La primera vez que dos candidatos a la presidencia debatieron en televisión fue en las elecciones estadounidenses de 1960. John F. Kennedy y Richard Nixon se presentaron ante setenta millones de espectadores. El primero utilizó los recursos visuales que el nuevo medio demandaba: maquillaje, traje oscuro (la imagen era en blanco y negro), postura erguida mirando a la cámara y una firme sonrisa.
Nixon, por su parte, menospreció los consejos y centró sus esfuerzos en el contenido del mensaje. Cuando encuestaron a las personas que miraron el debate por televisión, Kennedy era el absoluto ganador del encuentro. Cuando preguntaron a quienes los habían escuchado por radio, Nixon había ganado. A partir de entonces, las estrategias del discurso político han sufrido muchos cambios y más aún con la aparición de nuevas tecnologías. La importancia del contenido del mensaje político ha ido mermando hasta quedar reducido a frases, gestos, eslóganes y, últimamente: memes.
Esta banalización del discurso político refuerza un principio muy dañino para la democracia: no se elige con la razón, sino con la emoción. Los votantes se entusiasman más por un candidato que se pasea regalando de todo que por un plan de trabajo coherente y viable. Jean Jacques Rousseau decía que un gobierno tan perfecto como el democrático no era adecuado para los hombres. Y sí, la responsabilidad es muy grande y más aún, cuando el sistema electoral se ha convertido en una trampa en manos de pillos y mafias.
Esa trampa termina orillando al ciudadano a elegir siempre entre el malo y el peor; porque los requisitos para ser candidato son menores de los que se piden para ocupar cualquier puesto de trabajo decente; porque alguien que ya le robó al Estado, que no pasa pensión a sus hijos o que goza de caudales de dudosa procedencia no está impedido de postular; y, porque, entre un mar de candidatos, las urgencias y el desencanto, las personas no se toman en serio el poder que tienen desde las urnas. Si a todo eso le sumamos el pobrísimo mensaje que ofrecen los candidatos y el nulo manejo de habilidades comunicativas, todo queda reducido a un triste circo que se repite una y otra vez.
¿A quiénes elegiremos esta vez los peruanos para que se hagan cargo de los exiguos recursos de los gobiernos locales? Todavía estamos a tiempo de empujar la historia hacia un camino distinto; siempre y cuando seamos los seres racionales que la democracia necesita para ser el mejor de los sistemas de gobierno. Las emociones y las pasiones, eventualmente, pueden ser buenas para sacar adelante al país, pero no para elegir a sus gobernantes.
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