Pienso en “Disintegration” (The Cure) y me recuerdo en una calurosa tarde de 1992, curioseando en las Galerías Brasil, mirando discos y echando cuentas con ansiedad porque mis exiguas monedas no me daban muchas alternativas. De pronto suena ese bajo de Simon Gallup en “Fascination Street” y yo, que he sido siempre un antisocial, tuve que ir al puesto de donde provenía esa insólita melodía y preguntarle al vendedor qué estaba sonando. El tipo calvo y de gafas me alcanzó entonces el estuche del CD, obviando las palabras, por supuesto. Entonces fue que vi la mirada afligida de Robert Smith, sumergido para siempre en un mar de lágrimas, asechándonos desde un reino velado y solitario.
Cuántas cosas hemos vivido con “Disintegration”. Cuántos adolescentes amanecieron en una calle del centro con esa música en sus venas, saliendo a duras penas vivos de “No Helden” o de “Bauhaus”, tomando la sagrada decisión de no volver a casa, por lo menos no aquel día. “Disintegration” ha sido la banda sonora que ha coloreado nuestros peores días con colores tenues y delicados, como un cielo a punto de oscurecer.
Lo que más sorprende, después de años y años girando este disco, es comprobar cada vez lo vigente y en plena forma que se encuentra. Ciertamente, uno se conoce las canciones al dedillo, las tiene impresas en la memoria, pero cada vez que pone el disco en la bandeja y suena “Plainsong”, que es la perfecta introducción para el viaje que propone Smith, se queda sorprendido por un matiz, alguna reverberación, algún delay que antes había pasado desapercibido, o en todo caso puede ser que no hallemos novedades, pero siempre vendrá la sorpresa, quizá bajo la forma de una sencilla exclamación: “¡Dios, pero qué bien sigue sonando esto!”.
La belleza de “Disintegration”, aquellos pasajes de aturdidora tristeza, como cuadros impresionistas que retratan paisajes idos y únicamente rememorados, se halla también en su álbum anterior, “Kiss me, Kiss me, Kiss me” de 1987, aunque por momentos, en chispazos. Es con “Disintegration” que The Cure alcanza su madurez y encuentra a Robert Smith en el mejor momento para expresar su sentir: llegaba a los treinta, se había casado y debía elegir un camino. Su natural pesimismo lo llevó a plasmar un álbum oscuro y melancólico, con una oscuridad muy distinta a la de sus primeros álbumes, en los que las huellas crudas del punk todavía son visibles. En “Disintegration” todo es sombrío, sereno y melancólico. No es una explosión sino un lento desvanecerse, un fade out cantado con la convicción de un “memento mori”.
Me gusta mucho el tiempo que se toma la banda para crear un ambiente siniestro y asfixiante: en “Plainsong”, por ejemplo, se toman casi tres minutos de instrumentalización para introducir al oyente a ese terreno sombrío desde el que la voz de Smith nos contará sus verdades, sus sueños y sus temores. No hay ninguna prisa. Cae la lluvia (¿o son lágrimas?), hace mucho frío y estamos esencialmente solos. Ha pasado el tiempo y estamos solos finalmente. Treinta años es un momento crucial en la existencia… pero tú estás solo.. Elegiste el delineador en los ojos y el emplasto en el cabello y estás solo. ¿Qué te queda? ¿Mirar viejas fotos para sentirte menos solo? ¿Aferrarte a la idea convencional del amor para que tus sentimientos hallen sintonía con los sentimientos de los demás? Todo es inútil. La soledad es tu más fiel compañera, acéptala.
“Disintegration” tiene esa expansividad abrasiva, lenta y triste que te deja hecho añicos. Si lo escuchaste en tu adolescencia, recuerda, sin embargo, que esos sentimientos que te conmovieron fueron reales. Acaso nunca fuiste más real que el adolescente que fuiste cuando escuchaste este álbum. Y puedes volver a serlo cada vez que lo tomas del estante, le sacudes un poco el polvo y…
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