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El Sistema, crónica ganadora del IX Concurso Literario “El Búho”

Bajo el seudónimo de Federico Abril, Héctor Tintaya Feria obtuvo el primer lugar en la categoría Crónica del concurso literario que promueve esta casa. Aquí el texto

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autor crónica Héctor Tintaya

Héctor Tintaya Feria es periodista de Radio Yaraví, en Arequipa. Antes, trabajó en el diario Pro y Contra de Iquitos. Estudió Periodismo en la Universidad Nacional de San Agustín y también cursó estudios en el Instituto Pedagógico de Arequipa. Ejerce el periodismo radial con pasión, pero siempre fue aficionado a la literatura. Su crónica sobre una muerte cercana ocasionada por la pandemia en Arequipa, contando como enemigo al propio sistema de Salud, obtuvo la mayor calificación por parte del jurado integrado por Marcela Turati, Eloy Jáuregui y Jorge Álvarez.

Crónica: El Sistema

Lo más probable es que Raúl trajo consigo el virus que seis días después mató a su padre Sabino. Es casi imposible determinarlo ahora que la familia se quedó partida. Algunos acusando al hijo menor por matar al padre y otros consolados con que los 71 años pesaron cuando el virus sin permiso irrumpió en sus pulmones y se lo llevó en menos de una semana esperando una cama en EsSalud. Como fuese, Raúl no ha podido encontrar paz entre los suyos y no quiere recordar esos momentos cuando le pregunto para un homenaje que intentaba hacerle a las víctimas anónimas de la pandemia; tal vez porque en el fondo sabe que lo que dicen de él sea cierto y exponerlo en público podría desatar aún más los rencores antiguos que existen entre sus 7 hermanos. Así como él, miles llevan sus culpas en secreto.

“No podía esperar que me echen del trabajo”, dice al intentar explicar que el contagio lo adquirió al regresar a laborar, luego de dos meses de para. La Municipalidad Provincial, donde es alto funcionario, lo había conminado para que retorne al sector de cobranzas donde hacía faltan decisiones para ejecutar lo aplazado. La comuna necesitaba dinero pues la recaudación había bajado tanto que peligraban los sueldos de los trabajadores. Al revisar las edades de los que estaban confinados se dieron cuenta que sus 46 años y su estado  atlético no justificaba continuar encerrado; así que le dieron el ultimátum y a él no le quedó otra.

Era el inicio del primer pico de contagio a mediados de julio. Semanas atrás ya había empezado el internamiento obligatorio y como aún no habían explosionado los casos vertiginosamente pensó que la situación difícil había pasado. De mañana acudía al municipio se entrevistaba con algunos obreros. Procuraba distancias, usaba doble mascarilla y dos envases en gel y líquido de alcohol que llevaba en sus bolsillos. Visitaba algunos mercados donde se venían implementando protocolos; en esa rutina que le había impuesto su sistema de trabajo, donde no escapaba la posibilidad de tocar cientos de papeles de registros.

Presume que en esos trámites adquirió el virus que llevó a su casa donde vivía con sus padres. “No quiero que publiques esa historia porque no queremos que nadie se entere que Sabino murió”, me señaló su hermano Samuel. Por algún motivo que ronda con la vergüenza y el desconocimiento sobre las circunstancias mundiales, aún ahora hay muchas familias que se resisten a reconocer que sus familiares murieron de coronavirus. Como si hubiera estado proscrita esa palabra para los que perdieron algo durante la pandemia.

De esos casos encontré varios. Por ejemplo una familia que perdió a tres hermanos en pocas semanas. Cómo si se tratase de un listado para morir por consecuencia de la depresión y la tristeza: dos en Arequipa y otro en Brasil. Algunos de sus hijos y sobrinos en medio de su dolor intentaron dar sus testimonios a manera de consuelo, pero cuando ya había previamente discutido los detalles técnicos de la grabación, nunca volvían a responder. Sólo unos mensajes semanas después: “disculpe mis otros primos no quieren dar a conocer la muerte de su padre. Yo sí pero ellos creen que los van a culpar”, decía al otro lado del wathsapp.

Como normalmente sucede cuando acecha la muerte, más aún en medio de la pandemia, la historia de los muertos tiene un sentido reivindicador; pero cuando el número, por abrumador, y las condiciones prohíben los epitafios, los funerales y entierros pasan desapercibidos. Si alguien no cuenta las historias como lo hacían antes los diarios o las campanas de las iglesias, corremos el riesgo que en algún momento se nieguen los muertos, la redes sociales cambien las causas o los traspapelen todo, pensaba mientras buscaba historias y sucedió lo de Hugo.

La mañana del 12 de julio a través del grupo virtual leímos: “compañeros nuestro amigo se ha ido”. Dejaron de sonar las campanillas de ingreso de textos y ese silencio se apoderó de los corazones de quienes conocíamos al periodista de 62 años. Alguien programó inconscientemente la computadora de cabina y presumieron que, cómo yo había conocido menos a Hugo, fuese el que elabore el epitafio radial. “La radio tiene que seguir funcionando y además la gente va querer saber por qué nos fuimos del aire, así es esto” me escribió Rosario con un emoticón amarillo desbordando un chorro de lágrimas. Quince días antes, mientras locutaba en su micrófono como hace 27 años, le llegó un mensaje a Hugo al whatsapp con las imágenes de un incendio en Miraflores.

Eran las 5:30 de la mañana y como ya las restricciones se habían impuesto, en la radio no había reporteros. Decidió ir porque le encantaba narrar en la calle. Aunque la cabina no era de su desagrado, vivía el reporte como si fuese un adolescente. Llegó en su motocicleta roja Yamaha, con mucha vehemencia, a un incendio donde había presuntas responsabilidades de la envidia y venganza de los vecinos con una recicladora. Un tema de corte social que aprovechó Hugo porque le gustaban los temas que reivindicaban la lucha de los pobres.

En esa vorágine fue bañado por la motobomba de los bomberos, esa situación desató una neumonía que dos días después lo llevó a la cama; en una semana, a estar grave y en diez días a fallecer. Cuando comprobaron que además se trataba del coronavirus, que en esa alianza mortal con la neumonía produjeron la mayoría de muertos en la temporada de invierno, le atribuimos una responsabilidad a las pruebas que previamente le salieron negativas.

Una vez más, para él tampoco encontramos cama en EsSalud, el sistema había colapsado semanas atrás y lo único que quedaba era esperar en los pasillos para que alguien que estaba en Cuidados Intensivos muera y deje su lugar. De cada 10 internos en UCI sólo 8 salían con vida. Por eso, cuando por fin Hugo obtuvo una cama sabíamos que estaba condenado; una mañana del 13 de julio, en el horario en que normalmente reportaba la corrupción o la muerte, tuvimos que anunciar la suya.

Eran días incontrolables. Las autoridades habían desaparecido, se empezaron a reportar muertos abandonados en las calles, las fotografías y videos alcanzados a las plataformas informativas se asemejaban a cuadros que ya habíamos visto en otros países; era obvio que estábamos abandonados y a merced del virus. La gente apelaba a las hierbas tradicionales y a la desinformación de las redes, ni siquiera podía rezar porque las iglesias estaban abandonadas y con los hospitales abarrotados y el oxígeno medicinal impagable mucha gente prefería esperar su destino en casa. A pesar que había confinamiento obligatorio en agosto, Julio Huallpa decidió reincorporarse al hospital de EsSalud del distrito de Yanahuara. Semanas después que falleciera, su hija Patricia me contó que ella le rogó hasta el último que no lo hiciera.

La busqué porque protagonizó un video que hizo llorar a todas las enfermeras y médicos del hospital. Aún con el cuerpo de su padre en trámite para ponerlo en una bolsa negra de plástico y cremarlo, ella acudió al patio del nosocomio; gritando entre lágrimas e impotencia apuntaba con su dedo índice derecho a todos: “lo dejaron morir como a un perro”. Julio era trabajador de limpieza y hasta ese entonces para los registros de los que fallecían por el Covid 19 en el sistema médico parecía que ellos no existían. “Mi padre dio todo por su institución, pero lo dejaron morir; por eso les digo que cuando ustedes caigan los van a tratar igual”, gritaba mientras lloraba y sostenía una foto en su pecho de cuando era dirigente de fútbol.

Ella quería grabar porque su familia no tenía que sentir vergüenza porque además muchos lo conocían por su honestidad y entrega a su trabajo; y que si algo debía hacerse es contar su historia para que no se repita su caso. “Él fue mi héroe y se fue en el lugar que tanto amaba. Se fue también ayudando a otros a salvarse, no había alternativa a mi padre no le quedaba otra” me dijo. En el camino de los más de 2200 que perdieron la batalla, han quedado muchas historias sin contar. Al menos aquí hay algunas.

(Federico Abril)

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