“Yolanda, el sueño de una madre”, crónica finalista del VII Concurso Literario

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Esta obra es una de las cinco finalistas de la categoría Crónica, del VII Concurso Literario El Búho. «Yolanda, el sueño de una madre” fue premiada con un diploma en diciembre de 2018.

El autor, Roy Cobarrubia Vásquez, escribió este Crónica bajo el Seudónimo: Telémaco.

-Nació en Arequipa el 25 de junio 1990
-Estudió Ciencias de la Comunicación con mención en periodismo en la Universidad Nacional de San Agustín
-Trabajó en el diario Noticias, diario Correo y actualmente labora en el diario El Pueblo
-Ganó el concurso Cartas de Amor organizado por la Casa de Cartón
-Ganó el concurso Breves Historias de Amor, organizado por la Municipalidad Provincial de Arequipa

A continuación, la obra finalista de su autoría:

Yolanda, el sueño de una madre

Yolanda Durand de Vásquez vive sola, sufre de las rodillas y el paso del tiempo, 86 años, le ha obligado a andar la mayoría del día con unas vendas en las piernas. En la calle 13 de abrilen Alto Selva Alegre, se habla de ella como “Doña Yola”, una mujer de respeto, amable, cariñosa y juguetona, que cada tarde frente a su casa, sentada en una piedra al borde de la acera de cemento, mira la vía como esperando a alguien.

Cada mañana, con sus cabellos rizos, a “permanente”, y con una bolsa de “rafia” se dirige al mercado “La Chavela”, ubicado en Miraflores. Antes de salir de su morada se persigna, mira la otra cama vacía de su habitación y dice: “buenos días Betito”.

Yolanda no está loca, solo cree que su hijo le cuida el sueño y que cada día vive allí, en la vieja casa que construyó con su esposo Ernesto Vásquez, el hombre al que amaba cuando era joven y que con suinfalibilidadrígida acabó por hastiarla.

La habitación donde duerme tiene las paredes sin estucar y mostrando el blanco de sillares adornados con cemento que exponen el esfuerzo y la juventud pasada. Allí, en ese espacio se encuentra el camastro de su hijo, el superior PNP Alberto Vásquez Durand, un agente que murió en Islay en el conflicto “Tía María”. El lecho tiene las sábanas tendidas y las almohadas acomodadas como si él viniera a dormir por la noche.

Yolanda es una mujer admirada, la matrona, ha criado a seis de sus nietos, todos ellos en la infancia han conocido el amor de abuela. Cinco hombres y una mujer han experimentado la caricia, carácter y valores inquebrantables de Yola. Esos muchachos, han sentido también el dolor en sus rostros producidos por la mano pesada de una mujer que aprendió a criar a las formas antiguas, sin consentimientos y sin contemplaciones para la malcriadez.

La dama, hoy, en el silencio de su casa, reza y suele observar las imágenes de un pequeño libro religioso que Beto le trajo del Cuzco en 1998. Unaobra que fue comprada en la fiesta del Señor de Huanca, un compendio que, en sus páginas ya gastadas por el uso, cuentan la historia de la imagen cuzqueña, y presentan en gráficos algunos pasajes de la Biblia. Yolanda,dice que le encontró fe a la imagen porque estaba más cerca a su hijo que trabajaba en esa región lejana.

En la primera habitación de la sala de su vivienda, por la tarde y con un plato de comida preparado previamente, se sienta para merendar en una silla y observar un ropero abierto en donde está el uniforme verde de su hijo, un quepí y una bandera del Perú doblada en forma de triángulo. Allí, ella come y llora viendo esos objetos que le significan mucho, prendas que le entregaron el día del entierro de su hijo, el 10 de mayo del 2015. “Mi Beto no sabía de minas o de Tías Marías, él solo quería verme a mí, mi hijo solo quería verme a mí, y ellos, esos malditos me lo quitaron”, dice mientras sus manos tiemblan y sus ojos y su nariz enrojecen.

Su corazón fue enterrado en el Parque de la Esperanza en Cerro Colorado, a las doce y media del día, a la hora en que ella suele almorzar; en el mismo espacio de tiempo que a diario observa un guardarropa y el recuerdo de un hijo que no volverá a decirle “mamá”.

El nueve de mayo, a las tres de la mañana aullaron los perros, Doña Yola se despertó por la bulla y se puso a llorar. Observó la estampa de la Virgen de Chapi a la que le había puesto al lado unas velas esa madrugada y dijo: “te has llevado a mi hijito, cuídamelo mamita”. El llanto despertó a su hija Uberlinda Vásquez que dormía al lado de ella y que no pudo contener las lágrimas al ver que su mamá sollozaba; así que se aferró a la espalda de ella mirando a los ojos de la virgen. Minutos después sonó el teléfono, era una llamada del hospital Carlos Alberto Seguín Escobedo, llamaban para decir una noticia que ellas ya sabían.

“Tres años han pasado y no se sabe quién lo mató, pero Dios los va a juzgar. Los que atrapó la policía y llevó al Poder Judicial salieron libres; y nosotros, no seguimos el proceso o señalamos a alguien porque somos gente buena que nunca se buscó problemas, que nunca hizo daño a nadie, que nunca quiso morir de esa forma, a manos de delincuentes, porque yo estoy segura que fueron matones, peones, porque yo soy de chacra y los chacareros no hacemos daño como el que le hicieron a mi Beto, como le hicieron daño a su cabeza”, dice con rabia Yolanda.

De los nietos que cuidó solo dos van a verla esporádicamente, y de sus cuatro hijos solo Uberlinda y Lourdes están cerca de ella; y han aprendido a escucharla, a tener paciencia del carácter de su vejez y a atender sus penas y sus reniegos.

Pese a la relativamente numerosa familia de Yolanda, nadie ha logrado ocupar el espacio de su hijo muerto. El 11 de mayo, un día después del entierro de Beto, su hijo David se vistió con la ropa de su hermano fallecido; los zapatos le cupieron, el pantalón le entró con una correa y el polo le entalló. Entonces se apareció delante de su madre y le dijo “aquí está tu nuevo hijo”, pero resultó siendo un fantoche. Yolanda, solo asintió como las madres que prefieren callar cuando ven una tontería de sus niños.

“Mamá no ha logrado olvidar a Beto, nadie ha podido olvidarlo, ¿reemplazo?, no, de él jamás, era el más alegre y nunca debió morir como murió, yo… yo, y que Dios me perdone, solo espero que esos malditos sufran cuando mueran; porque dejaron a mi familia y a mi madre destruida”, dice Lourdes Vásquez.

¿Es difícil enterrar a un hijo?, la respuesta solo la saben aquellos que viven recordando una caricia, una risa o un abrazo. Yolanda, lo vive en carne propia, pero con la esperanza de hablarle al aire esperando una respuesta.
“Beto siempre dijo que quería ser policía, él era el más querido de los hijos de la señora Yola, al menos parecía eso. Es que él se hacía querer, era vivaracho, zalamero, conversador, agencioso, era imposible no compatibilizar con él. Y, la señora Yola, ella siempre lo quiso y lo quiere mucho”, dice Rigoberto Ortega, un vecino que creció y vivió al lado de la vivienda de Vásquez desde que era pequeño.

El tiempo no ha borrado nada, al contrario, ha hecho extrañar más a un hijo que murió sin saber bien porque moría. Beto, según Uberlinda era un hombre bueno, con defectos, pero bueno. Amaba a sus hijos, a sus cuatro hermanos, a sus cuñados, a sus sobrinos y especialmente a su madre. “Él decía siempre que moriría en Arequipa y se le cumplió, pero nosotros no queríamos que sea tan pronto; tan de esa manera que nadie desea”, expresa Uberlinda.

Yolanda cuenta que sueña con un hombre que se aparece caminando por la calle 13 de abril, se acerca, y entonces le ve el rostro; es el de su hijo, una cara colorada con sus dientes blancos y ojos cafés diciéndole: “mamá ya llegué”. Entra a la casa y come en la mesa de la cocina un ají de lacayote. Allí le pide disculpas por haberla hecho llorar, por haberla dejado tanto tiempo, le gimotea; se acerca a ella y le dice que nunca más se irá de casa. Luego entra a la habitación y se echa en la cama ubicada al lado del lecho de su madre; pero por la mañana Yolanda se levanta y observa a su derecha que el espacio está vacío.

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  • Semanario El Búho

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