Cuento: una vaca cualquiera

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Este cuento forma parte de la serie Nuevos Narradores Arequipeños que publica El Búho bajo la coordinación de Willard Díaz

Por: Percy Prado

autor del cuento

Si el viejo Andrés hubiese visto asomar la negra y húmeda trompa de Rosmery por el portón de la calle, le habría encajado un recio sopapo: ¡Asa, bruta!, le hubiera dicho. Pero esa vez el viejo aún no volvía desde que salió en la madrugada y, aunque Rosmery no lo sabía, ya eran más de las cinco y media.

Unos minutos después de que el viejo Andrés saliera, el portón chirrió y golpeó suavemente el muro de sillar. No solo Rosmery fijó sus redondos ojos en la calle, pero sí fue la única que avanzó hacia ella. Beatriz dio un mugido que empezó bajo, luego, como si tomara una rampa, se elevó y sobresalió en el aire del amanecer. De haber podido pensar, Rosmery habría sospechado que Beatriz le iría con el chisme al viejo.

Ya en la calle, Ros se quedó inmóvil mirando la ruta hacia la chacra que junto a las demás seguía todas las mañanas. A una cuadra, del otro lado de la pista, un grupo de albañiles se repartía las tareas frente al cascarón de un enorme edificio. En la fachada había un letrero gigante con el nombre del centro comercial en construcción y, a pesar de que Rosmery no sabía leer, se quedó mirándolo.

Un taxi tico le pasó muy cerca, Ros dio pequeños y torpes brincos que la dejaron viendo en dirección contraria. Hacia allí, la avenida Lambramani se curva suavemente frente a la parroquia de San Juan, luego las casas se apiñan unas con otras y al fondo, hasta donde apenas alcanzaban sus ojos, Ros vio una figura colorida. Avanzó un par de pasos, el primero largo y el otro más corto y menos seguro. Movió la cabeza como si asintiera y la figura debió de parecerle más visible.

Rosmery mugió y giró la cabeza, al parecer, en busca de una respuesta desde el corral que acababa de dejar. Tras unos segundos se enderezó y sus ojos alcanzaron nuevamente las reverberaciones de aquella imagen multicolor. Ni ella, ni sus compañeras solían cruzar la calle: temprano en la mañana iban a la chacra por el mismo lado por el que volvían en la tarde. Así que Ros avanzó orillando la pista en sentido opuesto al tránsito. A cualquiera que la hubiese visto caminar a esas horas de la mañana, se le habría ocurrido pensar que su dueño se aburrió de cargar baldes de leche y ahora llevaba la fuente misma para ofrecerla aún más fresca.

Del callejón de Las Orquídeas salió un perro que empezó a ladrarle, Rosmery endureció los músculos de su cuello y apuntó hacia él los dos muñones que tenía en lugar de cachos. El perro le siguió ladrando briosamente. Por el mismo lugar, apareció un hombre más viejo que Andrés, llevaba en sus espaldas un sucio costal que cogía con dos manos, se le quedó mirando con una sonrisa desdentada y dijo algo que a Ros le hubiese parecido otro idioma de haber sabido que todos los humanos no hablan el mismo.

El perro la persiguió hasta el puente de la avenida Venezuela. Por cuidarse de él había perdido de vista la colorida figura. Años antes, el viejo Andrés, con la ayuda de dos hombres, la ató contra un palo, la tumbaron y sujetaron tan fuerte que solo podía mugir. El viejo le puso una rodilla sobre el pescuezo y le serró los dos cachos con los que hubiera asustado al perro.

A cada minuto el tránsito aumentaba. La cola de Rosmery había perdido su natural y ocioso bamboleo, estaba casi rígida; tal vez por eso Rosmery apuró el paso. Aunque ella no lo sabía, lo que es natural debe seguir pareciendo natural. Trotando así, consiguió que su cola continúe siendo la cola bamboleante de espantar moscas, no hecha para bríos. Por otro lado, sus coces son patadas cortas y nerviosas que no espantan a un perro tenaz.

Continuó al trote, después de todo, algo parecido hacía por las mañanas, aunque en esta ocasión, de tener memoria, habría recordado que era la primera vez que trotaba sola. Sin la plasticidad de los equinos, ni la elegancia de los auquénidos, el trote de Rosmery producía en el asfalto el sonido de baquetas inseguras y angustiantes (lo cual explica la moda de las campanitas en el pescuezo).

Si bien a esa velocidad no hubiese adelantado a nadie, el perro quedó atrás. Mientras avanzaba, el sonido de los autos luchaba más por ocupar todo el espacio. Rosmery quiso fijar su vista en un lugar conocido, inútilmente cabeceó y mugió en busca de respuesta. Un bocinazo la turbó, luego otro y otro. Solo sabía ir directo hacia adelante y continuó. Cuando cruzaba la avenida Goyeneche, una mujer que empujaba un triciclo quiso atajarla, pero Ros, movida por las extrañas conexiones de su interior, se espantó y chocó su huesuda cadera contra una cúster estacionada. El golpe la azuzó y, aunque no miraba nada conocido frente a ella, siguió trotando recto, sin detenerse en ninguna esquina.

Las imágenes de cómo había llegado hasta ahí estarían asaltando su mente, quizás. Primero, recordaría cómo la noche anterior, de pura casualidad, meó tormentosamente sobre la estaca que sujetaba su cabuya. De tener conciencia, habría razonado también que con ese pequeño tirón que dio al echarse a dormir, la estaca se desenterraría. Luego, el nudo de la soga se zafó al engancharse en una esquina del bebedero. Claro que no pudo ver lo que el viejo Andrés llevaba entre las manos cuando salió apurado en la madrugada, pero habría deducido fácilmente que eso no importaba.

Es un hecho improbable, pero lo que más angustias le hubiera causado sería el recuerdo del primer tico que la turbó.

Después de todo aquel novedoso recorrido, de haber sorprendido a algunos conductores y haber espantado terriblemente, sin querer, claro está, a dos borrachos que salían de la calle San Francisco, Rosmery llegó a un lugar espacioso donde al fin sus ojos pudieron reconocer el color del pasto y pudo beber un poco de agua al lado de unas palomas que la miraban incrédulas.

Rosmery no sabía nada de salir bien en las fotos, no obstante, la imagen que apareció en los diarios al día siguiente sirvió para que el viejo Andrés la reconociera y la sacara del depósito municipal donde la habían confinado hasta encontrar al dueño.

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Autor

  • Semanario El Búho

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