El subdesarrollo del Perú y la universidad

No hay en el Perú suficientes candidatos con las calidades intelectuales, formación superior, independencia de criterio y sindéresis para cubrir los cargos con poder de decisión en los aparatos de producción y estatal y las cátedras universitarias.

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¿Por qué? Muy simple. Porque las universidades peruanas los han formado así y porque, después, en la práctica profesional, han perfeccionado sus deformaciones de origen, con algunas excepciones laudables debidas a la perspicacia y entereza de quienes comprenden que deben formarse o reformarse por sí mismos o irse a alguna universidad extranjera de prestigio. Esto quiere decir que hay, en nuestro país, una compatibilidad perfecta entre nuestro subdesarrollo económico, social e intelectual y la universidad.

Nunca, la universidad peruana estuvo al nivel de las universidades europeas o norteamericanas con menor puntaje en el ranking o con sus homólogas de Argentina, Brasil y México; y sus leyes orgánicas legalizaron este pasar, con excepción de la última de 2014 que instituyó, por lo menos, una entidad de control de su calidad.

Dentro de su inferioridad, la universidad peruana ha experimentado una crisis de crecimiento deformado, caracterizado por la confluencia de tres factores: la llegada a sus aulas de oleadas de jóvenes de las clases sociales postergadas; la inexistencia de un nivel de formación profesional intermedio; y el bajo nivel general de sus docentes.

1) Los descendientes de las castas raciales subyugadas durante el Virreynato y la República, convertidos en sujetos de las clases obrera, campesina y pequeño burguesa provinciana comenzaron, con derecho, a acceder en masa a la universidad a partir de la mitad del siglo pasado, tras haber pasado el ciclo de la educación secundaria que el Estado extendió por la necesidad de la oligarquía y el capitalismo emergente de contar con un mayor número de obreros y empleados con los conocimientos de base indispensables para el manejo de los instrumentos de producción y la documentación en las oficinas. Las universidades, casi todas públicas, se sobrecargaron año a año y, muy lentamente después, aumentaron su infraestructura y el número de sus docentes para recibirlos, aunque apelando más a la cantidad que a la calidad. Las oleadas anuales de nuevos postulantes a las univesidades se incrementaron por el crecimiento de la población.

2) Para los dirigentes del Estado, siempre fue desconocida la necesidad de contar con un nivel intermedio de formación profesional de técnicos y personal de encuadramiento. Las únicas realizaciones en este campo se debieron: 1) a la Sociedad Nacional de Industrias que promovió y financió en 1961 la creación del Servicio Nacional de Aprendizaje y Trabajo Industrial (SENATI) para la formación de obreros calificados en diversas especialidades y al que se le dio como marco legal la Ley 13771: y 2) a la Embajada Francesa que, con la ayuda de las asociaciones industriales de Francia, creó un centro de formación de técnicos que funcionó hasta comienzos de la década del 80. Mucho después se crearon otros centros similares por iniciativa privada.

Las carencias en este nivel determinan que la mayor parte de jóvenes que concluyen la educación secundaria y pueden seguir estudios superiores se dirijan, como por un canal directo, a la universidad, más para promoverse socialmente con una profesión universitaria, por lo general con estudios librescos y ajena a la producción de bienes y servicios materiales, que para insertarse útilmente en el mercado de personal técnico.

3) En las universidades europeas, norteamericanas y las más importantes de América Latina para ser docente universitario es imprescindible el grado de doctor. Más aún, en esas univesidades, la vocación de los estudios y las tesis doctorales es formar sus docentes. Las leyes universitarias peruanas ignoraron esta exigencia fundamental y permitieron el ejercicio de la docencia universitaria con simples licenciaturas o títulos profesionales. Y, de entrada, así, la universidad peruana fue condenada irremisiblemente a mantenerse en el subdesarrollo.

Recién la ley universitaria de 2014 ha comenzado a exigir, por lo menos, el grado de magister para los niveles de profesores auxiliar y asociado; y el grado de doctor sólo para el nivel de profesor principal. Sin embargo, por una disposición transitoria, esta ley les dio a los docentes sin el grado de magister el plazo de cinco años para obtenerlo; ante la perspectiva inmediata de dejar sin profesores a las universidades.

Vencido este plazo sólo una parte de ellos pudo llegar a ese grado en programas de maestría pagantes; improvisados en parte y truqueando sobre el conocimiento de otra lengua extranjera; o con tesis discutibles por su baja calidad. A los demás, ese grado les es inalcanzable porque, por su formación anterior y la edad, su mente rechaza el estudio concentrado; el planteamiento de las hipótesis a desarrollar; el fichaje y la propuesta de consecuencias y conclusiones. A ello se ha añadido el sobredimensionamiento de la autonomía universitaria que, en la práctica cotidiana, se ha convertido en la autonomía personal de cada docente universitario para enseñar lo que quiera, sin relación con la función principal de la universidad, consistente en suministrar los cuadros que requieren los aparatos productivo y estatal y el desarrollo económico, social y cultural del país.

Esta noción tiene como remoto antecedente la libertad de cátedra, reconocida por la Constitución de 1933, pero que se entendió como la libertad de enseñar lo que el docente quería. La introdujo en la Constitución de 1979, como autonomía universitaria, un representante transfuga de varios partidos y alcohólico irredento, en ese momento aprista, como autonomía a secas, a la que otro representante le añadió, por fortuna, la condición de sujetarse a la ley, y así pasó a la vigente Constitución de 1993, que no se refiere para nada a la necesidad de hacer de la universidad un sistema cuya razón de ser sea el servicio a la sociedad y a su progreso en todos los campos del conocimiento.

En la década del noventa, el gobierno de Fujimori decidió incrementar la oferta del servicio universitario recurriendo a la creación de universidades privadas. El objetivo era acoger, sobre todo, a una creciente masa de postulantes salidos de la pequeña burguesía y de las clases trabajadoras; quienes podían pagar las pensiones fijadas con criterio comercial. La autorización de funcionamiento de estas nuevas universidades fue encomendada a una comisión de cinco exrectores nombrados por la Asamblea Universitaria. Se crearon así, sin ton ni son, innumerables universidades con capitales privados de reducido monto. Se prescindió absolutamente de la calidad de los docentes. Como para serlo bastaba poseer un título universitario se improvisó docentes por doquier. Alguien dijo que los rectores de estas universidades se colocaban en la puerta de sus locales ofreciendo plazas de docentes a cuanta persona pasaba.

En algunas, privadas, los rectores llegaron a fijarse sueldos exhorbitantes. Y, por supuesto, la fortuna de los inversores aumentó de mes en mes por una demanda en aumento, estimulada por complacientes exámenes de ingreso; pensiones que debían pagarse sí o sí, sueldos de los “catedráticos”, no muy encima de la remuneración mínima, y por la colaboración del Estado que, por la Constitución (que para eso ha sido hecha así), exonera del pago de todo impuesto directo e indirecto a estas universidades. Firmes en su poder económico, algunos de estos propietarios tentaron suerte en la política y se convirtieron en jefes de partidos y representantes al Congreso.

¿Cómo sacar del subdesarrollo a la universidad peruana? ¿Cómo redirigirla a enseñar e investigar lo que nuestro país necesita? ¿Y cómo hacer que forme profesionales en cantidad y calidad que requieren los aparatos productivo y estatal; y no profesionales en exceso en ciertas ocupaciones que devienen parasitarios, distrayendo una fuerza de trabajo necesaria en las actividades de producción? ¿Cómo arrancarla del interés, el autoritatismo y la comodidad de las camarillas de docentes parapetados en sus nichos autónomos?

La respuesta a estas preguntas conduce a fijarse en la normativa que legaliza tan absurda y lamentable situación. Es preciso reformar los artículos de la Constitución relativos a la educación y a la formación universitaria. Pero eso solo no bastaría.

Por una parte, es preciso crear en las capitales de departamento centros estatales de formación profesional intermedia con las especialidades apropiadas a las actividades productivas de cada región.

Por otra, se debe formar masivamente a los docentes que la universidad reformada requiere. Para ello, el Estado peruano debería financiar algunos centenares de becas anuales para hacer los doctorados en universidades europeas, norteamericanas, asiáticas y de ciertos países latinoamericanos, como Argentina, Brasil y México. La determinación de las universidades y especialidades de formación en esos países, los acuerdos con esas universidades; y la organización de concursos para seleccionar postulantes a becas, de no más de 35 años, deberían encargarse a una entidad central como SUNEDU. Diez años después del comienzo de este proyecto, si se llevara a cabo, los nuevos docentes comenzarían a sacar a nuestro país del subdesarrollo.

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