En su campaña electoral, el dos veces presidente de Brasil (2002 y 2010) y líder del Partido de los Trabajadores (PT), Luiz Inácio Lula da Silva, ahora reelegido para un tercer mandato, propuso crear una moneda única en América Latina para dar “una sola voz” a la región y mitigar así las asimetrías económicas que han impedido su integración. “No tenemos que depender del dólar”, repitió Lula en sus mítines para subrayar sus diferencias con Jair Bolsonaro, que retiró a Brasil de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), creada en Playa del Carmen (México) en 2010.
Las respuestas no se hicieron esperar. Álvaro Leyva, el recién nombrado canciller de Gustavo Petro, saludó en su cuenta de Twitter la propuesta del brasileño. El presidente chileno, Gabriel Boric, dijo estar dispuesto a discutir la idea, aunque ambos son conscientes de que, al menos en plazos previsibles, el proyecto es una quimera. Pero cuando pesos pesados políticos como Lula toman en serio una idea significa que el asunto tiene entidad suficiente para entrar en el debate público.
El problema es que su planteamiento y formulación son lo único fácil en un proyecto de unificación monetaria. Desde que en 1989 el Informe Delors propusiera fases concretas para la creación de una unión monetaria europea hasta que comenzó a circular la moneda única transcurrieron dos décadas de largas y arduas negociaciones que exigieron sustanciales cesiones de soberanía de parte de todos.
El director de America’s Quarterly, Brian Winter, duda de que haya suficientes líderes en América Latina que realmente crean en el libre comercio, sobre todo en Brasil y Argentina, donde la tradición proteccionista se remonta a los años treinta y cuarenta del siglo XX, con los regímenes nacional-populistas de Getulio Vargas y Juan Domingo Perón. Winter sospecha que los gobiernos de la nueva marea rosa se contentarán con construir algunas infraestructuras faraónicas transfronterizas o crear un par de nuevos organismos regionales, pero que los viajes más importantes de sus líderes serán a
Washington y Pekín, no a sus vecinos regionales.
Antes de dejar el cargo, la exvicepresidenta y canciller colombiana Marta Lucía Ramírez dijo que había muchos “mitos” en torno a la integración, que no avanzaba básicamente por falta de voluntad política y que, cada vez que se habla de libertad de comercio y de eliminar aranceles y restricciones a la
libertad de circulación de personas y bienes, aparecen “un montón” de presiones adversas. No exageraba. El comercio intrarregional apenas representa el 15% del comercio exterior de América Latina, frente al 38% de América del Norte y el 55% en la Unión Europea.
Brasil y el resto
Históricamente, a Brasil le ha interesado poco el resto del continente, por una razón simple: el núcleo de su población se concentra en la costa atlántica meridional, a miles de kilómetros de sus extensas y poco pobladas fronteras amazónicas con Venezuela, Colombia, Bolivia y Perú. En su punto de mayor amplitud –entre Belém do Pará (Brasil) y Paita (Perú)– hay 5.150 kilómetros de vastos territorios mal comunicados, lo que hace de Suramérica un continente demográficamente hueco.
El PIB del Estado de São Paulo –el más poblado de Brasil, con 40 millones de habitantes– ronda los 1,7 billones de dólares, el 30% del conjunto del país y mayor que los de Argentina, Uruguay y Paraguay juntos. Según el Globalization and World Cities Study Group & Network (GaWC), São Paulo es la 11ª
ciudad más globalizada del mundo: tiene el mayor número de multimillonarios, las mayores poblaciones de origen italiano, japonés y libanés del mundo, y el PIB per cápita más alto de la región. Brasil es un continente en sí mismo: sus 27 Estados federales ocupan un área (8,5 millones de kilómetros cuadrados) más extensa que la UE.
Argentina, que lo sigue en extensión, es tres veces menor y tiene solo un 20% de sus habitantes. México lo sigue en población, con la mitad de habitantes y una cuarta parte de su superficie. Además de la lengua, Brasil tiene una historia diferente. Hasta 1888, antes de convertirse en una república federal, fue una monarquía y un imperio esclavista, lo que explica la ausencia en sus parques y plazas de estatuas de libertadores, ubicuas en las de sus países vecinos. Por el bicentenario de la independencia, Bolsonaro logró que el ayuntamiento de Oporto (Portugal) le prestara durante unos días el corazón de don Pedro I, el único emperador héroe de la independencia de un país americano.
La sombra del aislamiento brasileño se alargó durante la mayor parte del siglo XX. Según sus manuales militares, las carreteras internacionales no eran medios para aumentar el comercio transfronterizo, sino para hacer más accesible el territorio brasileño a potenciales enemigos. En los años setenta hubo
incluso una incipiente carrera nuclear entre Brasil y Argentina. Cuando en 2019 se disolvió la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), proyecto que unió los esfuerzos de Lula, Néstor Kirchner y Hugo Chávez, en Brasil casi nadie prestó atención a la noticia. Tampoco cuando se supo que China había superado a Brasil como primer socio comercial de Argentina. No es extraño. Brasil tiene superávit comerciales con ocho de los 11 países suramericanos. Solo con Bolivia su déficit es relevante, debido a sus importaciones de gas natural del país vecino.
Las dos caras de la moneda
La pertenencia de Brasil a los BRICS –con China, Rusia, India y Suráfrica– ha ampliado las perspectivas geopolíticas del gigante suramericano, que suele pensar en grande, siguiendo las tradiciones de Itamaraty, su cancillería. El ministro de Economía de Bolsonaro, Paulo Guedes, dijo en varias ocasiones que una divisa única de Mercosur crearía una moneda en América Latina que podría ser una de las cinco o seis más relevantes del mundo.
La propuesta de Lula surgió de una idea que plantearon, en la Folha de São Paulo, el banquero Gabriel Galípolo y el economista y exalcalde de São Paulo Fernando Haddad para crear una moneda regional similar al euro. En el artículo, proponían una moneda digital que se llamaría Sur y estaría respaldada
por un banco central cuya capitalización la aportarían los países miembros según su participación en el comercio regional. Los antecedentes, sin embargo, no son muy alentadores.
En la década de 2000, Brasil se opuso a la creación del Banco del Sur y a la del Sucre, la moneda de cuenta propuesta por Chávez, porque habrían competido con el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES), por esos años muy activo en financiar proyectos de infraestructuras en diversos países de América Latina y en los que participaban grandes constructoras brasileñas como Odebrecht o Queiroz Galvão. El 31 de agosto de 2000, el entonces presidente brasileño, Fernando Henrique Cardoso, convocó en Brasilia la primera Cumbre Suramericana, incluyendo a Surinam y Guyana. Brasil tenía fronteras con 10 de los 12 países invitados.
Ese año, Brasil enviaba el 28% de sus exportaciones a los vecinos latinoamericanos, frente al 26% a la UE y el 10% a Estados Unidos. En la cumbre, Brasil consiguió un amplio respaldo para un plan de infraestructuras transfronterizas en las que Odebrecht, fundada en 1944, pudo realizar, durante unos años, el viejo sueño bolivariano de la unidad americana: sus millonarios sobornos se desplegaron por todo el continente, dando lugar al mayor escándalo de corrupción en Suramérica.
América Latina está de vuelta
En Mercosur el socio más grande es también el que tiene los salarios más bajos, casi la imagen invertida de Alemania en la UE. La intención de Uruguay de firmar un tratado de libre comercio con China, contraviniendo los estatutos del bloque, podría desintegrarlo. Con esos antecedentes, no resulta extraño el desdén o la indiferencia con la que los medios internacionales acogieron la propuesta de Lula de crear el Sur pese a su simbolismo político.
De hecho, ni siquiera se ha creado una unidad de cuenta para el intercambio comercial regional como intentó el Sucre. La paradoja es que en la región existen más de 10 bloques de integración y cooperación; entre ellos, la Asociación Latinoamericana de Integración (Aladi), la Comunidad Andina de
Naciones (CAN), Mercosur, la Alianza del Pacífico, Comunidad del Caribe (Caricom) o Sistema de Integración Centroamericana (SICA). Algunas iniciativas tienen mejores resultados que otras. La Alianza del Pacífico (Chile, Colombia, México y Perú), por ejemplo, ha firmado un acuerdo con Singapur que lo convierte en país asociado, el primero de Asia-Pacífico. En marzo, Boric aseguró que Chile, miembro fundador, seguirá apostando por la Alianza.
A veces la llama se debilita, pero no se apaga. Aunque el Sur solo se fijara como meta a largo plazo, podría trazar una hoja de ruta viable. El sentimiento integracionista depende en gran medida de movimientos sociales espontáneos.
Y algo se mueve en América Latina. El politólogo peruano Alberto Vergara destacaba en un artículo en El País que la publicación de Ñamérica (2021), del argentino Martín Caparrós, y Delirio americano (2022), del colombiano Carlos Granés (2022), son una señal de que “América Latina está de vuelta”. Desde el
reportaje y el ensayo, ambos autores buscan sus raíces comunes y las causas profundas de sus frustraciones históricas. “Más que nombrar lo que somos, los mueve el ánimo de dar con aquello que podríamos ser”, señala Vergara.
Soberanías ficticias y ataduras ideológicas
La cultura y la economía, sin embargo, tienen lógicas distintas. Según el último Integrated Values Survey, menos del 30% de los latinoamericanos confía en sus gobiernos. Sin confianza no hay estabilidad monetaria posible. En agosto de 2021, Guedes dijo que Argentina perdió de facto su soberanía monetaria cuando la inflación superó el 50%, y Ecuador y Venezuela, cuando la hiperinflación los obligó a dolarizarse. La integración monetaria, vino a decir, era mejor opción.
La experiencia europea enseña lo importante que es comenzar por los cimientos. Mercosur es solo el cuarto socio comercial de Chile, después de China, EEUU y la UE. El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, propone partir de las Mercosur ya existentes: CAN, Alianza del Pacífico y Mercosur. La más antigua de ellas es la CAN (1969), que en 2020 exportó por valor de 96.009 millones de dólares, frente a los 284.665 millones de Mercosur. También hay objetivos de otro tipo. Por ejemplo, a principios de año la Alianza del Pacífico eliminó el roaming.
Otros, sin embargo, ven el vaso más vacío que lleno. En un seminario organizado por la CELAC en
Buenos Aires, el expresidente uruguayo José Mujica advirtió de que la integración de América Latina es un “camino muy largo” porque a la gente en la calle no le interesa, algo que solo puede cambiar si los políticos la ponen en la agenda. “Así como estamos, no significamos nada. Los de afuera se divierten cuando nos peleamos por ver quién se baja más los pantalones para atraer inversiones”, dijo. Lo escuchaban, sin saber si aplaudir o no, el canciller argentino, Santiago Cafiero, el expresidente de Colombia Ernesto Samper y la senadora mexicana Beatriz Paredes.
«Una señal que invita
al nuevo optimismo
por la integración es
el creciente consenso
sobre la necesidad
de cambiar los
organismos exhaustos
del primer
regionalismo»
Una señal que invita al optimismo es el creciente consenso en torno a la necesidad de cambiar los organismos del primer regionalismo, exhaustos y posiblemente obsoletos. Pero si las estructuras alternativas siguen dependiendo de factores ideológicos, correrán la misma suerte de Unasur o Prosur, un proyecto que desahució la salida del poder de Iván Duque en Colombia y Sebastián Piñera en Chile.
Con frecuencia, recuerda Carlos Malamud, muchos de los enfrentamientos se dan entre gobiernos de izquierda. Es el caso de las papeleras entre Argentina y Uruguay, la nacionalización de la refinería Petrobras en Bolivia, que enfrentó a Evo Morales con Lula. O las disputas por los precios y distribución eléctrica de la presa de Itaipú entre Lula y Fernando Lugo. Ahora, sin Chávez, sus petrodólares y el superciclo de las materias primas, la tarea parece más cuesta arriba que nunca. ¿Por qué los progresistas podrían hacer lo que los bolivarianos no supieron?, se pregunta Malamud, aunque admite
que, con México a bordo, las cosas cambian mucho, sobre todo si el canciller, Marcelo Ebrard, sucede a López Obrador en la “silla del águila”.
El investigador Oliver Stuenkel incide en que la sintonía política es una condición necesaria, pero no suficiente. Pues, entre otras cosas, el entorno macroeconómico mundial es más incierto, especialmente para países productores de materias primas y con patrones de exportación similares. En 2021, por ejemplo, las exportaciones intrarregionales cayeron al 13% del total, frente al 21% de 2008. Entre Brasil y Argentina el comercio bilateral ha disminuido tanto en términos relativos como absolutos. México y Centroamérica tienen vínculos comerciales limitados con sus vecinos suramericanos.
Prisioneros de la geografia y del nacionalismo
Otros obstáculos son inalterables. En Prisoners of Geography (2017), Tim Marshall señala que así como la geografía de EEUU ayudó a que se convirtiera en una gran potencia, la de sus vecinos del sur –que habitan cinco regiones climáticas distintas surcadas por desmesuradas cordilleras, selvas y desiertos– les condenó al aislamiento. En 1808, los territorios hispánicos en América eran siete veces más extensos que las 13 colonias británicas en América del Norte en 1776, y 30 veces más grandes que España misma.
Ninguna de las líneas costeras de Suramérica cuenta con suficientes puertos naturales de aguas profundas. En paralelo al Pacífico, se extiende a lo largo de 7.200 kilómetros, desde la península de La Guajira en Colombia al cabo de Hornos en Chile, la cadena montañosa más larga del mundo. La cordillera de los Andes tiene pocas rutas que la crucen, lo que complica el comercio exterior.
El nacionalismo, que interpreta a su modo la historia, añade piedras al camino. En 1700 se extendía a lo largo de un gigantesco continente dividido en dos grandes unidades administrativas: los virreinatos de Nueva España y el Perú, que, a su vez, estaban subdivididos en unidades menores (audiencias,
gobernaciones, corregimientos, alcaldías…), cuyas fronteras y jurisdicciones eran la mayoría de veces imprecisas, pero que darían origen a las de los futuros Estados-nacionales.
El autor de la primera Constitución chilena, Juan Egaña, reservó el término nación para la América hispánica en su totalidad y se refirió a Chile como un pueblo, no como una nación. La Constitución de Cádiz de 1812, que intentó constitucionalizar la nación española al asimilarla con la monarquía transatlántica, contiene una caótica enumeración de reinos, virreinatos, audiencias, cabildos, señoríos, provincias…, cada uno de ellos constituido como sujeto político en los convulsos años posteriores a 1808. Los primeros pronunciamientos tras la crisis de la monarquía hacen referencia a espacios diversos:
toda extensión de la monarquía, una previa capitanía general, una provincia, una audiencia… Esa situación anárquica se resolvió aparentemente con las independencias de las antiguas divisiones administrativas virreinales, pero las fronteras nacionales tardaron en fijarse, en algunos casos, hasta bien entrado el siglo XX.
Son varios los nuevos Estados cuya independencia fue de otras naciones americanas: Venezuela,
Ecuador, Uruguay… El virreinato de Nueva Granada se partió en tres repúblicas: Colombia, Venezuela y
Ecuador, y después EEUU fomentó la aparición de una cuarta: Panamá. Del virreinato peruano surgieron Perú, Chile y Bolivia; y del de Río de la Plata, Argentina, Uruguay y Paraguay. En Centroamérica, la
fragmentación llegó a sus extremos cuando la capitanía general de Guatemala originó cinco repúblicas.
«En el contexto de
las independencias,
con naciones aún
inexistentes y Estados
incompletos, la
‘patria grande’ fue
un horizonte común»
Como recuerda John Lynch en Caudillos in Spanish America, 1800-1850 (1992), la única solución
para los nuevos sujetos políticos fue imaginarse como naciones que sustituyeran a la extinta monarquía. Mientras hubo una causa común –la independencia– reinó la fraternidad entre los caudillos criollos. La nueva república del Perú estuvo gobernada sucesivamente por un rioplatense, José de San Martín; un venezolano, Simón Bolívar; un altoperuano, Andrés de Santa Cruz; y un quiteño, José de La Mar.
Generales venezolanos gobernaron cinco repúblicas en América Latina. Bolívar y Rafael Urdaneta en Colombia, Juan José Flores en Ecuador, Antonio José de Sucre en Bolivia, Bolívar en Perú y José Antonio Páez en Venezuela. Pero a medida que avanzó el siglo XIX, se amplió el sentido de extranjero, aumentaron los recelos entre los vecinos y los caudillos se atrincheraron en sus fronteras nacionales. En Guatemala, Rafael Carrera tomó por asalto el poder al grito de “mueran los extranjeros”, representados por Francisco Morazán, el héroe hondureño que gobernaba en El Salvador.
En el contexto de las independencias, con naciones aún inexistentes y Estados incompletos, la patria grande fue un horizonte común. Después, la nación se convirtió en una e indivisible. En cada una de ellas, grande o pequeña, surgió el sentimiento de la “más exasperada soberanía”. Según escribió Germán Arciniegas en El continente de siete colores (1989), el célebre ensayista colombiano insiste en que si no hubo más guerras en la región fue porque las fronteras eran selvas, cordilleras y desiertos.
En el siglo XIX, los americanistas intentaron mantener vivo el espíritu bolivariano organizando conferencias políticas continentales. Detrás de esta idea hay una realidad. Desde la Baja California a la Patagonia son evidentes los estilos de vida, hábitos y actitudes mentales comunes. En ninguna parte del
mundo es posible viajar tan lejos, a través de tantas regiones y países, sin que algo similar suceda en el viaje. El catolicismo configura las actitudes prevalecientes en relación al trabajo, la diversión y las metas vitales. El medio ambiente es otra causa común. En Nature, los ecologistas británicos Norman Myers y Russell Mittermeier identificaron 25 puntos críticos de biodiversidad en los que creen deberían concentrarse los esfuerzos conservacionistas: solo abarcan el 1,4% de la superficie terrestre, pero contienen el 44% de todas las especies de plantas vasculares y el 35% de cuatro grupos de vertebrados. Siete de esas zonas están en América Latina y el Caribe.
Supranacionalismo en América
En 1889 en Washington se celebró la primera Conferencia Panamericana, que en 1910 adoptó el nombre de Unión Internacional de Repúblicas Americanas. En la convención de La Habana de 1928 recibió una cierta estructura institucional. Sin embargo, la falta de ratificaciones necesarias impidió que el acuerdo entrara en vigor, lo que favoreció a las instituciones interamericanas promovidas por Washington. El Tratado de Río de Janeiro (TIAR) de septiembre de 1947 creó un mecanismo de defensa mutua. Y en diciembre de 1951, la Carta de Bogotá creó la Organización de Estados Americanos (OEA).
El internacionalismo cubano de los años sesenta y setenta del siglo XX recreó el fenómeno desde la izquierda. En las guerras civiles centroamericanas, las brigadas internacionales guevaristas formaron parte importante de las filas insurgentes. Las dictaduras también actuaron de forma unitaria, como
muestra la llamada operación Cóndor, en la que participaron los regímenes de Bolivia, Chile, Argentina, Uruguay Paraguay y Brasil.
Los tiempos –y las circunstancias– son hoy muy distintos. Proteger mercados más amplios para impulsar la industrialización a través de la sustitución de importaciones sería regresar a las enseñanzas que predicaba Raúl Prebisch en la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). En 1982,
el año que México declaró el default, la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) se disolvió. La baja industrialización de las economías regionales hacía que gran parte de sus principales productos primarios –agrícolas y minerales– compitieran entre sí por los mismos mercados. En 1974, Chile abandonó el Pacto Andino después de que el régimen militar abriera unilateralmente el mercado chileno a terceros países.
Pero América Latina no podía nadar contracorriente. En los años noventa, el Consenso de Washington desacreditó las estrategias de desarrollo autárquicas. La economía latinoamericana representaba a mediados de la década el 3,5% de las exportaciones mundiales y el 4,5% del PIB global. Brasil, la economía más grande de la región, el 2%. En esta situación, en abril de 1996, se reactivó el Mercado Común Centroamericano. A finales de los noventa se contaban en la región 35 acuerdos comerciales, cuatro uniones aduaneras y decenas de acuerdos bilaterales. El comercio intrarregional aumentó del 8% de las exportaciones regionales en 1988 al 25% en 1995.
Es un largo aprendizaje. Solo Brasil, Chile y Cuba estuvieron entre los 23 países que firmaron el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, en inglés) en 1947. Perú y Uruguay se incorporaron años después. Argentina esperó dos décadas, hasta 1967, al final de la Ronda Kennedy.
Colombia lo hizo en 1981 y México y Venezuela esperaron hasta 1985, al comienzo de la Ronda Uruguay. En 1991, se firmó el tratado de Asunción que creó Mercosur. Y en 1994 entró en vigor el TLC o NAFTA, Tratado de Libre Comercio entre EEUU, Canadá y México. Según Soledad Loaeza, con el acuerdo, México finalmente reconocía “la naturaleza ineludible de la geografía”.
A partir de aquí, hay muchas rutas posibles. La CEPAL, por ejemplo, sigue defendiendo un regionalismo “abierto y flexible”. El mexicano Jorge Castañeda propone un modelo más parecido al de la UE. Con fondos de cohesión, subsidios y facilidades de crédito para sectores estratégicos, cartas sociales y
ecológicas, gastos para I+D y mecanismos de solución de disputas. Soñar no cuesta nada, parece creer el excanciller mexicano. Pero, al fin y al cabo, como recuerda un proverbio chino “una larga marcha empieza siempre con un primer paso”.
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