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Arequipa

Cuento: “Entonces cae el telón”

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Este cuento es parte de la serie Nuevos Narradores Arequipeños, que coordina para El Búho, Willard Díaz.

Por: María Fernanda Lazo Noa

Bajo una trémula luz amarilla se dispersaba lentamente entre los bancos de madera un grupo de mujeres llorosas, con tules negros cubriendo sus rostros. Sobre ellas se oía, como si de un enjambre de abejas se tratara, el zumbido monótono de los rezos. Entre las palabras, soltaban sollozos exagerados y sonoros.

autora del cuento

Tras ellas se acercó tímidamente un hombre de terno. Cuando llegó hasta el ataúd, y a la vista de todos, se persignó rápidamente. El silencio cayó como un pedazo de plomo. El sacerdote aún no había iniciado el oficio. Los ojos del hombre se cruzaron con los ojos adoloridos del Cristo crucificado que descansaba en el altar rodeado por querubines sonrosados y blancas palomas.

Era la mirada del hombre lúgubre, del que ha sido abandonado por las bondades del destino y ha llevado una vida de desgracias. Era un hombre encorvado bajo el peso fatal del fracaso.

Se acomodó la corbata y se sentó frente a la pulcra caja de madera. La observó largamente sin disimulo. La encontraba imponente a luz de los cirios, con su ramo de matizadas astromelias descansando sobre la tapa y alrededor una conglomeración de coronas y lágrimas de diversas flores que expelían su halo dulzón por todo el recinto.

Perdido como estaba en esta observación, no se inmutó cuando el coro de madrecitas empezó a cantar, tampoco cuando un pequeño y enjuto sacerdote inició la misa. El humo del sahumerio del acólito le dio de lleno en el rostro. En sus pupilas se advertía el trabajo extenuante que realizaban sus pensamientos.

Su mujer había muerto. Trató de sostenerse en esa idea, de sentir dolor, pena, tristeza. Necesitaba sentir algo, con mucha urgencia. Lo único que consiguió fue que un incesante hormigueo comenzara a subirle por el brazo.

La situación se tornaba inaguantable, le picaban las fosas nasales, le costaba respirar, un sudor frío recorría su frente, y caía por un lado de su rostro. Nada le estaba saliendo bien y la desesperación trataba de abrirse un espacio en su ser. Al final le ganó la partida. La misa no terminaba aún. Cuando dio un par de temblorosos pasos hacia adelante, con intención de tocar el féretro, cayó al suelo con gran estrépito, magullando buena parte de su cuerpo.

Su mirada se volvió suplicante hacia el Cristo y luego a un punto más allá del techo.

El atronador ”Corten” se sintió retumbante en el escenario, seguido del ruido de un cúmulo de hojas golpeando la superficie acolchonada de una butaca. Todos los asistentes observaban expectantes cómo el director se acercaba desde las sombras y lanzaba una reprimenda al hombre de terno, que ya se había levantado y sacudía su pantalón. Furioso, el director dio por terminado el ensayo y programó otro para el día siguiente.

El hombre de terno cruzó avergonzado el escenario y se perdió por los pasadizos hasta los vestidores. Una vez dentro de los minúsculos cubículos de desgastadas paredes que servían de vestidor y comedor para los actores menores, desanudó su corbata, se bajó los pantalones y desabrochó la camisa, colocó todo en perfecto orden en el portaternos y lo cerró; del asa colgaba una etiqueta amarillenta que rezaba UTILERIA-VESTUARIO.  Observó su reflejo en el espejo tras la puerta, los vellos que crecían en sus piernas y escaseaban en su torso, la fofa masa que se había formado en su estómago, su alicaído ombligo y su sexo flácido. Se halló repulsivo; así que comenzó a vestirse y salió apresuradamente con la casaca del buzo sobre el hombro. En un mueble desgastado de varios compartimientos dejó el portaternos.

Así, vestido con buzo azul y mochila de lona salió al cielo gris y opaco del atardecer dejando atrás su agridulce trabajo.

Caminó algunas cuadras con rapidez mientras meditaba, y sin percatarse se adentró en un silencioso parque de caminos adoquinados y enormes árboles. Buscó un asiento y de inmediato se puso a repasar el guion, pero no podía concentrarse. Estaba muy angustiado con su situación. El divorcio le estaba robando la paz. Odiaba a su exmujer como a nadie, la consideraba molestosa y despreciable y le deseaba la muerte sin ningún remordimiento. Para él, ella representaba años perdidos en un matrimonio desagradable. Al día siguiente sería testigo de cómo esa mujer le arrebataba la mitad de su salario y salía triunfante tras otra sesión a su favor. Su ego ardía por tener que doblegarse ante un ser definitivamente muy inferior.

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Entonces lo recordó. El director había programado un ensayo para el día siguiente. En su mente se armaba la sensación de que existía una confabulación contra él. Maldijo a todos, al teatro, a las mujeres, al mundo, y con un sobresalto de sorpresa respondió por el celular al director que lo llamaba.

Bajó los frondosos árboles, el hombre de buzo azul fue despedido de su trabajo y en su rostro, antes encolerizado, se asomó el terror.

Anduvo sin rumbo durante horas, fumando un cigarrillo tras otro, y cuando el último se deshacía entre sus dedos, llegó a la cuadra de la triste pensión donde vivía. Prosiguió desganadamente su camino hasta la desconchada puerta de la habitación sucia y desordenada que era su hogar.

Abatido, se sentó en una chirriante silla, escondió la cabeza entre los brazos y meditó. Varias imágenes pasaron por su mente. Busco consuelo en los errores que habían cometido sus enemigos. Rememoró un día, en que salía del trabajo, con su mochila de lona al hombro, y en el estacionamiento le pareció ver una familiar calva a través de la ventanilla de un coche azul. Se había acercado un poco más, movido por la curiosidad; entonces cayó en cuenta que era el director. Pero no estaba solo, junto a él había una mujer de rizados cabellos rojos que lo acariciaba apasionadamente, aunque, por supuesto, no era su esposa. Lo había hallado in fraganti en el momento del adulterio.

Sus pensamientos otra vez corrían infatigables, y entre ellos se iba armando una idea. Una luz le iluminó las pupilas. Tras pensarlo un poco más cogió lápiz y papel y comenzó a escribir lentamente. Cuando acabó, colocó la carta en un sobre y sin importarle la hora, salió directo a la casa del director en una enorme villa residencial, al llegar extenuado pasó la carta por debajo de la puerta. Al regreso compró un paquete de cigarrillos y volvió canturreando a su pensión.

Han transcurrido dos semanas tras la entrega de la misiva. El hombre de terno hace su entrada a una habitación muy pulcra y ordenada. Abatido se sienta en una silla reluciente y pulida. En su rostro aparece una expresión extraña, mezcla de resignación y temor. Hay un aire taciturno que se instala en el ambiente. Cansa la mirada, sus ojos bailan desesperados buscando una aparición que le explique los pensamientos que asaltan su mente; se lleva la mano al pecho dramáticamente, como si se ahogara.

Finalmente se levanta desganado y arrastra la silla al centro de la habitación, la acaricia como queriendo retrasar un suceso inevitable, y cuando ya no hay motivo para perder más tiempo se sube en ella, mientras la cuerda ya dispuesta pende desde lo alto silenciosa. La coloca alrededor de su cuello, listo para saltar al vacío.

Entonces cae el telón.

El público aplaude enardecido cuando las cortinas se abren y muestran a todo el elenco con el hombre de terno en medio dando su venia final.

Lo embarga una emoción sublime. Ese era su lugar, el de un hombre exitoso. No importaba el chantaje que le había devuelto un empleo: lo han ovacionado, lo han adorado.

Dentro de su camerino se desvistió, y desnudo observó nuevamente su reflejo. Veía a un hombre engrandecido. Todos salían ganando, pensó, la mujer del director nunca sabría de la infidelidad, y él era el triunfador al que su mujer no volvería a pisotear.

Y mientras se aplaudía a sí mismo, en otro lado de la ciudad una mujer de rizados cabellos rojos, se lanzaba desde un puente al río, buscando consuelo a su desgracia.

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Autor

  • Semanario El Búho

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