Cuando un historiador muere, muere con él una manera de contar la vida. Algo en el pasado y el presente se apaga para siempre. En adelante los humanos nos habremos de mover desprovistos de las claves que ese historiador sembraba en sus textos, en sus conversaciones, en sus clases maestras. Pistas a seguir para tiempos enredados. “Clave” no es aquí una palabra casual. Su origen latino “llave”, revela el tipo de adminículo que administran estos personajes para viajar en el tiempo y dejarnos sus testimonios de ello. Este es el sentido básico de su oficio, de un oficio que el doctor Quiroz, gran historiador arequipeño cuya muerte nos entristece tanto, ejerció con la vocación y el talento de los llamados a escribir la historia y a hacerla.
Era un arequipeño a tiempo completo, y aunque solía imaginarse ejerciendo su oficio en otras partes del mundo, lo cierto es que moverlo de Arequipa era física y espiritualmente imposible. De raíces profundas en este suelo, al que le dio identidad y prestancia. Viajó muchas veces fuera del Perú, pero sabía que lo mejor de los viajes estaba al final, cuando llegaba la hora de volver a casa. Sus libros hablan por él, y también su carácter. Hombre digno, intelectual apasionado, incansable en la tertulia, y de un temible diente a la hora de recorrer la gastronomía arequipeña. Siento que vivió cada minuto del día con el mismo fervor; pese al paso de los años y las enfermedades que intentaron minar su ánimo.
Lo visité el año pasado, noté que había moderado ese “pesimismo eufórico” que desconcertaba. ¿Cómo así alguien tan crítico de la política, las instituciones, las costumbres, desbordaba entusiasmo en la conversación? Claro, era el entusiasmo de las ideas propias, de la visión jamás adocenada, del temple hecho de vida y biblioteca. En el fondo de sí mismo había una fe inquebrantable en Dios y en las posibilidades del ser humano. Pero, no era inmune a la miserable coyuntura que podía echarle a perder el día.
Los amigos se suelen hacer en el colegio, el barrio, la universidad. Atraídos por las mismas curiosidades y temores se forman grupos para incursionar con mejores vientos en la vida. Pero hay amistades distintas, excepcionales, que se cultivan de otra manera. El doctor Quiroz y yo cultivamos una de esas amistades durante más de treinta años. Una amistad hecha de libros y conversaciones. Allí aparecían el Perú como obsesión, Arequipa como el centro de sus más caras devociones, el maestro Basadre, la religiosidad y, de pronto, el giro sorpresivo hacia la anécdota transgresora, el aguijón en las zonas más sensibles, la carcajada expansiva y contagiosa. Nunca me fui de su casa sin un libro bajo el brazo. “Espérame un momento, Rolando”, merodeaba un rato entre sus estantes -de un orden personalísimo- hasta dar con el que debía obsequiarme esa tarde porque había algo en esa lectura que imaginaba me beneficiaría.
Ahora que escribo estas líneas tengo en mis manos el voluminoso libro de Eric J. Hobsbawn, Las revoluciones burguesas, con una carta suya dentro, tan amable, que me anuda la garganta.
Su enorme generosidad lo llevaba incluso a preocupaciones personales sobre mi futuro. Seguramente no faltaban motivos. Escuché siempre con atención sus consejos, que eran los de un hombre bueno, de un hombre de largo y perspicaz recorrido, con varias bibliotecas en los hombros, una máquina de escribir, y un solo ojo. La visión del otro la había perdido de niño en un accidente pirotécnico. Años después volvería ese “ojo pródigo” para extender sus millas de lector. Era en esos años mi más viejo amigo. Cuando me vine a Lima recibía, cada tanto, sobres manila con fotocopias de sus publicaciones y unas cartas o, diré mejor, epístolas, escritas con la fineza de otros tiempos.
Al final de la vida uno es sus amigos, sus libros y unos cuantos recuerdos que la memoria prudentemente arregla para sosiego del alma. Un escritor dijo, “mi patria son los amigos”. Le creo, eso sí, pocos, pero buenos como el doctor Quiroz.
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