Alicia Maguiña, la artista puente que el Perú necesitaba

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El libro que ustedes, lectoras y lectores, tienen ante sus ojos ha sido pensado, escrito y presentado por una puerta de entrada de privilegio: la libertad de Alicia Maguiña (AM) para desprender de su vida y su memoria las confidencias que nos ofrece ligándolas con los cantos, su modo de llamar a la unidad de los versos y su música. Se trata de un escenario por el que desfilan breves líneas autobiográficas, recopilaciones, referencias precisas y versiones varias de un mismo canto, fotos que cuentan sus propias historias, teoría, práctica y lecciones preciosas para bailar de la marinera limeña, o una chonguinada jaujina, procesos de investigación para fundar sus opiniones con la autoridad académica debida. Figura también con luz propia una antología de cantos ajenos que la conmovieron y conmueven invitándonos a disfrutar de su belleza.

Nacida en Lima, hija de padre chalaco, madre arequipeña, con abuelos y abuelas de Ancash y Arequipa, creció en Ica, cuyos recuerdos “están bajo el sol ardiente del desierto que llevo fijados en mi con sus arenas, médanos, dunas, huarangos y espinos y con sus casonas  de perfumados huertos de pacaes, dátiles, mangos, uvas, cerezos y ciruelos” (p. 15).

No conoció la estrechez pero sí la frugalidad de su hogar y la abundancia de las casas haciendas de sus amigas de la escuela y el colegio. También su buen gusto. En ese oasis de buen vivir, en el despertar de su adolescencia fue cautivada por dos encantos: el primero fue oír el vals Todos vuelven de César Miró, en la voz de Jesús Vásquez, nuestra reina y señora de la canción criolla. Es un vals en el que se reúnen la palabra poética cuya melodía se enriquece con la música y la voz profunda y transparente de una cantante maravillosa.

El segundo fue oír a Feliciana, una joven doméstica chalhuanquina, apurimeña desarraigada en Ica, cantando en quechua, con voz hermosa y sentida unos versos que AM no entendió pero intuyó que expresaban algo muy profundo. Cuando la voz y las lágrimas se juntan producen una sinceridad capaz de conmover a los cielos. El paso siguiente luego de ser  habitada por ambos encantos fue muy simple, acercarse a esos mundos nuevos a partir de los sentimientos, no de la razón y sus palabras, sin tener idea alguna del norte hacia el que ese camino la llevaría.  

Fueron suficientes para convertir a Alicia Maguiña en una gran artista, en proceso de ser peruana por primera vez; sus lindos ojos, uvas grandes queriendo salir a recorrer el espacio, su gracia, su porte-no arrogancia, su buen vestir, su voz y talento para crear versos y música, su respeto por todo lo que encanta que es la magia nuestra tan andina, tan amazónica, tan costeña, tan peruana,

Antes de los 15 años, Alicia Maguiña empezó a descubrir y guardar para sí la alegría del canto, las danzas, y costumbres en la campiña de Ica. Sus ojos estaban ya preparados para disfrutar de la cosecha del algodón; una simple tarea del trabajo en las haciendas que esconden secretos de amores, placeres y fiestas que ayudan a vivir. 

De allí nació su tondero La apañadora: “… Cuando llega la cosecha/ con multicolor pollera/ y con sombrero de paja/ sale ya la apañadora/ a apañar el algodón/ ay, a apañar el algodón. Los cholos con pecho al aire/ tostaditos por el sol/ le dicen: ay, Asunción/ vente a apañar a mi lado/ pero en caballo de paso/ llegó el apuesto patrón/y se fue con Asunción/ y se fue en su Pegaso/ y se fue con Asunción/ a apañar el algodón/ a apañar el algodón”. Sin que entonces Alicia Maguiña lo supiese, en tiempos coloniales los hacendados en Puno se llevaban a las mozas en la célebre danza del Qaqelo, como a las apañadoras de Ica.

La lógica seguida por AM parece haber sido: un encanto-camino, un aprendizaje, una identificación-amor, composiciones, e interpretaciones en diversos escenarios. En Ica, Lima, Jauja, Zapallanga, Huancayo,  Huamanga, Trujillo, Piura, Buenos Aires, Madrid. Como a José María Arguedas, solo le faltó la selva porque el tiempo de la Amazonía y de la costa indígena aparecieron en el escenario peruano después de la rebelión de Bagua en 2008 y 2009, y luego de la identificación de los pueblos costeños con la riqueza milenaria de moches, tallanes, chimúes, nascas y paracas, en esos extraordinarios puntos de encuentro y reencuentro que son los hermosos museos de Sipán, Sicán, Cao, Cahuachi.  

Su identificación con Lima partió de la tradición colonial del Señor de los milagros, la marinera y cultura afro peruana, importantísima en la música criolla. Dos ejemplos mayores son su vals Lima de octubre, de 1955 (“Una mano morena/ teniendo un adobe por lienzo/ trazó con pincel de azucena/ la estampa del Señor”), y Negra quiero ser, de 1959, marinera limeña de término, con doble término, resbalosa y fuga, en honor a A Manuel Quintana “El Canario Negro” (“La noche es morena y bella… negra quiero ser/ color del carbón, color del carbón… lo oscuro tiene su encanto / color del carbón, color del carbón… lo oscuro tiene su encanto/”.

Como parte de su carrera artística en cada viaje descubrió siempre  un nuevo amor por el Perú. En el valle del Mantaro, Jauja Huancayo y Zapallanga, quedó encantada con los waynos, qashwas, mulizas, waylarsh, santiago, chonguinada; y sus orquestas y bandas, coreografía, gastronomía y bellísimos vestidos. Trujillo y Piura fueron y son otros amores de AM, con la fuerza de sus marineras, tonderos, valses, pasillos, tristes y vidalitas.

Unir los fragmentos andino y costeño limeño del Perú a través de sus cantos fue la tarea que ella asumió con alegría y felicidad. Su frase “Yo siempre aposté por lo peruano que fue mi más grande sueño” (p. 43) me parece una confesión sincera y cierta porque lo peruano no se confunde con un fragmento andino o costeño o amazónico exclusivamente. Esta manera de ver el país era la novedad de su tiempo, en el horizonte dejado por Mariátegui y Arguedas. Alicia Maguiña, Manuel Acosta Ojeda y Carlos Hayre, asumieron ese compromiso desde la música y composición de canciones que forman parte de nuestra historia.

No hay encanto sin respeto, sin admiración e identificación. Desde sus propias experiencias Arguedas y AM compartieron una misma aproximación ante los fragmentos del Perú: aprender, respetar, defender la creación artística sin ningún interés en modernizar, estilizar, desindigenizar, mejorar o embellecer lo indígena o lo popular. Se trata de verbos que reproducen el viejo espíritu colonial remozado con el neoliberalismo de hoy que no acepta lo diferente como es, sino como una mala copia, como una caricatura para que así moleste menos a quienes quieren que el Perú sea como Suiza[1]. Falta mucho aún para reconocernos como estado multinacional, con lenguas, culturas, naciones, sangres y patrias, que forman nuestra mayor riqueza, pero ese es el horizonte.

El talento artístico brilló desde Inocente amor, su primer vals y primera composición, cuando ella tenía solo 16 años. Aprendí a cantar ese vals en Ica, en 1958, cuando era yo un estudiante puquiano en la Gran Unidad Escolar San Luis Gonzaga de Ica. “Un dulce despertar/ un nuevo amanecer/ ya tengo a quien amar/ ya tengo a quien querer/…Cada vez que tus ojos, sí/ se encuentran con los míos, yo/ siento que me sonrojo, sí/ siento intenso frío. / Mis mejillas al colorear/ con ese carmín de rubor/ te podrán demostrar/ este inocente amor”.

Después, compuso marineras, tonderos, waynos, mulizas, valses, mostrando una vena creadora de largo aliento, con las palabras cuidadosamente escogidas por su melodía propia, enriquecida con la música escogida y trabajada con el mayor rigor. Son constantes en sus versos la descripción poética de los paisajes, la gratitud con los artistas populares de quienes tomó sus mejores lecciones; y los sentimientos sencilla y tiernamente expresados.

Me parece pertinente señalar dos momentos claramente distintos en las composiciones de AM. En su vals Indio (1963) se expresa la identificación con el indio, desde fuera, desde su condición de iqueña-limeña que se aproxima respetuosamente al mundo andino, sin conocerlo aún, pero sintiéndolo ya: “La luz se hizo sombra/ y nació el indio,/ la puna se hizo hombre/ y nació el indio./ Prisionero en tu suelo,/ indio cautivo,/ sin luz en la mirada,/ indio sombrío…”.

Once años después, en su vals Wiñaytam kawsanki José María (eternamente vivirás), Alicia Maguiña ya no escribe desde fuera sino partiendo de la magia andina. “Mamay doña Caytana/ te espera a orillas del río/ despertarás en sus brazos abrigado en su cariño/ El tayta Felipe Maywa/ hará morir a la muerte/ y al pie de los maizales/ vivirás eternamente./ Ya no estará la madrastra/ ya no temblarás de frío/ ya las penas se acabaron/ todas te las has sufrido/ ya las penas se acabaron/ todas te las has sufrido”.

 AM es una artista plena con una estética múltiple y heterogénea. A su talento en la música y composición se unen su firme convicción de buscar y hallar guitarristas, músicos, orquestas o bandas que la acompañen. Cuentan además, decisivamente, el repertorio para sus discos, conciertos y presentaciones en teatros, coliseos y comunidades andinas y costeñas, su gusto personal por el vestuario, y su dominio del escenario a partir de ella y su traje-estampa, que es como una segunda voz que enriquece y hace brillar a la primera, cantando valses, marineras, waynos, chonguinadas o mulizas[2]. Su traje-estampa, su peinado o sombrero relucientes, provocan admiración, adhesión y respeto.

Viéndola actuar en el Teatro Municipal cantando waynos y mulizas, tuve la extraña sensación de ver a una artista flamenca cantando y zapateando en quechua. Se trata, simplemente, de la universalidad del arte, escondida debajo de voces y polleras aparentemente lejanas;, no por gusto hay mucho de común en el zapateo enérgico y fino, en el flamenco y en el wayno, también en la marinera. El zapateo fino y suave de Alicia es el mismo de las señoras mayores en los ayllus de provincias ayacuchanas, particularmente en Lucanas y Puquio.     

Tuvo AM el coraje de navegar río arriba, desde que era una wawa, de vivir como quería, oyendo solo a su corazón. Pudo más que las prohibiciones de sus padres y se mantuvo firme en encontrar belleza “en el canto de la servidumbre”; negra quiso ser, lo fue, y se casó con Carlos Hayre. Volvió los ojos y el corazón hacia los Andes sin dejar su querencia limeña. No tuvo vergüenza alguna de cantar en coliseos y comunidades andinas. Al hacerlo, mostró su respeto a las culturas nuestras y a todo lo popular. La respuesta fue muy sencilla: la declararon hija predilecta por donde pasó, y fue Colla de la Virgen del Carmen en Cocharcas, Valle del Mantaro. Precioso honor.

Cierro este texto, expresando mi gratitud a Alicia Maguiña por su contribución decisiva para abrir el camino de lo peruano sin renunciar a lo limeño. Lo limeño es solo un fragmento que no puede confundirse con el Perú. 

Por Rodrigo Montoya Rojas, profesor emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos


[1] Alicia Maguiña  escribe: “Aunque ya con anterioridad José María Arguedas y su obra habían llegado a mí para completar el mundo serrano; que yo también conocí y conozco, entendí y entiendo; tanto al leerlo como al estar en la sierra se me movilizó todo lo visto y oído en Ica. Fortalecida por esas vivencias, con porfía y a contracorriente, sin pretender desde Lima “embellecer” lo bello, sin “desindigenizar” lo indio que todavía conserva el wayno ya mestizo, desde la visión de Arguedas64 y la mía, y el amor y respeto al “otro”. No traté de arrasar sino de hacer oír, tomándome el tiempo necesario para entender, para valorar y cuidar de no perjudicar ni alterar lo andino. No lo hice por novelería  como muchos ahora, sino para reconocernos” (p. 205).

Me parece respetable  la posición  de AM sobre la ausencia de la política en su trabajo. “Mis canciones no tienen que ver con la política pero sí con mi razonamiento. Tengo mentalidad crítica y libre. Nunca me subordiné al poder ni al dinero. Me salí de la horma. Tengo opinión. Tengo una posición en el mundo” (pp. 172-173)

[2]  AM agradece a su madre y a muchas personas, modistas y peinadoras por su contribución, logrando así todo un despliegue de estética y arte. Entre el temperamento, la postura, la actitud, el repertorio, la palabra, el movimiento de la falda, la mano, los brazos, los pies y la interpretación vocal en el escenario que me tocara. Con un soporte musical de primera, sin necesidad de contar chistes ni correr, ni gritar, sin cuerpo de baile, ni coro; todos los ojos y los oídos puestos en mí. ¡Qué gratificante! (p.26).

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  • Semanario El Búho

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