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Multitudes provincianas: entre la esperanza y el desprecio

"Nunca antes había sucedido en nuestro país un fenómeno social de tal magnitud, ni con tales caracteres. Lejos de la capacidad de organización de los partidos políticos. Y más lejos aún de las posibilidades de agitación de los innumerables grupos y sectas pretendidamente izquierdistas"

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De pronto, en apariencia súbitamente, las multitudes populares comenzaron a salir a las calles y caminos en muchos lugares del Perú a protestar, como un movimiento que se comunicaba de un sitio a otro. La respuesta de los titulares del gobierno fue tratar de pararlos a balazos y abatieron a unos 55 jóvenes.

Pero las multitudes no se calmaron ni acorbadaron. Al contrario, sin perder la serenidad continuaron su protesta en las calles, plazas y carreteras. Y luego, innumerables delegaciones de ellas se embarcaron en cuanto vehículo pudieron o se desplazaron a pie por las carreteras en dirección a Lima. Una vez en la Capital, marcharon por las calles y avenidas hasta que fueron contenidas por miles de policías de choque y bombardeos con gases lacrimógenos. Tal cantidad de policías en las provincias y Lima le permitió a la ciudadanía enterarse que está cercada por un régimen policiaco, como en un campo de concentración.

Nunca antes había sucedido en nuestro país un fenómeno social de tal magnitud, ni con tales caracteres. Lejos de la capacidad de organización de los partidos políticos. Y más lejos aún de las posibilidades de agitación de los innumerables grupos y sectas pretendidamente izquierdistas. Incluso si se hubieran unido. A lo más, algunos de sus miembros sensibilizados y hasta probablemente sorprendidos se unieron a esos manifestantes.

Dos preguntas suscita este fenómeno social: cuáles son sus causas y cuáles las causas de la mortífera réplica de los titulares del gobierno.

La primera interrogante da lugar a dos niveles de respuesta: uno inmediato y otro profundo.

En el nivel inmediato, las motivaciones de las protestas son políticas. Las multitudes populares protestan 1) contra el golpe de Estado parlamentario del 7 de diciembre que depuso al Presidente de la República y lo encarceló, violando la Constitución y las leyes, culminando una campaña de hostigamiento desde antes que asumiera la presidencia; 2) porque ellas eligieron a ese maestro de escuela, hombre del pueblo, trabajador y mestizo; 3) porque ese hombre les había conferido la dignidad de que, luego de doscientos años de vida republicana, uno de los suyos llegase a la primera magistratura de la Nación; y 4) porque en su mensaje del 7 de diciembre, reproduciendo lo que ellos querían, había dicho que cerraría el Congreso de la República, un antro de comechados para ellos, y que procedería a reorganizar el Ministerio Público, el Poder Judicial y la Junta Nacional de Justicia.

En el nivel profundo, estas protestas multitudinarias expresan: 1) el sentir y la voluntad de vastos sectores de las clases trabajadoras que han comenzado a comprender que tienen derecho a un trato económico equitativo, a ingresos más elevados, a servicios públicos eficientes y oportunos y a que sus hijos reciban una mejor educación, puesto que son ellas las que crean la riqueza con su trabajo; 2) a que acabe de una vez la discriminación contra ellas por tener la tez india o mestiza; y 3) que van perdiendo el temor a la represión y a las balas.

En otros términos, en los hombres y mujeres de las clases trabajadoras y campesinas, de la artesanía, de la pequeña producción y el comercio, y en los estudiantes y profesionales salidos de esos grupos va surgiendo la conciencia de su identidad social y de su importancia como fuerza económica y política y, con ella, la aptitud a asimilar la ideología que los lleve a otro estadio histórico del cual ellos sean una fuerza protagónica.

La segunda interrogante, el por qué de la represión y las muertes, tiene varias respuestas. Son: 1) el desprecio de los grupos blancos con poder económico y sus auxiliares en el gobierno por las gentes del pueblo (que se patentiza en la frase: “a esos cholos que protestan en las calles hay que enseñarles quién manda”); 2) el miedo a las multitudes populares (“son peligrosas, sobre todo cuando entienden”); y 3) el deseo obsesivo de escarmentarlas (“para que nunca más vuelvan a hacerlo y ya no se les ocurra volver a creer que todos los hombres y mujeres son iguales ante la ley”).

Por consiguiente, sin ningún reparo legal, dispusieron  que las fuerzas policiales y del Ejército salieran a reprimir y disparar, sin contemplaciones. Los policías y soldados que ejecutaron esas órdenes no tuvieron en cuenta para nada que la ciudadanía no les ha entregado las armas y les paga para que acaben con la vida de los manifestantes y los derechos humanos; sino, al contrario, para que los defiendan. Esa represión y esas muertes son inimaginables en barrios blancos de Lima (“a ellos no se los toca ni con el pétalo de una rosa”).

Recordemos que, en julio de 1949, el gobierno de facto de Manuel Odría expidió el decreto ley de “Seguridad Interior de la República” por el cual estableció la pena de muerte por terrorismo. Y aunque nunca la aplicó, sus esbirros Pips mataron a unas diez personas en operativos contra apristas (que no eran peligrosos para ellos) y comunistas (sus verdaderos objetivos).

Ahora la pena de muerte ha sido decretada, informalmente se diría. Y les ha sido aplicada a unos 55 jóvenes del pueblo que salieron a las calles a protestar. De ellos, la prensa y ciertas oficinas policiacas inconstitucionales han dicho ya, para justificarlas sin fundamento, que actuaban movidos por el terrorismo. Como parte del operativo represivo del gobierno, los fiscales han acusado a más de 600 personas detenidas en las manifestaciones. No sería raro que también denuncien a los que cayeron por las balas y los notifiquen y busquen allí donde están ahora.

La señora rectora de la Universidad de San Marcos ¿estuvo también pensando en que la pena de muerte debería serles aplicada a los estudiantes congregados en el campus universitario para atender a los manifestantes de provincias que habían sido hospedados allí cuando pidió la intervención de la policía para sacarlos? Felizmente, esos estudiantes, intuyendo lo que podría sucederles si resistían, se comportaron prudentemente. Pero igual, las fuerzas policiales los vejaron desde que rompieron una puerta con una tanqueta. Los hicieron recostarse en el suelo, como a reclusos de Lurigancho y El Frontón bajo los gobiernos de García y Fujimori antes de matarlos. Los enmarrocaron y los condujeron a una prisión local. No fue solo una metida de pata hasta el bikini. De no haber habido periodistas ¿qué habría sucedido?

Mientras tanto, la señora Presidenta, autora mediata de las ejecuciones de la gente en las calles, sigue en Palacio, asistida por los grupos golpistas del Congreso, de derecha, centro y pretendida izquierda que vacaron ilegítimamente al presidente Castillo, con la intención, al parecer, de quedarse todos hasta julio de 2026. El artículo 115º de la Constitución dispone que por impedimento permanente del vicepresidente en ejercicio de la presidencia, asume sus funciones el presidente del Congreso. Y convoca de inmediato a elecciones.

Ese impedimento sobrevendría si la Presidenta renunciara. Y así se resolvería la crisis política generada por el golpe de Estado del Congreso. Si no renuncia, se tendría que modificar la Constitución con 87 votos en dos legislaturas seguidas para convocar elecciones en el plazo que ellos quieran. Pero todo indica que esa mayoría nunca podría alcanzarse. A esos grupos les es necesario, por lo tanto, mantener a Dina Boluarte en la presidencia para quedarse.

Dina Boluarte fue elegida por el voto de los electores de los departamentos que ahora la rechazan. Está por lo tanto, totalmente desautorizada. Y su presencia en la Presidencia es la causa inmediata de la actual crisis política de nuestro país.

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