Morir de Covid y vivir para contarlo

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Hasta la desesperación requiere un cierto orden. Si pongo un número contra un muro y lo ametrallo, soy un individuo responsable. Le he quitado un elemento peligroso a la realidad. No me queda entonces sino asumir lo que queda: el mundo con un número menos.

Blanca Varela (poeta peruana)

Durante la cuarentena en Francia, tuve como muchos la costumbre de esperar cada día el anuncio de la cifra de contagiados. No sé exactamente qué es lo que esperaba. Quizás secreta e inocentemente creía que un miércoles cualquiera dirían que había 0 contagios y 0 muertes y que todo había sido solamente un mal sueño. Las cifras son cifras. No representan ningún ser humano. No tienen rostro, ni nombre ni historia; y no hay llantos ni dramas. Las cifras son frías, son tranquilizantes o angustiantes. Según. Pero son solo eso : cifras.

Pero esas cifras, esos inofensivos números, un buen día, un 16 de julio para ser más precisos, se calzaron el rostro familiar de mi padre, se apropiaron su nombre, su risa, su alegría y sus últimos días. El día que me dijeron que mi papá tenía Covid hubo 45 599 casos en India, 65 339 en Brasil, 4 463 en Perú, y todos y cada uno se llamaban Jesús Martínez Cateriano. Todos habían nacido en Majes en 1932. Todos habían estudiado educación y enseñaban inglés. Y todos y todas eran el mismo. Eran mi padre.
Todos tenían el gusto de la buena comida. Les fascinaba el chifa, el chupe de camarones y preparaban la mejor sopa de ajíes rellenos. A todos les encantaba leer y leer recetas y cocinar y cocinar y hacer probar a sus comensales directo de la olla. Así como al Jesús, mi padre.

De pronto en cada uno de esos números estaba la imagen de las tardes enteras en que mi padre se encerraba a concebir sus manuales de inglés que se vendían como pan caliente luego en todos los colegios habidos y por haber en el sur del Perú y balnearios. Las cifras de la pandemia eran también iguales a los miles de exámenes que mi padre corrigió en su vida de profesor. Cuánto odiaba corregir exámenes. Cuánto odio yo también hacer lo mismo. Hay cosas que no se hurtan y que se heredan. Igual debió haber sido seguro un muy buen maestro. Uno de esos que hacía siempre reír a sus alumnos y que entendió que a través de la risa también se podía transmitir.

Mi padre como los números era pragmático y muy concreto. Igual que los miles de estadounidenses que dieron positivo ese día. Si un problema tenía solución, entonces ya no se preocupaban, y si no lo tenía tampoco se preocupaban. Para qué. Las cifras son cínicas y mi padre también lo fue. Así son seguro esos dos únicos casos positivos del 22 de julio en Mongolia. Así como él escondían sus errores y nunca jamás aceptaban que se habían
equivocado. Me hacía rabiar. Nos hacía rabiar a mis hermanas, a mi madre y a mí. Porque mi padre obviamente no era perfecto. Y aunque mi memoria quiera idealizarlo, sé que también tenía muchos decimales. Defectos le sobraban como a mí, como a ti, como a todos. Pero no eran lo que lo definía.

A veces las cifras también mienten, como las de México o Rusia que el 16 de julio indicaban 6 859 y 5 862 respectivamente cuando es probable que fueran muchas más. Oí a alguien decir que eran como mentiras piadosas. Y otra vez las cifras me hicieron recordar a mi padre. Las mentiritas de
juego que decía mi papá para reírse después cuando su treta era descubierta. Pero no había malicia. No como en las cifras que quieren ocultar tragedias.

El 16 de julio también me di con la sorpresa que los 13 150 casos de Covid en Sudáfrica tenían la habilidad de hacer hablar hasta las piedras. Porque así era mi papá. Era el rey del « small talk ». Hablaba con todas las caseras del mercado. Sabía hacerse amigos y amigas en cualquier lugar. Los viajes en carro a Camaná no duraban tres horas sino seis, porque en el camino se detenía a hablar con todos los quiosqueros y a probar todas las sandías y sánguches posibles.

muerte por covid

El 16 de julio, en Corea del Sur hubo 63 casos, en Francia 998 y en Italia 280. Todas esas personas llevaban lentes como mi papá. Hablaban con nostalgia de una infancia dorada en medio del campo. Recordaban a su madre con cariño. Disfrutaban del sol tempranero en la mañanita, rememoraban las
fechorías de los pájaros fruteros, cantaban canciones con la letra errada.
Los 5 782 argentinos que fueron positivos el 16 de julio eran ligeros como el corazón de mi padre. Mi padre no tuvo deudas ni materiales ni afectivas. No fue cariñoso o lo fue a su manera. Quizás intuía lo difícil que sería esta matemática para nosotros y optó desde siempre por el desapego. Por el
amor desinteresado pero práctico.

Seis días después mi padre murió. Murió de Covid. El 22 de julio mi padre murió de Covid. Ese día también murieron otras 7 086 personas. Todos eran
mi padre. Ninguno tuvo la culpa. Ni mi padre ni aquellos que fueron al mercado o tomaron el bus o fueron al banco. Ninguno tampoco tuvo una muerte digna. Una muerte digna es cuando un ser querido te sostiene la mano. Y cuando con esa confianza vas soltando los amarres para no sé cuál
transición. Para convertirte en ave, en nube, en piedra o en nada. Pero ese día no estuvo mi mano en su mano ni la de mis hermanas ni la de mi madre. Mis otros 7 086 padres probablemente tuvieran en frente mascarillas piadosas y aparatos mecánicos ultrasofisticados y mucha buena voluntad y respeto de las doctoras y enfermeros. Pero fueron muertes anónimas y ese anonimato socavó su dignidad.

El 22 de julio mi padre murió de Covid. De Covid19. Y para ser sincero no maldigo ni esa cifra ni la del 2020. Maldigo más bien los miles de millones que no se invirtieron en proteger nuestra salud. Maldigo los miles de millones que se fueron y se siguen yendo por las cloacas de la corrupción. Esas son las cifras que odio. Los guarismos del egoísmo. Los números falsos de la promesa neoliberal de un mejor futuro individual que cada uno debiera forjarse. Esos números falsos me arrancaron esa muerte digna que se merecía mi padre.

El 22 de julio mi padre murió y se convirtió en otra cifra más. O, en realidad, fue más que una cifra. Más que una cifra, porque esa cifra era mi padre. Mi padre, no una cifra. Mi-pa-dre.

El 22 de julio se murió mi padre de Covid. Se murió mi padre. Pero aquí estoy yo para recordarlo. Pero aquí estoy yo aún vivo para contarlo. Mi padre, no una cifra. Mi-pa-dre.

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