¿Por qué Fratelli Tutti la última encíclica del Papa provocó que Ian Vásquez, vocero del Instituto Cato, un “think tank” norteamericano dedicado a hacer lobby en favor de políticas neoliberales, la calificara de “dogmática y sumamente ideológica”? Aparentemente, fue porque en el parágrafo 168 Francisco dice que “el mercado solo no resuelve todo, aunque otra vez nos quieran hacer creer este dogma de fe neoliberal” y porque “no existe semejante sección [en la carta encíclica] dedicada al socialismo”. Sin embargo, el documento papal no se reduce a un alegato ético contra las leyes ciegas del mercado y un llamado sentimental a la caridad, como pretenden sus críticos; sino que es un crítico repaso a los males que afectan a los más vulnerables y a las políticas que deciden los poderosos al respecto.
La carta parte de un crudo diagnóstico de la situación actual: “la pandemia del covid-19 dejó al descubierto nuestras falsas seguridades” para juzgar la situación a partir de la parábola del buen samaritano. Y luego proponer cómo hacer realidad el llamado a la fraternidad del Evangelio, en un “humilde aporte a la reflexión”; y no para “pontificar sobre el estado del mundo”, como ha escrito un apresurado Vásquez. Es una reafirmación de la tradición de la Iglesia y, en particular, de su propio magisterio en cuanto a la apertura frente al no cristiano. De entrada, pone como ejemplo a San Francisco y la visita que le hizo a un sultán musulmán en Egipto; y su propio encuentro con el Gran Imán Ahmad Al-Tayyeb en Abu Dhabi en febrero del 2019. Tema candente para Europa y Estados Unidos, aunque eso no se aprecie aquí.
Me pregunté si una carta del Papa que aborda en un capítulo especial la praxis política, pueda tener eco entre nuestros políticos; y mi respuesta, un poco ingenua, es que sí, ya que tenemos un partido que mantiene el nombre de Cristiano; y cuyo programa se dice orientado por la doctrina social de la Iglesia; hay otro que tiene como líder a un Pastor evangélico; y un Frente cuyos militantes son lectores asiduos del Antiguo Testamento; para no contar los millones de cristianos que somos electores. Aunque estaremos de acuerdo con Francisco cuando dice que “una persona de fe puede no ser fiel a todo lo que esa misma fe reclama”. (74)
Acierta el Papa cuando dice que “para muchos la política hoy es una mala palabra, y no se puede ignorar que detrás de este hecho están a menudo los errores, la corrupción, la ineficiencia de algunos políticos” y se pregunta ¿puede funcionar el mundo sin política? Su respuesta es clara: una sana política es necesaria, pero advierte que “la política no debe someterse a la economía y esta no debe someterse a los dictámenes y al paradigma eficientista de la tecnocracia” (177).
La razón está en que “la especulación financiera con la ganancia fácil como fin fundamental sigue causando estragos”; pues ya, “la fragilidad de los sistemas mundiales frente a las pandemias ha evidenciado que no todo se resuelve con la libertad de mercado” (168). Comprobación que han vivido amargamente todas las víctimas de las alzas de precios del oxígeno, los medicamentos, y servicios de salud de clínicas privadas.
Entrando en materia, el Papa afirma que la caridad “es mucho más que [un] sentimentalismo subjetivo, si es que está unida al compromiso con la verdad, de manera que no sea presa fácil de las emociones y las opiniones contingentes de los sujetos” (184). Y pasa a explicar cómo “un individuo puede ayudar a una persona necesitada, pero cuando se une a otros para generar procesos sociales de fraternidad y de justicia para todos, entra en el campo de la más amplia caridad, la caridad política» (180). Un concepto que ya había acuñado Pío XI en un discurso que dio a los universitarios italianos en 1927; y que ratificó cuatro años después en su encíclica Quadragésimo Anno.
Y para que no quede duda, explica cómo la caridad se convierte en política. “Si alguien ayuda a un anciano a cruzar un río, y eso es caridad, el político le construye un puente, y eso también es caridad. Si alguien ayuda a otro con comida, el político crea una fuente de trabajo, y ejercita un modo altísimo de la caridad que ennoblece su acción política” (186).
Advierte que hoy “es frecuente acusar de populistas a todos los que defiendan los derechos de los más débiles de la sociedad” (163); pero también, que hay un insano populismo “cuando se convierte en la habilidad de alguien para cautivar en orden a instrumentalizar políticamente la cultura del pueblo, con cualquier signo ideológico, al servicio de su proyecto personal y de su perpetuación en el poder” (159). ¿Se darán por aludidos aquellos que creen que han sido llamados por Dios a ser presidentes de la República?
Es muy crítico de “la propaganda política, los medios y los constructores de opinión pública [que] persisten en fomentar una cultura individualista e ingenua ante los intereses económicos desenfrenados” (166) y apuesta, en cambio por una “buena política [que] busca caminos de construcción de comunidades en los distintos niveles de la vida social, en orden a reequilibrar y reorientar la globalización para evitar sus efectos disgregantes.” (182)
Merece citar lo que considera son los desafíos de un político del siglo XXI. “El político es un hacedor, un constructor con grandes objetivos, con mirada amplia, realista y pragmática, aún más allá de su propio país. Las mayores angustias de un político no deberían ser las causadas por una caída en las encuestas [¡qué directo!], sino por no resolver efectivamente el fenómeno de la exclusión social y económica, con sus tristes consecuencias de trata de seres humanos, comercio de órganos y tejidos humanos, explotación sexual de niños y niñas, trabajo esclavo, incluyendo la prostitución, tráfico de drogas y de armas, terrorismo y crimen internacional organizado” (188), como ya lo dijo ante la Asamblea de Naciones Unidas hace cinco años.
Y los ciudadanos de a pie, ¿cómo podemos juzgar si una política social responde a esa “caridad política”? Advierte que «no se puede abordar el escándalo de la pobreza promoviendo estrategias de contención que únicamente tranquilicen y conviertan a los pobres en seres domesticados e inofensivos. Qué triste ver cuando detrás de supuestas obras altruistas, se reduce al otro a la pasividad» (187)
Dice que la caridad política se expresa en gestos de apertura y que aquel “a quien le toca gobernar, está llamado a renuncias”; para propiciar un encuentro donde todos tengan lugar, pues la política, a diferencia de las negociaciones económicas, “es un intercambio de ofrendas en favor del bien común” (190). Aunque reconoce que puede parecer una utopía ingenua, pero que no parece tan lejana en los regímenes políticos parlamentarios; donde la negociación política no es una mala palabra, como en el Perú se cree, desde los tiempos del fujimorismo. Aunque, eso sí, todos los políticos se han empachado con la palabra “diálogo”, como en otras épocas, con “concertación”.
Y ahora que ya estamos en desenfrenada carrera electoral, Francisco recuerda que “la política es más noble que la apariencia; que el marketing, que distintas formas de maquillaje mediático” y que, más importante que un político se pregunte “¿cuántos me aprobaron, cuántos me votaron?” será, “¿en qué hice avanzar al pueblo qué fuerzas positivas desaté, cuánta paz social sembré?” (197)
Hay sentimientos y pensamientos ocultos de los más débiles; “los últimos” que ni las ciencias ni las encuestas captan o registran, menos los políticos y periodistas criollos. La composición del actual Congreso es fruto de esas corrientes ocultas. ¿Cuál será la sorpresa que nos depare abril?
(Publicado en Noticias Ser)
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