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Crónica ganadora del XI Concurso Literario “El Búho”: “El llamado de las paredes”

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El autor del trabajo ganador de la categoría Crónica, es Alan Ronald Choque Domínguez.

Sobre el autor

Nacido en Pambarumbe- Morropón- Piura; egresado en Lengua y Literatura por la Universidad Nacional de Piura. Ha vivido de aventura en varias regiones del país, llegando a sentirse arraigado a AQP, desde la primera vez que caminó sus calles. Quisiera poseer la desmesurada pasión lectora que tenía Borges. Tiene dos libros en preparación: un cuentario y un poemario. Admira la prosa de Ortega y Gasset y el cine de Kaurismäki; intenta construir una filosofía del pesimismo en la que pierde siempre la paciencia; tiene como aficiones bien atendidas, el alpinismo, las artes marciales mixtas, y el box.

A continuación publicamos el trabajo ganador de la categoría Crónica, el que será luego parte de una publicación recopilatoria.

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El llamado de las paredes (crónica)

Cuando llegamos al nuevo alquiler, ubicado en una discreta callecita de Paucarpata, faltaban dos días para que el mundo pronunciara con pavor el extraño nombre de Wuhan, y el gobierno estableciera medidas de encierro. La nueva vecina asomó a su ventana blandiendo una escoba, mientras se enteraba de las cosas que íbamos bajando, y nos miró con una aceptación tácita hasta que acabamos de meter la última silla. Era una mujer que aparentaba soledad; rayaba en su frente algo característico de las mujeres que han resistido duros embates, y a pesar de que los cabellos desgreñados y la cara organizaban la máscara de una loca, no nos pareció desagradable.

Corridos tres meses de cuarentena, por mitad de junio, lo poco que sabíamos de nuestro vecindario era gracias a los quicios y a una ventana; por ahí registrábamos algunos hechos menudos y gente extraña cruzando a las tiendas. Pero sobre todo fue de las paredes, como parlantes, de donde esperábamos pasos de peligro o acecho. Aprendimos a vivir oyendo alarmas de ambulancia. En la TV se narraba 24 horas, la carnicería mundial.

Los enlaces desde el Honorio Delgado, mostraban las puertas de emergencia como fauces sedientas, tragándose cuerpos que iban a hundirse por salas caóticas, o a perderse entre montículos de bolsas negras; proyectaban sirenas policiales arrastrando gente a las tolvas y ejércitos de uniformes blancos esmerándose a tientas por la vida. Todo este cuadro nos oprimía y nos traumaba de cuidados, y la peste avanzaba a tumbos por la ciudad. Vivíamos pegados a las ranuras de las puertas; llegamos hasta a calafatearlas con papeles y trapos para que no entrara la tormenta y se hundiera nuestra flamante posada.

Cierta mañana despertamos con la muerte cerca. La señora que pasaba a las 6 a comprar pan fue la primera a la que el virus mató. Ocurrió la madrugada del 20 y se la llevaron jadeando. Media cuadra asomó por las ventanas. Vimos las puertas abiertas de la ambulancia y dos hombres afantasmados saliendo rápidamente con un cuerpo chupando del respirador. Era la primera víctima a cinco puertas de la nuestra. Recuerdo que ese día, por la tarde, salí a comprar té, y al pasar por la casa de la difunta, percibí un hedor metafísico; el hogar severamente cerrado, salvo una ventanilla alta, cubierta con plástico, donde un niño movía sus manos como marioneta.

Mi madre y mi hermana, junto con la Morro, mi sobrina, evitaban referirse al desfile imparable de cadáveres. Se la pasaban recordando anécdotas divertidas, lugares, personas, o ajustando planes para iniciar ni bien acabara el encierro. De vez en cuando surgían inquietudes, sospechas y temores de nuestros familiares y conocidos. Entonces se hacían llamadas, se wasapeaba, o se revisaba los estados de Facebook.

Todo iba bien hasta que llegó aquella noche en que las paredes empezaron a gemir fuertemente. Era un domingo a las doce mas o menos, y no sabíamos si deambulaban fantasmas por la casa o era creación inédita de nuestro miedo. Sentimos que lloraban y que era real. El llanto llegaba a tal éxtasis, que daban ganas de salir corriendo a consolar al que sufría de ese modo. Nos pusimos a buscar palmo a palmo de la pared un punto que nos conectara con aquel sufrimiento; miramos la calle, nada; los postes velaban como grandes cirios. Buscamos con más prisa, hasta que, en el dormitorio, cerca al techo, hallamos una entrada por donde se filtraba la voz rota, asistida por ruegos que parecían venir de una joven. El orificio daba a la casa de la vecina.

Subí a descubrir y encontré ese domingo, ya empezando la madrugada, un cuadro suplicante y fatal: una joven y un niño alentaban a la mujer que estrujaba las frazadas con locura, mientras su rostro naufragaba en lágrimas. El niño, de unos tres años, miraba lo inefable, al lado de la chica, abrazado a sus faldas. La vecina no se agotaba pidiéndole perdón a su hermano y a su madre.

Escuchamos el nombre de La Joya y una maldición en voz alta, y estuve cerca, pero sentí que era inoportuno hablarle por esa ventanilla de espía a una desconocida. Seguramente la misma madrugada que iba llegando a las dos, habían fallecido arrasados por la mortal gripe. La mujer recibió un vaso de agua que bebió temblando. Decidí no seguir en la mira, y las horas que faltaban para amanecer estoy seguro que serán en nuestras vidas de las más terroríficas que hemos pasado.

Los días siguientes la infortunada mujer echó a salir con recurrencia; iba descuidada, indiferente, erguida. Mas que salir por compras parecía alistada para desafiar y maldecir a la muerte. Todo lo observaba por la ventana del segundo piso y corría a decírselo a mi madre. Habían pasado cinco días desde esa madrugada, hasta la tarde que retumbó una toz seca en las paredes, un ahogo y harta escupidera que no paraba. Nos miramos; el miedo y el suspenso vino primero de mi madre que se fue corriendo a la sala tapándose la cara con un trapo. Tienes que tapar el hueco; anda rápido que nos moriremos. Yo no temía, pensaba que, si el Covid me alcanzaba, iba a poder superarlo; pero mi madre contaba con sus años y mi hermana había sido diagnosticada con TBC hace un tiempo.

Busqué periódicos, los hice una bola compacta, y subí a tapar el orificio, no sin antes atisbar el cuarto. Solo alcancé a ver una pierna, la frazada a punto de caerse, un termo y hartas tabletas de pastilla en la mesa; la tos persistía. Sellé con un trapo el bollo; ahora el sonido llegaba lejano, pero reconocible aún. Pensamos en la situación de sus pequeños compañeros, a la vez que vimos más inseguras las cosas; hasta mascarilla llegamos a usar en casa, y en los almuerzos nos hablábamos de lejos; una sensación atroz de sospecha y terror nos cogía por el cuello cada minuto.

 Habían pasado casi tres meses desde que tomamos posesión de una casa agujereada por lamentos. Uno domingo salí temprano a la compra semanal, y en la tienda hallé a la mujer morena que vivía al frente, me dijo que la vecina se llamaba Juana; le pedí su cel; no sé si te contestará, me dijo. Esa misma tarde le escribimos al wattsap, al instante contestó y estaba sorprendida que fuéramos nosotros; nos agradeció mucho. Nos contó brevemente todo lo que había pasado y cómo estaba recuperándose, y de su hija que la ayudaba.

Así la seguimos hasta las dos siguientes noches, llamándola para preguntarle cómo estaba y para darle ánimo; pero luego ya no contestó mas y volvimos a oír llanto en las paredes. No podíamos creer que tanto dolor siguiera golpeándola. Escuchamos, apenas, un nombre de mujer ¿otra hermana? Ahora hacía coro con su hija. Se oía un llanto más calmado; pero profundo y sin pausas. No sabíamos qué hacer o qué decir; nos mirábamos mudos intentando oponer una frase a la crueldad, pidiendo explicaciones a Dios; sintiendo un desamparo que nos roía las entrañas.

Varios días después intentamos conectarnos otra vez. Mi madre le enviaba stickers del sagrado corazón de Jesús y canciones cristianas; pero ya la sentíamos lejos del diálogo. Las paredes daban al silencio absoluto.. Empezamos a creer en la remontada al dolor; pero lo imposible, lo inverosímil, querían plasmarse una vez más como terca y sangrienta realidad. Volvió a ver un llanto mucho más lejano; la hija reclamaba al padre. Recuerdo que mi mamá escupió y dijo maldiciones mirando las paredes, acusando a nadie, luego se recogió en silencio.

La muerte había entrado con todo su odio en esta casa. Aquí se habían reunido todos los heraldos negros que nos manda la muerte, en ondas de peste lanzadas por un destino que blasfema la fe más adorable. Ni la política mentirosa y corrupta, ni el dado de Dios, ni el amor, ni nada, podían salvar este hundimiento, esta masacre; yo no sé…. ¿a dónde ir si no a la resignación? Ahí teníamos que estar todos. Así era.

A fines de ese año nos tocó irnos del lugar; habíamos comprado un lote por Apipa. Al levantar las cosas otra vez, nadie estaba en la ventana. Solo la hija nos guiñó un adiós desde la vereda.   

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Autor

  • Las notas publicadas por “Semanario El Búho” fueron elaboradas por miembros de nuestra redacción bajo la supervisión del equipo editorial. Conozca más en https://elbuho.pe/quienes-somos/.

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