagué sobre el sargento. Se había formado en la Escuela de la Policía creada en 1922 por el gobierno de Augusto B. Leguía e instalada en la avenida Los Incas de los Barrios Altos de Lima. Sobre la puerta principal se leía: “El honor es su divisa”. Como otros jóvenes provincianos, para los que ya no había sitio en las chacras de sus padres, él fue atraído tal vez por la posibilidad de obtener un trabajo estable y, quizás también, porque iba a entregar su vida al servicio público.

Seguí con la búsqueda del origen de la moral, remontándome lo más lejos posible en la historia, y me detuve en Moisés, que vivió en los siglos XIV y XIII antes de C., y en sus diez mandamientos, que fueron el primer código jurídico y moral de la civilización occidental. Creo que es oportuno decir al pasar: cuantas veces he estado en Roma he visitado la iglesia de San Pietro in Vincoli, para reencontrar la efigie de Moisés, esculpida en mármol de Carrara por Miguel Ángel, tan rebosante de vida que invita a dialogar en silencio con él, con la confianza de un padre y amigo.

Seguí con Aristóteles y revisé su Ética a Nicómaco, un manual de consideraciones sobre los preceptos morales de su tiempo en Grecia que tenían como centro la práctica del bien y la equidad en los tratos, tanto en la vida privada como pública.

Y pasé a Jesús, el simple y modesto predicador judío de la moral que enseñaba con parábolas a la multitud que lo seguía por los polvorientos caminos de Judea, sin otra satisfacción, tal vez, que ser escuchado. Cuando dijo que más fácil sería que un camello pasara por el ojo de una aguja que un rico entrase en el reino de los cielos se condenó a sí mismo.

Luego de su muerte su fama fue creciendo y dio lugar a una religión que muchos abrazaron. Tres siglos después, un número cada vez mayor de familias nobles romanas se convirtió a ella, tomaron el poder y la hicieron la religión oficial y única del Estado; y, en adelante, los preceptos morales de Jesús y su sencillez fueron abandonados y olvidados, y la Iglesia Cristiana se convirtió en un implacable y cruel azote de los que se resistían a creer en sus dogmas.

Me topé, luego, con el abogado Ulpiano de Roma, quien vivió entre los años 170 y 228. Se hizo célebre al proponer como principios del derecho, extendidos a la moral, vivir honestamente, no dañar a otro y dar a cada cual lo suyo (honeste vivere, alterum non laedere, sum cuique tribuere).

Y llegué a Emmanuel Kant, que vivió en el siglo XVIII, uno de cuyos méritos es haber separado la moral de la religión y haber basado la moral en la racionalidad. Sin ningún gesto admonitorio enunció su imperativo categórico por el cual una persona debe obrar de manera que la regla de su voluntad pueda servir como principio de norma universal.

Comprendí que mi búsqueda teórica me brindaba, por fin, una conclusión: el sargento había cumplido su deber por el deber mismo, porque esa era una conducta racional, buena para todos y, sin duda, por la satisfacción de haberlo cumplido. En él la moral mandaba.

Echemos ahora una mirada al Perú que la oligarquía blanca heredó como patrimonio personal de los conquistadores, virreyes y burócratas hispanos. No; para ellos la moral nunca fue su divisa.

Sus sucesores en la dirección del Estado reprodujeron sus malas costumbres. No puede extrañar, por lo tanto, que, desde 1975, los presidentes de la República, excepto uno o dos, estén o hayan estado incursos en procesos penales por la comisión de delitos: uno entregaba a ciudadanos extranjeros refugiados en nuestro país para que los asesinaran; otro con ínfulas gallardas daba permiso para que mataran a campesinos en el cuartel Los Cabitos; otro hacía matar a presos en los penales y, como los que le siguieron, recibía cohechos en grande. Y no sólo ellos; también lo hacían los funcionarios de su confianza y ciertos gobernadores y alcaldes, sin tregua. Habían cultivado a conciencia los antivalores enemigos de la moral; y para quienes les daban su voto eran como los héroes de los poemas épicos.

Supongo que de niños nunca les impartieron en sus hogares alguna lección de buen comportamiento y que los aplazaron en la asignatura de moral, aunque es posible que esta haya estado ausente de los colegios por los que pasaron.

Unas semanas después del hecho que relato, el sargento dirigió una huelga de policías, en protesta porque un oficial le pegó un fuetazo en el rostro a un centinela de guardia en la puerta de la comisaría.[1]

¡Cómo no admirarlo, entonces!

Se fue hace veinte años, un día de febrero, a los noventa y siete años.

Era mi padre.

[1] Relato este episodio en mi cuento La Flor del Volcán de mi libro La Calle Nueva.

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