El conflicto en la agricultura de exportación que por primera vez en décadas opone al capital y al trabajo en un sector de crecimiento explosivo, nos revela cuestiones que van más allá de esta lucha. La primera es la intensidad de la confrontación que ya ha causado tres muertos. El resultado trágico nos dice de la polarización existente pero también de lo mucho que está en juego para todas las partes en esta crisis.
La prensa hegemónica ha presentado la versión de que un grupo de agitadores estarían tratando de destruir “el milagro económico”, “la gallina de los huevos de oro” de la agricultura de exportación; que ha pasado de generar en los últimos veinticinco años de 500 a 8 mil millones dólares en exportaciones. Esto sería posible porque los agitadores se estarían aprovechando de un gobierno débil y un congreso “populista” que quiere ganar votos para la siguiente elección. Esta versión de los hechos, que hace pocos años habría sido aceptada sin objeciones por la mayoría de la opinión pública, hoy se resiste a trascender como la “verdad” de lo que está pasando. Es indudable que la crisis del régimen neoliberal no solo es política, lo que da terreno para este conflicto, sino también ideológica, lo que permite hurgar en explicaciones alternativas y más cercanas a la realidad.
Pero partamos del hecho macizo. A la luz del astronómico crecimiento de las agroexportaciones, es indudable que hay milagro y que hay huevos de oro. La cuestión es saber para quiénes son el milagro y los huevos de oro.
Lo que sucede es un episodio más de la sobreexplotación del trabajo que ha reeditado y a la que nos ha acostumbrado el neoliberalismo. Aquí es importante definir sobreexplotación como la situación en la que el trabajador recibe por su fuerza de trabajo una cantidad de dinero inferior a la que le permite reproducirla. En otras palabras, no solo no recibe la totalidad del valor creado como producto de su esfuerzo, tal como sucede en cualquier relación capital-trabajo; sino que, además, el capitalista se apropia de una porción mayor, de una alícuota de su energía física en cada jornada de trabajo que va más allá de lo que compensa el salario.
La sobreexplotación ha sido una característica del capitalismo dependiente latinoamericano y, como tal, definida hace décadas por la sociología crítica en la región. Al capitalismo dependiente, y más agudamente en la época neoliberal, no le interesa pagar buenos salarios a los trabajadores porque no realizan sus ganancias en el mercado interno sino en el mercado mundial. No funciona para ellos la máxima de Henry Ford que decía que le tenía que pagar a sus obreros unos salarios que les permitieran comprar los carros que fabricaban.
A los capitalistas de la agroexportación les ha interesado poco o nada el desarrollo, ya no digamos del Perú, sino de las regiones en las que se han desenvuelto. Basta con darse una vuelta por Ica, La libertad o Piura para darse cuenta de que los salarios pagados en estos veinte años de boom, no han permitido el desarrollo de mercados regionales emergentes de bienes y servicios. Simplemente se ha mantenido a un proletariado agrario en condiciones de mínima sobrevivencia. Como han señalado Eduardo Zegarra y Humberto Campodónico, la pobreza de los departamentos agroexportadores en comparación con otros aledaños es similar. ¿Dónde está entonces el milagro?
La sobreexplotación como divisa de nuestra clase dominante es por demás un tema ancestral. La colonización española del territorio que luego heredamos como república se basó en la sobreexplotación del trabajo. La encomienda, el corregimiento y luego las intendencias, todas se basaban en exprimir a nuestros pueblos originarios. En todos los casos, significaba dar un mínimo de condiciones de sobrevivencia por debajo siempre de las necesidades de reproducción de la fuerza de trabajo, lo que se tradujo en la mortalidad masiva de la población. Cuando se terminaba un contingente indígena, simplemente capturaban otro y adelante. En la república se ha repetido el esquema bajo modelos de esclavitud, servidumbre y capitalismo, pero siempre en condiciones de sobreexplotación.
Por supuesto, la sobreexplotación necesita, como diría Aníbal Quijano, de la colonialidad del poder para desarrollarse. En otras palabras, necesita que exista un poder político que garantice una jerarquía social basada en el desprecio por la condición humana del explotado; no solo por su condición obrera, sino específicamente por su condición de raza. El capitalista no solo establece, entonces, una relación que le permite extraer la plusvalía; sino, además, una relación que le permite consumir a la persona misma porque no lo considera su igual, como un ser humano con dignidad y derechos.
Si analizamos la ley aprobada por el Congreso y promulgada por el Ejecutivo, que quiere ser pasada como un punto medio, ya que, al no satisfacer a nadie, debería ser el consenso; vemos que esta insiste en favorecer al capital en el aumento de salarios, las exoneraciones tributarias y la rebaja de las contribuciones a EsSalud. En los salarios, un aumento de 30%, por la vía de un bono no remunerativo que palidece frente al aumento de la productividad media del 50% entre el 2001 y el 2019; según ya han señalado diversos analistas como Rivera, Zegarra y también Campodónico. En impuestos, parece ser que los 2,900 millones de soles ahorrados en el período de la exoneración no son suficientes. Y, en EsSalud, los 300 millones anuales que subvencionamos todos los afiliados continuarán por un tiempo más.
Pero, detengámonos en el “aumento de la productividad media” que siempre es el argumento de los empresarios frente a cualquier pedido de aumento de salarios. ¿Por qué insistir en continuar con salarios que aumentan menos que la productividad? Creo que la razón no solo es económica, sino también política e ideológica. El capital necesita disciplinar. Durante estas tres décadas, el neoliberalismo lo había logrado; y perder este dominio casi absoluto tendría consecuencias no solo sectoriales sino para su hegemonía sobre el conjunto de la sociedad. De ahí que es fundamental asumir este conflicto como parte de la crisis de régimen que vivimos; y entender que solo podrá ser superado con la solución de la crisis mayor.
Sin embargo, la virtud de que este conflicto capital-trabajo se ponga en primer plano es que, por las reverberaciones ancestrales que tiene; puede nutrir el proceso constituyente en curso como ninguna otra lucha social a la vista. Necesitamos un debate constituyente que enfrente el problema de la sobreexplotación del trabajo. Bien harían los que plantean la necesidad de una Asamblea Constituyente de tomar nota del punto.
¿De quiénes son entonces los huevos de oro? Ciertamente no de los trabajadores, tampoco del Estado que se la ha pasado subvencionando, menos de las regiones agroexportadoras que no han visto el desarrollo. Como vemos, los huevos de oro tienen dueños, todavía con muchas voces que suenan fuerte y con muy poco afán de compartir.
Subscribe to our newsletter!
El Búho, síguenos también en nuestras redes sociales:
Búscanos en Facebook, Twitter, Instagram y YouTube