¿Cambio de paradigma en la guerra contra las drogas?

El nuevo presidente de Colombia, Gustavo Petro, quiere cambiar de paradigma en la guerra contra las drogas. Busca hacer una reforma agraria que recupere terrenos improductivos y los redistribuya entre campesinos sin tierras. La alternativa son más operaciones militares donde crece la coca y la violencia, como muestra la experiencia mexicana.

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Entre las muchas cosas que quiere cambiar en Colombia Gustavo Petro es la fallida guerra contra las drogas, que considera un fracaso sin paliativos y para la que ha propuesto un “cambio de paradigma”. En su campaña, apoyó la legalización del cannabis y propuso sustituir la erradicación de cultivos clandestinos con herbicidas por programas de sustitución voluntarios, créditos subvencionados y
reconocimiento de títulos de propiedad de la tierra a los campesinos cocaleros.

Había que, dijo, ayudarles a sacar sus productos al mercado, algo especialmente difícil en un país tan accidentando como Colombia, sin vías férreas y pocas carreteras de penetración. Los narcos, en cambio, pagan in situ y en dólares por la coca. Sus avionetas llevan después la cocaína a sitios como Los
Ángeles o Nueva York, donde un kilo puede costar 60 veces más que en el Chapare boliviano, los valles peruanos del Huallaga y el Ene o los colombianos del Cauca y el Putumayo, que producen el 90% de la cocaína que consume Estados Unidos.

Según el Informe Europeo sobre drogas (2021), la cocaína es la segunda droga ilegal más consumida en la UE. Petro no es nada condescendiente con las políticas de Washington, que desde que en 1971 Richard Nixon declaró su “guerra contra las drogas” se mantienen casi inalteradas. En un reciente discurso en el Atlantic Council, el general David Petraeus, exdirector de la CIA, dijo que Colombia necesita más fuerzas militares y policiales para combatir contras las “disidencias” guerrilleras
que viven de la cocaína.

Un negocio global

En Colombia, hasta Rodolfo Hernández, rival de Petro en la segunda vuelta, apoyó legalizar las drogas para acabar con la violencia y corrupción que genera un negocio que mueve entre 100.000 y 200.000 millones de dólares anuales, una hidra global que no deja de multiplicar sus cabezas. Los imperios
criminales de Nemesio el Mencho Oseguera en México y del paulista Primeiro Comando da Capital (PCC) en Brasil, hacen palidecer los que tuvieron en su día los cárteles de Cali y Medellín, que exportaban el 75% de la cocaína colombiana.

«Hasta Rodolfo Hernández, rival de
Petro en la segunda vuelta, apoyó
legalizar las drogas para acabar
con la violencia y corrupción»

En la última década, la producción de Bolivia, Perú y Colombia –donde se queda un 5% del negocio, según la ONU– se ha duplicado hasta las 2.400 toneladas anuales. Esto ha sido, entre otras cosas debido al aumento de su productividad y mejor irrigación de las zonas de cultivo ilegales, que tiene lugar en zonas montañosas donde abunda el agua, como parques nacionales y otras áreas protegidas.

En cuatro años de mandato, el gobierno de Iván Duque solo redujo un 5% de los cultivos ilegales, según la UNDOC, la agencia de Naciones Unidas contra las drogas y el crimen, que no aprecia diferencias entre las zonas donde hubo erradicaciones forzosas, a mano o con herbicidas, y en las que no. En 2020, se produjeron 51 enfrentamientos entre militares y comuneros, frente a 44 entre 2016 y 2019. Wilmar
Madroñero, coordinador de la red de Derechos Humanos de Putumayo, cuenta a InSigth Crime que los militares “entran disparando, amenazando”. En octubre de 2021, en Catatumbo los cocaleros capturaron y retuvieron dos días a 180 soldados que iban a erradicar cultivos.

El precio de la guerra contra las drogas

Petro quiere lanzar una reforma agraria que recupere terrenos improductivos y los redistribuya entre campesinos sin tierras. La alternativa son más operaciones militares donde crece la coca y la violencia. En su reciente informe final de 900 páginas y en el que recoge los testimonios de 30.000 víctimas
de la violencia, la Comisión de la Verdad señala que en 52 años el conflicto interno se cobró 450.000 vidas, 121.700 desapariciones, 50.000 secuestros, ocho millones de desplazados y 16.200 reclutamientos de niños y adolescentes en las guerrillas.

Incluso tras los acuerdos de paz, Colombia mantiene 500.000 efectivos policiales y militares, dos veces más que Brasil con una población cuatro veces mayor. El Pentágono, por su parte, no tiene el menor interés en perder sus siete bases en un país con extensas costas en el Pacífico y el Caribe.

Contradicciones mexicanas

En México, la estrategia de militarización de Felipe Calderón (2006-2012) fragmentó y multiplicó los cárteles con despliegues militares que no sirvieron de mucho. En 2019, el presidente, Andrés Manuel López Obrador, dijo que quería “disolver” el ejército en la recién creada Guardia Nacional para demostrar
que México era un país pacifista que no necesitaba un ejército, al que acaba de asignar 10.000 millones de dólares, 22% más que en 2021. En mayo de 2020, firmó un decreto que autorizó a los militares seguir patrullando las calles hasta 2024.

En 2021 se cometieron 34.000 homicidios en el país, el doble que en 2015. El año pasado, la fiscalía de Tamaulipas acusó a una unidad de élite del ejército de asesinar a 19 emigrantes guatemaltecos, salvadoreños y mexicanos e incinerar sus cuerpos. En los últimos 15 años, han desaparecido unos
100.000 mexicanos por los ajustes de cuentas entre las bandas y las ejecuciones extrajudiciales.

La Amazonía desguarnecida

Las regiones amazónicas brindan a los narcos puntos de tránsito desde Ecuador a Brasil en extensas zonas casi sin presencia policial. Además, en el Perú, la Comisión Nacional para el Desarrollo estima que en 2021 los cultivos de coca aumentaron un 13%, hasta las 61.777 hectáreas, contribuyendo a la deforestación, la pérdida de biodiversidad y los asesinatos de defensores del medioambiente, la mayoría de pueblos originarios como los kakataibo y shipibo-konibo.

El autodenominado Militarizado Partido Comunista, el último remanente de Sendero Luminoso, domina el tráfico de cocaína en zonas de selva donde los índices de pobreza alcanzan al 65%. De las 146.360 toneladas de hoja de coca que produjo en 2021 el país andino, solo el 8% se destinó a consumo
tradicional. El resto se usó para clorhidrato de cocaína.

Desnarcotizar la agenda

Dado que los precios de la cocaína los determina el riesgo y no el coste de producción, Petro quiere implicar a Washington en el “cambio de paradigma”. Las condiciones son propicias. Juan González, director del Consejo Nacional de Seguridad para el Hemisferio Occidental, ha lamentado que la agenda bilateral se haya “narcotizado” tanto.

La Comisión de la Verdad propone entonces una regulación legal similar a la que propuso un proyecto de ley que presentó Colombia Humana en agosto de 2020 que planteó comprar las cosechas de coca y que un organismo estatal fijase un precio de mercado a la hoja y sus derivados, incluido la cocaína. En abril
de 2021, el proyecto recibió el apoyo de la comisión del Senado que se encarga de aprobar los proyectos de ley. Pero a partir de ahí, todo quedó en el limbo.

Ahora, con Petro en la Casa de Nariño, quizá tenga una nueva oportunidad. Como Hércules, va a tener que matar a la Hidra de Lerna del narcotráfico. Su gobierno tiene una clara ventaja: puede hacer causa común con Lima y La Paz. El primer ministro peruano, Aníbal Torres, ha propuesto que el Estado
compre todas las cosechas de coca, legales e ilegales.

«Los argumentos que se usan para
la legalizar la marihuana sirven
también para la cocaína, porque su
consumo responsable no tendría
por qué aumentar las adicciones»

La Empresa Nacional de la Coca (Enaco) ya compra cada año 2.500 toneladas a 95.000 productores empadronados para el consumo tradicional de las poblaciones andinas y usos industriales (tés, harinas…). Según Gestión, los 400.000 no empadronados producen 160.000 toneladas de hojas anuales que en 2020 se usaron para producir 810 toneladas de cocaína, según la Office of National Drug Control Policy de EEUU. Dependiendo de la calidad de la hoja, Enaco paga entre 18 y 26 dólares por sacos de 11 kilos. Según cálculos de InSight Crime, los narcos pagan hasta 210 dólares por la misma cantidad.

Empresa colonial

Steve Rolles, analista de la ONG británica Transform Drug Policy Foundation, asesoró a Colombia Humana en su proyecto de ley de 2020 rompió un tabú y a Uruguay en 2012 cuando legalizó el cannabis. Para Rolles, la guerra contra la droga es “la empresa colonial por excelencia”, al cargar en los países
más vulnerables el peso del esfuerzo y sus fracasos.

Los argumentos que se usan para la legalizar la marihuana sirven también para la cocaína, sostiene, porque su consumo responsable por adultos no tendría por qué aumentar las adicciones y muertes por sobredosis. La alternativa es dejar el mercado en manos de criminales. No hay una tercera opción
en la que desaparezcan los actuales mercados o se gane la guerra.

La legalización del cannabis –desde Holanda a California– muestra que los patrones de consumo apenas se alteran. Los prohibicionistas alegan que si se legalizan, las drogas estarán al alcance de todos. Pero ya lo están. La diferencia es que en un mercado legal, su disponibilidad y supervisión estaría a
cargo autoridades públicas.

Así, el proyecto de ley colombiano, que podría adoptar Petro, plantea productos no comerciales y prohibir la publicidad y el marketing. Se crearía un monopolio estatal que vendería las sustancias, que se venderían en farmacias bajo receta médica y con etiquetas con advertencias sobre los riesgos de su consumo.

Con la hoja de coca, Bolivia estableció una exención de las convenciones y tratados de la ONU que iban en contra de su constitución. La Paz se retiró de ellas y volvió a ingresar con una autorización formal para el consumo tradicional de coca.

El caso de la cocaína es más complicado. Otra solución propone difundir los usos benéficos de la hoja, que pese a sus múltiples nutrientes y alcaloides de usos medicinales, nutricionales y agroindustriales, apenas se han explorado, lo que podría contribuir también a mitigar el estigma que pesa sobre la antigua hoja sagrada de los incas.

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