La política clásica se agota en la nueva crisis en Perú

"la ingenuidad radica en una concepción simplista de la violencia, ya que se tolera o reclama aquella que ejerce el Estado. Pero al mismo tiempo desconoce que los que marcharon en Lima sufren cotidianamente de todo tipo de violencias"

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Son muchos los que sostienen que Perú está atravesando una severa crisis, casi siempre calificada como política o institucional, con violentas represiones de las marchas ciudadanas, y aunque los agrupamientos políticos se desacreditan cada vez más, de todos modos mantienen cuotas de poder.

En muchos sentidos esa descripción es acertada, y es urgente denunciar esas represiones y esas muertes. Pero eso no debe impedir hurgar en causas más profundas. Se debe explorar las implicancias de que los eventos actuales sean parte de una sucesión de hechos que comenzaron antes de la presidencia de Dina Boluarte, e incluso antes de la gestión de Pedro Castillo, y tienen una duración mucho más larga. Se lidiaría con el agotamiento de los mecanismos y la institucionalidad de la política convencional que avanza, poco a poco, por la resignación de algunos y la aceptación de otros. De ese modo, la presente crisis o las anteriores serían síntomas de una enfermedad crónica.

Un primer plano se ubica la durísima represión gubernamental con un saldo de casi 70 muertos y centenares de heridos. Son hechos denunciados por muchos aunque hay otros, que consideran que los violentos eran los que marchaban en las calles, que respaldaron las acciones policiales y militares, y entendían que las muertes se debían a eventos que se salieron de control. En esas posiciones asoma la ingenuidad y el temor.

En efecto, la ingenuidad radica en una concepción simplista de la violencia, ya que se tolera o reclama aquella que ejerce el Estado. Pero al mismo tiempo desconoce que los que marcharon en Lima sufren cotidianamente de todo tipo de violencias, desde hace mucho tiempo, y que incluso es ejecutada o tolerada por ese mismo Estado. Es temerosa por el miedo que sienten ante los manifestantes, ante los que llegaron desde las regiones. A esos otros que conciben como distintos, y ese sentir los lleva a aceptar que se les reprima con violencia.

Muchos de los que protestan han padecido múltiples formas de violencia, y no son pocos los que, aplastados por ella, apenas sobreviven. Son testigos de la prepotencia o las torturas policiales, los amenazados por empresarios o políticos, o los que sufren a las bandas criminales. Todo ello está embebido en otras violencias que no pasan por el castigo corporal, sino que están en la exclusión y el menosprecio. La sufren vecinos y comuneros, y eso hace que en muchas ocasiones la reproduzcan dentro de sus comunidades y familias. Responden con violencia porque eso es lo que padecen, lo que observan y lo que sufren.

No comprender esta situación lleva a ingenuidades que nublan la reflexión, alimentando alertas simplistas, especialmente desde las clases acomodadas en las grandes ciudades, que denunciaban ácidamente la violencia de los de abajo, aunque al mismo tiempo negaban que ellos mismos, por estar allí arriba, tienen mucha responsabilidad en lo que sucede. Pero su simplismo, la ingenuidad y el miedo, hizo que presionaran por enviar a los policías y militares, exculpándose de los muertes calificándolas como excesos de unos pocos. Algo que en realidad es una forma disimulada de tolerarlas como si fueran los daños colaterales en una guerra.

Esas posiciones expresan lo que podría calificarse como auto-exclusiones morales. Son personas que no se sienten corresponsables en la diseminación de la violencia. Esa prescindencia lleva a que se tolere la violencia, y con ello, promueve que se repita. Del mismo modo, casi todos los políticos, sea en el gobierno, en el congreso y aún a nivel regional o local, muestran que esas muertes no les resultan intolerables o insoportables.

En esto hay un contraste con lo observado en otros países en otros momentos. Así, en Argentina, bajo las protestas ciudadanas en 2002, la muerte de dos manifestantes fue un hecho considerado intolerable por buena parte de la sociedad. Pero también asumido como tal por la clase política, lo que llevó a que el presidente Eduardo Duhalde adelantara el cronograma electoral para tener elecciones a los pocos meses y desechar una posible reelección. Nada de eso ocurrió en Perú en los últimos meses: Boluarte se aferra al sillón presidencial, y la tragedia que vive el país no le resulta vergonzosa a la mayor parte de los congresistas. Son actitudes que refuerzan la tolerancia y resignación ante la violencia y la muerte.

Esta condición tampoco es la primera vez que ocurre. Considerando mayores escalas de tiempo, se recordará que se han repetido por años las movilizaciones y protestas ciudadanas contenidas por represiones violentas. En ocasiones amplios sectores de la sociedad reaccionan ante esos hechos, muchos de ellos horrorizados por las muertes. Por ejemplo, en 2009, después de conocerse la masacre en Bagua, desde Lima se repetía que había servido para una nueva comprensión de la realidad indígena y que un hecho así nunca debería repetirse. Pero ese rechazo se diluyó poco a poco, y esa es una cuestión clave que no puede pasar desapercibida. Con cada nueva crisis se va naturalizando la violencia, y al mismo tiempo cada evento puede ser un poco más grave que el anterior.

Denunciar la situación actual es necesario, pero es igualmente alarmante, o tal vez más, que se repita. Esa deriva la subraya José de Echave advirtiendo que “transcurridos 20 años del informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación y 40 años de la violencia que golpeó al país, pareciera que nada sustantivo ha cambiado”. Queda en evidencia una resistencia, como advertía años atrás Víctor Vich, para reconocer lo traumático y grotesco de la violencia, el miedo y el autoritarismo.

Ante esas circunstancias siempre se elevaron denuncias y resistencias. Y podría decirse que las mayorías despreciaban prácticas como las torturas, golpizas o represiones violentas a manifestantes. Pero lo que está ocurriendo es que los balances en estas y otras cuestiones, se modificaron, en especial después de la pandemia por coronavirus. Se volvió más común aceptar la violencia y la muerte. Se llega a los extremos actuales tales como disparar contra multitudes, algo que ni siquiera ocurrió bajo el fujimorismo según describe Eduardo Cáceres, de la Asociación Pro Derechos Humanos (Aprodeh).

Esa aceptación de la muerte de las personas y también de la naturaleza es propia de la condición de la necropolítica. A pesar de las denuncias y de los intentos de cambiar esas conductas, incluso más allá de algunos éxitos, parecería que ya no se logra detener la violencia, y poco a poco avanza la aceptación de ese dejar morir.

Estas circunstancias no responden únicamente a limitaciones o perversidades en las personas, sino a que los propios mecanismos e instituciones políticas se muestran incapaces de resolverlos. Es por ello que las crisis se repiten bajo distintos actores, y la desaprobación con los políticos trepa a niveles escandalosos, superando el 90%. Se disemina la necropolítica, y que ese extremo pase desapercibido para muchos, es otra indicación del agotamiento de la política bajo la modernidad contemporánea.

El término agotamiento refiere a la incapacidad para generar respuestas, sean innovaciones o reformas, sea en las prácticas o en las instituciones, para revertir la sucesión de crisis que se sustentan sobre la violencia y la muerte. Esta interpretación, aunque use otras palabras, esencialmente se corresponde con la de José Carlos Agüero al diagnosticar que se está ante un colapso social. Por lo tanto, agrega, no son crisis sino un colapso por el cual las instituciones dejan de serlo y el tejido social se deshilvana.

La deriva hacia la necropolítica justamente resulta de ese colapso en tanto hay una imposibilidad en lograr una respuesta social generalizada que bloquee nuevas violaciones en los derechos de las personas y la Naturaleza, y asegure la calidad de vida o en fortalecer la democracia. Ese agotamiento también radica en negar o minimizar que esta problemática se arrastra desde hace años. La necropolítica es muy efectiva en producir cegueras a sus propias consecuencias. A su vez, lo que se interpreta como “una crisis” pasa a ser una consecuencia más de esas condiciones. Las herramientas de análisis usuales también adolecen de límites. Por ejemplo, abordar los eventos recientes desde las ideas de clase, raza o subalternidad pueden tener sus utilidades específicas, pero son insuficientes.

En estas circunstancias postular respuestas ante la crisis, tales como aplastar la protesta ciudadana carece de todo fundamento. No sólo porque acentuará la necropolítica sino porque no resuelve ningún problema y al poco tiempo estallará otra crisis. Restituir a Pedro Castillo como proponen unos pocos, no solo deja en claro que no se entiende la coyuntura, sino que los que postulan eso también son parte del problema.

Promover elecciones presidenciales cuanto antes, como exigen unos cuantos más, serviría para descomprimir la crisis presente y acabar con la represión. Que no es poca cosa. Pero si las causas son más profundas y van más allá de las personas, como se argumenta aquí, tampoco está asegurada una solución sustantiva. Ni siquiera la convocatoria a un proceso constituyente puede asegurarla. Dadas las actuales tendencias en el electorado es posible que se repita un escenario similar a la última elección, dominado por la fragmentación y las posturas conservadoras e incluso reaccionarias.

Para enfrentar y revertir la condición necropolítica es necesario avanzar en dos frentes a la vez. Por un lado, reconstruir el sentido de pertenencia a una misma comunidad política, incorporando en especial a los excluidos y marginados. Por otro lado, se debe promover una política pero que tiene que ser de otro modo (una “política otra”).

Esta podrá incluir mecanismos, instituciones y prácticas políticas que pueden ser conocidas pero que deben obligatoriamente ajustarse. Y desplegarse de otros modos, junto a necesarias innovaciones. Ese esfuerzo descansa en una postura que debe ser muy distinta a la que siguen los políticos convencionales. Debe ser una política que no tolera la violencia, ni siquiera desde el Estado,. Se espanta con las muertes, y su propósito, irrenunciable, es detener la necropolítica. Y así avanzar hacia el fortalecimiento de la democracia y la protección de la vida. Para iniciar esa tarea es indispensable que el primer paso sea reconocer la condición necropolítica.

Eduardo Gudynas es analista en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES). En redes: @EGudynas.

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