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Elogio al fútbol

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No existe entretenimiento más apasionado, sencillo, abstracto, infantil, lúdico, que el correr tras una pelota que roda, que el correr con ella administrándola. O tocarla o patearla; que el gambetear a un rival no dejando que la toque, cabrear al siguiente defensor que se nos viene como una tromba, y dispararla de un puntapié, con tal puntería, que ingresa por donde el arquero no alcanza a contenerla; y, gritar, hecho un poseso: ¡GOL!…y sentir que la alegría estalla en nuestros pechos. 

No hay escenario humano en que la igualdad entre los hombres se dé tan diáfanamente como en un partido de fútbol. Deporte en el que solo interesa la capacidad de tu cuerpo y tu mente para meter goles o evitarlos; de nada vale sobre el césped el color de tu piel, el dinero que cuentes, lo bello o feo que seas, la mujer que enamores, la religión que profeses.

Y no existe mejor simulación de una guerra y un juicio equilibrados, en que los dos bandos tienen las mismas armas, el mismo número de combatientes, las mismas reglas y hasta un árbitro que dicta y hace cumplir sus inapelables sentencias en el acto y ante la vista y la opinión de todos. Es decir, es la única guerra justa que libramos los humanos, el único juicio transparente y rápido. Por eso y por más, el fútbol es una quimera, una fantasía. 

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No existe actividad humana más barata y sencilla para realizarla. Necesita solo de una pelota (de trapo, de jebe, de cuero, de lo que sea) y un retacito del planeta (de tierra, de pasto, de cemento, de calle). 

Sus críticos, especialmente los más altaneros intelectuales que se sorprenden que los futbolistas extraordinarios ganen tanto dinero… “con los pies”, se rasgan las vestiduras y se mofan de la poca inteligencia que, en su opinión, tienen los futbolistas. 

Preguntémonos ¿qué es la inteligencia? La capacidad de resolver los problemas que se nos presentan. En el juego del fútbol, recibir la pelota es tener un problema entre los pies y, saber cómo llevarla, defenderla sorteando a los rivales, pasarla a un compañero o dispararla al arco: son varios problemas que se presentan en cascada. Aunque nadie lo crea los buenos futbolistas tienen una prodigiosa inteligencia. Primero, porque nadie toma tantas decisiones en solo noventa minutos. Segundo, porque pocos toman decisiones acertadas tan rápido, sobre la marcha, con los compañeros de equipo avanzando, los rivales acosando y los espectadores valorando y exigiendo. Tercero, porque nadie toma una decisión y la realiza ¡en el acto! como un futbolista admirable.

Cuarto, porque no hay algo más difícil que: lograr que el cuerpo realice las proezas que la inteligencia sueña. Quinto, porque tomar tantas buenas decisiones y realizarlas de inmediato, cuando se trata de decisiones tan abstractas como una idea musical de Mozart o el teorema de Pitágoras, tiene un hálito de grandiosidad. No se extrañe, no estoy blasfemando. Como entre los músicos, los matemáticos o los carpinteros, hay, entre los futbolistas: malos, regulares, buenos y extraordinarios. (cuando los comparo con el genial Mozart o el inmortal Pitágoras, me estoy refiriendo a los futbolistas de época, a los geniales). Así que, amigo o amiga, colegas intelectuales, eso de despreciar a un extraordinario futbolista porque “juega con los pies”, es, simplemente, no tener cabeza. Y envidiar, con el hígado, los millones que ganan. 

Dichosos somos los que del fútbol gustamos, porque nuestras almas (con la inocencia y la emoción de un niño que dando sus primeros pasos se atreve a correr tras de una pelota), corremos tras de esa ilusión, de esa fantasía que se verifica en cada partido de fútbol. Dichosos somos de emocionarnos con algo tan sencillo y abstracto en que los seres humanos derrochan lo mejor de sí: su capacidad, física y mental, puestas al servicio de una quimera, de un garabato que, románticamente, nos apasiona y entretiene. 

Qué maravilla ser jugador o espectador circunstancial de un partido de fútbol callejero. O puestos frente a un televisor, observar un partido en comunión con los millones de congéneres que hacen lo mismo. Al mismo tiempo, en los más diversos rincones del planeta. En esos instantes mágicos, renuncio a mi personalidad. Porque me siento hermanado por un mismo lazo emotivo con millones de seres humanos- Y, aunque no los conozca ni nunca llegue a verles la cara, me basta saber que sentimos y nos entusiasmamos al unísono y por el mismo estímulo. ¡Alegrémonos! Que no hay grandeza mayor en la vida que el poderse alegrar con las cosas más sencillas: veintidós hombres corriendo detrás de una pelota. 

Juan Guillermo Carpio Muñoz 

Texao Arequipa y Mostajo. La Historia de un Pueblo y un Hombre 

Tomo IV. PÁGS. 54 – 55 

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