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Entre serpentinas, frutas, confites y agua… carnaval, la “guerra” divertida

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Corso del Carnaval celebrado antiguamente en la plaza de armas. Foto: Encuentro.pe

Cuando las “niñas” de 10 a 30 años de edad sentían en el trasero el golpe contundente y preciso de un pepinillo de papa tirado por la cacha de un palomilla, sabían que venía el carnaval. Cuando las muchachas domésticas eran golpeadas y, al mismo tiempo, empolvadas por “matacholas” (otra “arma” de la “guerra” divertida del carnaval, consistente en una larga media de señora que en el extremo cerrado llevaba como un ovillo de trapos y polvos), sabían que venía el carnaval. Y cuando los ccoros, después de comprar en las tiendas, eran yapados con confites, sabían que venía el carnaval. Y esto sucedía desde un mes antes del día en que, efectivamente, llegaba el carnaval.

Los pepinillos de papa, lanzados como perdigones, eran las reminiscencias de épocas prehispánicas en que los indios en determinadas épocas de año, solían jugar a “la guerra” arrojándose y golpeándose con frutos y otros productos vegetales. Los confites, que en los días mismos del carnaval también servían para ser arrojados y, las “matacholas”, eran versiones mestizas y relativamente modernas de aquellas reminiscencias.

En una sociedad tan católica y restrictiva como la arequipeña, los carnavales han sido siempre muy esperados y festejados. Sin embargo, hasta donde podemos precisar de acuerdo a nuestras investigaciones históricas, alcanzaron su apogeo (como en otras ciudades del Perú, particularmente en Lima) en las décadas que corrieron entre 1920 y 1950. De ese apogeo nos estamos ocupando.

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Por disposición eclesiástica el carnaval dura los tres días que preceden al miércoles de ceniza. En el Perú de los años señalados, los tres días eran de fiesta: domingo, lunes y martes de carnaval. En Arequipa el carnaval empezaba el sábado, con la soberbia “Entrada del Ño Carnavalón” que venía desde Miraflores, escoltado por decenas de muñecos gigantes y algunos centenares de “cholas pampeñas” que bajaban bailando, tomando y cantando con el acompañamiento de “la Banda del Ejército” y el bullicioso reventar de cuetes chinos. Muchas eran las coplas, conocidas e improvisadas, que se cantaban como grito de batalla, pero una era la más repetida de ese y los otros días de carnaval:

“Cantemos,  bailemos  ¡apujllay!   /  sobre  una   granada,  /     hasta que reviente

¡apujllay¡ / Agua colorada”.

En pocas palabras, las cholas pampeñas bajaban pidiendo “guerra” pues provocaban con sus contoneos, además de arrojar mixtura a la multitud de espectadores y hasta envolvían serpentinas de colores en el cuello de algunos “viejos verdes” que esa tarde al ser tocados por una adoradora del Ño Carnavalón, sentían ser tocados por la inmortalidad. Por la noche del sábado eran numerosos los bailes familiares que se verificaban al son de estudiantinas, pianolas y “vitrolas”; varios de los cuales eran de disfraces o, por lo menos, de caretas y antifaces.

Podríamos decir que el Domingo de Carnaval era el día de la galantería, pues las gentes estaban dispuestas a las acciones y expresiones obsequiosas, elegantes y ¿por qué no? cortesanas (si tenemos en cuenta que por aquellos tiempos la Reina de Arequipa era la dama ungida como Reina del Carnaval). Ese día todo era cumplidos, piropos y un cultivo acentuado de las buenas maneras entre las gentes, especialmente en los acercamientos entre solteros y solteras.

El acto central del domingo lo constituía el Corso de Flores. Los “carros alegóricos” tenían la particularidad de estar adornados – algunos íntegramente cubiertos – por flores naturales. Presidía el alegre cortejo la Reina del Carnaval que era designada por una junta de vecinos notables ligados a la Municipalidad. Hubo años también en que se eligió por voto popular, con ánforas en el Portal de la Municipalidad y Comité Electoral incluso, a la Reina del Carnaval. Elegida o designada, la reina siempre se escogía entre las más bonitas señoritas “de sociedad” (eufemismo que se utilizaba para nominar a las familias de mayor poder económico).

Por supuesto que la radiante Reina estaba rodeada de corte de damas de compañía y pajes, todos vestidos de etiqueta. Su majestad saludaba a sus súbditos agitando sus brazos en alto y les regalaba con la mejor de sus sonrisas, con sus besos volados, ayudada por su corte, desenrollándoles “serpentinas de conversación” y hasta echándoles los confites de carnaval más pequeños (pelotitas de azúcar que por núcleo llevan un granito de trigo, anís o ajonjolí de colores rojo indio y blanco).

La animación era general entre los concurrentes al corso que se emplazaban, esa refulgente mañana de domingo, en los balcones, ventanas, azoteas y aceras de las calles y la Plaza de Armas por donde pasaba el festejo. Todas las familias se esforzaban porque sus hijos tengan vestido de estreno en el corso del Domingo de Carnaval. Incluso los más pequeños eran primorosamente disfrazados para concurrir a ver el corso, de pierrots, de chinitas, etc. Todos sabían y respetaban la tradición de no jugar con agua y hasta con polvos ese día en lugares públicos y, por supuesto, en el corso de flores.

Para eso estaban las “serpentinas de conversación” con piropos y otras frases galantes; la mixtura colorida de papel picado; los “chisguetes de éter” cuyos chorros provocaban una sensación helada, pasajera y localizada; los confites más pequeños. Los señoritos se daban el lujo de rociar con agua florida y hasta con perfumes finos a las damiselas más atractivas. Las bandas del Ejército y otras menos formales, esparcían con reiteración la melodía del Carnaval Arequipeño y su contagiante ritmo.

Pasado el mediodía, concluía el corso, pero no la alegría. Regresaban todos a sus casas y cada familia se entregaba al más extremo sibaritismo que sus recursos les permitían. Para empezar, en toda casa estaban al alcance de la mano los confites de carnaval, no sólo los pequeños ya descritos, sino los grandes que eran de maní, castañas y nueces. Después de ponerles el último toque, la reina del hogar, llena de orgullo, daba de tomar la “chicha de carnaval” que personalmente había preparado en los últimos tres días y de acuerdo a la receta que aprendió de sus antecesoras.

En realidad las chichas de carnaval podían ser de dos clases: “la chicha dulce” también conocida como “chicha de frutas”, que era la más difundida y celebrada, hecha con membrillos, manzanas, “granuja” de uvas, piñas maduras, higos secos y otras frutas y especias; y la “chicha de masa”, cuyo ingrediente principal era la harina de trigo. Aunque en su contenido podía ser diverso por las distintas tradiciones familiares o por la especialidad de la dueña de casa, el almuerzo era opíparo.

La mayoría de las familias se servían un exuberante puchero con carnes de pecho de vaca, de cordero, lonja de chancho, cecina, papas, camote, choclo en rodajas, zapallo, chuño blanco, ocas, peras, manzanas y hasta duraznos, por supuesto que con abundante repollo y llatan, para los grandes y, ocopa para los chicos. El puchero se servía –“como Dios manda”- en dos platos sucesivos. Primero el “hondo” con el caldo en que se cocinó todo lo enumerado, al que se agregaba un poco de arroz graneado.

Y después, “el plano” en el que se amontonaba todo lo sólido cubierto por las hojas del repollo hervido. Se remataba el almuerzo con un banquete de frutas al natural en que reinaban la sandía, el blanquillo y la uva Italia; teniendo por súbditos al melón, a los duraznos de carne amarilla, a los duraznos de corazón rojo, a los “aurimelos”, a los damascos, a los higos blancos y negros, a los mangos y a las uvas negras. En realidad, ningún día en el año la fruta brilla tanto en la mesa arequipeña como en el Domingo de Carnaval.

Cuando la extendida sobremesa contagiaba el sopor entre sus beneficiados, no faltaba un muchacho que sobaba la cáscara de la sandía, por la parte que tuvo su rojo cuerpo, en la cara de la hermanita y desataba – ya en el patio familiar – el juego con agua, polvo y anilina de los menores de casa, entre gritos, ayes y risas.

En la tarde del Domingo de carnaval era de rigor que las señoras mandasen en obsequio a sus amigas y familiares más queridas jarras de su chicha, canastas o bandejas con frutas y hasta pedazos del chancho al horno que habían preparado para dar de “lonche” esa tarde a sus gentes de casa. Como esta conducta era recíproca, en cada casa se verificaba una especie de concurso de chichas de carnaval y las familias se estrechaban entre sí con los lazos de la gratitud y de los cumplidos.

Después de servirse el consabido chancho al horno, generalmente de un lechón criado en casa con puro maíz, la familia con algunas amistades se dedicaban a cantar, beber y jugar con polvos, mixtura y serpentinas.

El Lunes de Carnaval era el primer día en que estaba permitido – públicamente – el juego con agua, por eso muchos lo llamaban “el lunes de agua”. A golpe de nueve de la mañana, cuando el sol comenzaba a calentar el ambiente, salían las pandillas de muchachos desafiantes por las calles de la ciudad, a combatir contra el “ejército” de pimpollos enfaldados que se parapetaban en sus casas y que furtiva, como coquetamente, los atacaban desde balcones, ventanas, azoteas y muros.

Aunque la diversidad de “uniformes”, equipos y hasta composición de las pandillas, dependía del poder adquisitivo de sus integrantes; todos utilizaban para la “guerra” a distancia: los cascarones.

Meses antes del carnaval, en las casas, en las tiendas y, sobre todo en las panaderías y pastelerías de la ciudad, se atesoraban los benditos cascarones. Para utilizar los huevos de gallina se hacía, con mucho cuidado, un orificio pequeño – cuando más pequeño más valioso – en uno de los extremos de la cáscara. Se consumía el contenido y con delicadeza se guardaban los cascarones en una canasta hasta el carnaval, en que se convertían en un preciado tesoro. Llegada ya la fiesta del Rey Momo, se tenía agua con airampo y se llenaba cascarón por cascarón (después se utilizaría anilina y hasta la tinta de lapicero). El orificio de los cascarones llenos se tapaba con un pedacito de tela pegada con cola. Seca la cola, la munición quedaba lista para ser disparada.

Las pandillas de “los niños bien” eran vistosísimas. Todos sus integrantes – más o menos doce – vestían completamente de blanco (camisa, pantalón y zapatillas), indumentaria que ex profesamente se hacían para un día de carnaval y en la que los cascarones que les caían marcaban heridas coloradas imborrables. Además de sus miembros, estas pandillas llevaban contratados a cargadores que en sus espaldas y brazos llevaban canastas y “balayes” llenos de cascarones con agua colorada. Las pandillas más pudientes se daban el lujo de contratar además una banda “de guerra”, perdón una banda de ccaperos, para que no les faltase, en cada uno de sus ataques, el “Cantemos, bailemos ¡apujllay! / sobre una granada, / hasta que reviente ¡apujllay! / agua colorada”.

Avanzaban los pandilleros por la calle, cantando, bailando, gritando y entablando pequeñas escaramuzas con algunas francotiradoras. En las casas que presumían “enemigas” hacían algunos tiros de provocación: trizando el vidrio de una ventana o levantándole un chichón a un ccoro curioso de una azotea que no quiso delatar al “enemigo”- Cuando les respondían el ataque o, por sorpresa, les llovían cascarones o baldazos de agua, sabían los pandilleros que ahí era la “guerra”. Entonces se ubicaban frontalmente a la fortificación enemiga, la banda tocaba con más fuerza, los estrategas evaluaban los puntos débiles del emplazamiento rival y determinaban los lugares por donde los asaltarían; mientras la tropa, como hélices humanas, lanzaba los cascarones o sorteaba los que les venían.

Cuando estaba por terminarse la munición, procedían al asalto, ya sea escalando muros o forcejeando la puert’i calle. Una vez dentro del campo enemigo empezaba la batalla final, en el zaguán de entrada y en el patio casero, en combate cuerpo a cuerpo. Damiselas y jovenzuelos mojándose, resbalándose, manoseándose, pellizcándose y en medio de un griterío infernal se disputaban el control del abastecimiento de agua que estaba depositada en la piedra del pilón, en gamelas y bateas; donde la mayoría de veces terminaban metidas las lideresas de la tenaz resistencia.

Terminada la batalla, seguía una etapa de reproches mutuos y, entre la diversión general, la reconstrucción de los hechos. Enseguida los asaltantes eran agasajados con chicha de carnaval, confites y uno que otro bocadillo. Algunas veces los jovenzuelos eran invitados a quedarse a almorzar o, bien, a regresar “por la tardecita” y partían a verificar otros asaltos. No se crea que el éxito en tomar un castillo de doncellas se debía a la sapiencia “militar” de los

jovenzuelos, no. Eso era lo que ellos creían. Pero en realidad eran las doncellas quienes elegían con quién combatir y quienes decidían hasta dónde resistir. En conclusión, no era un “casus belli” sino artes del amor galante.

Como que era el último día, el martes de carnaval era de locura, “todo estaba permitido”. Por añadidura, a los soldados del Ejército (de a verdad) se les liberaba ese día, después de haber estado acuartelados y con ganas de amotinarse. Además de las consabidas pandillas callejeras, en los barrios más populares se verificaban verdaderas batallas campales con cascarones, agua, hollín, polvos, mixtura, harina y serpentinas; no faltaba uno que otro desalmado que tiraba cascarones, pero de huevo de pato o de pavo que, por irrompibles, eran de artillería pesada.

Las batallas más célebres se daban en “las siete esquinas” y “la Casa Rosada” (mocotectes, no vayan a pensar que hablamos del Palacio Presidencial argentino. En “illo tempore” se llamaba Casa Rosada a una enorme casa de vecindad, que era como un pequeña ciudadela; quedaba donde hoy se levanta el Conjunto Residencial Nicolás de Piérola al fondo de la calle del Guatanay, perdón, al fondo de la calle Piérola).

Otros dos escenarios bélicos muy concurridos en Martes de Carnaval eran la Pampa de Miraflores y el Cerrito de San Vicente en Yanahuara. Allí los enfrentamientos tenían sus matices, aunque en los dos casos parecía verificarse el rapto de las sabinas. Al final de la Calle Grande, en la Pampa de Miraflores (donde hoy se ubica la Plaza Azángaro) terminaba la ciudad. Allí entre bailes; juegos con polvos, ceniza, agua, cascarones, chisguetes, mixtura, serpentinas; comparsas; estudiantinas; bebida; fritangas; trompeaderas y yote – estimo; los pampeños (miraflorinos) y los ccalitas de la ciudá se disputaban los favores de las más guenamozas “cholas pampeñas”.

En forma parecida en el Cerrito San Vicente se parapetaban los recios yanahuarinos a defender “sus” mujeres que los fortachones caymeños querían enamorar y raptar. No se piense que todos iban a la trompeadera o que con ella terminaba el fandango. Había trompeaderas sí; lo más frecuente, en San Vicente y la Pampa, era una emulación entre jóvenes lugareños y foráneos, ganarse el derecho a cortejar las más bonitas; demostrando ser el mejor bailador, el mejor bebedor, el mejor trompeador, el mejor guitarrista, el mejor cantor; el mejor coplista (creador de coplas improvisadas que cantaban con música del Carnaval Arequipeño, zahiriendo al grupo rival o piropeando a las guenasmozas). En fin, todos terminaban más mojados por dentro que por fuera.

En la ciudad, la tarde y la noche del Martes de Carnestolendas (como decían los engolados) se efectuaban numerosos bailes sociales; la mayoría de disfraces y “de fantasía” en clubes sociales, deportivos, asociaciones culturales, gremiales y “laboristas”. Los más célebres fueron los del Club Internacional (entonces al final de la calle San Juan de Dios) y los de La Casa del Maestro; en los altos de una casa abalconada de la segunda cuadra de Tristán). No puedo dejar de señalar que nuestros antepasados “movieron el esqueleto” disfrazados de colombinas, pierrots, dominós, kukuxklanes, diablos; japonesitas, turcos, ñustas, toreros, manolas, mosqueteros, gitanas y cuanto hubo; embrujados por la música interpretada por orquestas tan celebradas como las de don Benigno Ballón Farfán y don Aurelio Díaz Espinoza. Los ritmos de moda tenían su esplendor en el Carnaval.

En los primeros lustros del siglo XX reinaron las cuadrillas, mazurcas, jotas, galopas, pasodobles, valses y marineras. Entre la primera y segunda guerra mundial, época del esplendor del carnaval en Arequipa, los arequipeños demostraron sus dotes dancísticas; y enamoraron, a los compases del “fox-trot”, del “blue”, del “one step”, del “cameltrot”, del “charlestón”, del bolero, de la guaracha, tango y vals criollo. Pero por sobre todos esos ritmos, siempre brilló nuestro autóctono carnaval Arequipeño, contagiosa pampeña que constituye la música popular más difundida de nuestra historia.

Miércoles de Ceniza, ya laborable, la mayoría volvía a la normalidad acudiendo temprano a misa a pedir perdón por los pecados cometidos (propios y extraños); y a recibir una cruz de ceniza en la frente que les recordaba que la Pasión del Señor empezaba. Quienes se resistían de volver a la normalidad, concurrían la tarde del Miércoles de Ceniza al entierro del Ño Carnavalón en la Pampa de Miraflores; y otros, predominantemente chacareros, preferían asistir a las peleas de toros de Acequia Alta, a las que seguían las carreras de caballos chuscos (ordinarios); montados “al pelo” por sus jinetes cotidianos. Después del Miércoles de Ceniza, si algún niño usaba algún juego de Carnaval, era reprendido por los mayores y obligado a abandonarlo; con el calificativo lapidario de “diablo cuaresmero”.

El domingo siguiente al Domingo de Carnaval se realizaba la fiesta de la Amargura en Paucarpata y, al subsiguiente, la fiesta de Cuasimodo en Tiabaya. La religiosidad de Arequipa volcada a venerar a Jesús Nazareno en esas dos encantadoras villas rurales, demostraba se hallaba inmersa en los tiempos de pasión.

Juan Guillermo Carpio Muñoz Arequipa sus Fiestas y Comida Típica Páginas 10 – 16

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