Cuento: “La canción del muerto”

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El presente cuento forma parte de la serie “Nuevos narradores arequipeños”, que coordina para El Búho, Willard Díaz.

Por: Emilio Bilbao Loayza

Entre gritos, resoplidos, puje señorita, puje, perlas de sudor formando galaxias en tu frente, vino tu hija al mundo. No fue como mamá y papá lo esperaron, menos tú, igual la tuviste entre tus brazos, recién salida del horno, te lo digo ahora, qué momento para más emotivo. Verla allí, pegada a la teta, inocente y pura, colorada e hinchada, tu hija le daba y le daba con el pezón, así dijeron los médicos: ‹‹mientras más lacte, más leche tendrás››. Por lo visto tu hija lo tuvo muy en claro y puso su parte con entrega devota, la pobre lactaba y lactaba ajena a todo, se diría que su única intención en este mundo era asegurar su alimento de ese esférico biberón de piel y carne. La amaste, es justo decirlo, te enamoraste de ella, que nadie pues se atreva a hacerle daño, bajo tu sombra protectora y tu celo de madre ella crecería, sería feliz, qué importaba si el pobre diablo de su padre ─que esto de padre es palabra solo referencial─ desapareciera de sus vidas ni bien se enterara de tus tres meses de atraso menstrual. No. Tu hija no necesitaría de tal cobarde, en todo caso, como dicen por allí, no es la primera ni la última de esas desdichadas criaturas que nacen con media familia, y se sabe de tantas que, aún bajo tan azarosa circunstancia han logrado grandes éxitos, vidas más plenas. La amaste, es bueno decirlo, te enamoraste de tu hija.

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Espero que tenga tus ojos, dijo el abuelo, supongo que se refería a esa mirada tuya cansada y soñadora de párpados levemente caídos y no a los ojos pardos que eran rasgo común en la familia. La abuela rezaba por que heredara tu sonrisa, y todos de acuerdo, ese gesto primoroso y tan particular que curvaba tus labios desplegando solo la hilera superior de tus marmóreos dientes en una actitud tal que no pocas veces te concedió bellos halagos. Ojalá que de su progenitor no herede nada, que de individuos así es mejor que la selección de las especies se encargue.

Y llegó el momento de partir a casa, no creerás que la clínica te va a tener allí hasta que tu nena tenga edad escolar. ¿Y ahora?, tus padres propusieron que te acondicionaras en tu misma habitación de soltera, ya con el tiempo puedes pasar a otro ambiente, añadieron. Pero no, ese cuarto era demasiado pequeño y tú no querías eso para tu hija. Me iré al piso de arriba, es más grande, decidiste. Pero hija, tú sabes lo que pasó allí, advirtió tu madre. Eso pasó hace tanto mamá, además ya está limpio y recién pintado, argumentaste.

¿Y qué pasó allí? Sería oportuno explicarlo. En ese piso de arriba se suicidó tres años atrás un muchacho muy peculiar, un muchacho enjuto y melancólico de ojos rojos, un muchacho que siempre cantaba una canción de tonada triste, una línea en particular: te voy a contar, que mi cielo es siempre gris. El disparo se oyó en toda la casa, su canción muda para siempre. Ese piso volvió a ser alquilado algunas veces, tres, pero nadie se quedó allí mucho tiempo, así son los inquilinos, vienen y se van, y ahora era tu turno.

¿No te incomoda que mi nieta viva en un piso donde ha habido un muerto?; mamá, muertos hay en todo lado, y los muertos, muertos están. Pero hija… Mamá, papá, tu voluntad era monolítica, sola me metí en este problema, al menos quiero sentir que ahora hago algo de mi vida y que puedo ser responsable por ella, a tu hija te referías, así te expresaste, así los convenciste, a regañadientes, y así te ayudaron a instalarte en ese piso. Muy cierto que muchos de los muebles y utensilios necesarios para recibir a la nena los compraron familiares y amigos cercanos; no hay que sentirse mal por ello, una mano bien dada supongo que siempre es una mano bien recibida, y tú lo entendiste así, tu promesa fue retribuir con tu trabajo todo ese apoyo sincero e incondicional que todos te supieron dar en el momento oportuno.

Y comenzó tu vida con Michelle Sofía. Tal como afirmaste, los muertos pues muertos están, que se haya destapado los sesos un muchacho allí no alteró, como es lógico, tu vida, menos la de tu hija, aquí no nos vengan con cuentos de fantasmas ni aparecidos que para crédulos e ingenuos son tales historias. Con cíclica recurrencia tu madre subía de sus elegantes ambientes del primer y segundo piso, a tus sobrios y modestos espacios del tercer piso. Pero no siempre se podía mantener estas fronteras que quisiste delimitar, no tenías una cocina y para toda ocasión en que necesitaras de ella pues tenías que bajar al feudo del piso inferior, siempre y cuando hubiera quien se quedara con la beba. Que no se te juzgue este leve conato de paranoia, es necesario ser padre o madre primeriza para entender tu singular proceder. No se dirá sin pecar de falaz que alguna vez dejaste siquiera un solo segundo a tu bebé sola en su habitación sin más cuidado que la rejilla de la cuna.

Pero este trajinar, aparte de ser estresante, era agotador, hay que ver lo que cansa cuidar a un neonato cuando le da el cólico de gases o se le escalda el potito, o tan solo el hecho del eterno aguaitar un llanto o queja por mínima que sea. Haré bien en decir que asumías con hidalguía esa responsabilidad, hasta que te enteraste de cómo la tecnología podía aliviar tus males: el radio transmisor inalámbrico o baby talk, si es que a nadie le molesta el anglicismo.

Este eficaz y oportuno aparato no era nada más que un micrófono con innecesaria forma de payaso por un lado, y un parlante, con otra más innecesaria forma de otro payaso, por el otro extremo. Se le dejaba encendido al lado de la nena mientras dormía plácidamente y tú podías moverte con libertad en tu reino sin temor de no escucharla, total, para eso llevabas el parlante colgado a la cintura. Bendita ciencia que nos traes bienestar, qué puede salir mal si todo se usa con corrección y cautela.

Te compraron el aparato, sin ceremonia de ningún tipo, lo probaste en casa, tú en el piso de arriba, mamá en el de abajo, ¿me escuchas?, si es así da golpes con la escoba en el techo, pum, pum, el transmisor funcionaba, bienvenida pues libertad, no en paquete completo pero sí un respetable avance.

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Por buen tiempo aprovechaste al máximo permisible tal adminículo, al menor sonido, el menor gimoteo, estabas allí al lado de tu pequeña princesa.

Y llegó un sábado de esos, la familia tenía un compromiso, papá y mamá irían a un matrimonio, no importa de quién, tu hermano de viaje y ni hablar del padre de tu nena, que de él no se sabe nada, por qué no fue él quien se metió el plomazo. En tres palabras, te dejaron sola, ¿podrás aguantar un par de horas?, tus padres prometieron volver pronto; sí, no se preocupen, vayan tranquilos. Y se fueron, tras el sonido del cerrojo solo te quedó el silencio de una casa de tres pisos y un recuerdo de un incidente que sucediera allí en la tercera planta hace tanto tiempo. Vaya tontera aquella, pero esta vez te recorrió el espinazo un escalofrío cuando entraste al cuarto de tu niña. Decidiste que un buen mate caliente alejaría cualquier idea maligna de esas que aparecen siempre de noche bajo el manto de la soledad y la complicidad del silencio. Prendiste el payaso micrófono y presurosa bajaste a la cocina, allí estaba el otro parlante, sería ésta la primera vez que tu bebé quedaría bajo el cuidado de su propio sueño, qué podría salir mal en seis segundos que te alejarías de ella.

Y entraste a la cocina, casi a trompicones. Te acercaste al payaso, que no haya despertado mi hija, que no haya despertado. Prendiste el equipo, solo han sido seis segundos, te calmaste. Le diste todo el volumen, ni una mosca quedaría impune con su vuelo. Pegaste la oreja al aparato esperando escuchar solo el mullido silencio. Pero lo que salió de la boca del payaso fue una voz estentórea, como si una piedra pudiera hablar, como si un viejo nosferatu entonara una canción, y reconociste el estribillo: “te voy a contar / que mi cielo es siempre gris”.

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Autor

  • Semanario El Búho

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