Whitney Houston en una pelĂ­cula que le hurta el cuerpo al baile

"Recomiendo escuchar la voz de Whitney. Recomiendo que alguna vez (mejor todavía si es que se da inesperadamente) uno se regale esa magnífica experiencia de escuchar a la muchachita de Newark en aquel primer álbum homónimo de 1985, editado por Arista"

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A pesar de que la historia de Whitney Houston, plagada de momentos tan épicos como trágicos, es ideal para escribir un jugoso guion que sintonice con el fervor de su multitud de adoradores, “I Wanna Dance with Somebody” (TriStar Pictures, 2022) es poco convincente y demasiado convencional. El guionista, Anthony McCarten, ha hecho lo mismo que hizo con “Bohemian Rhapsody”: ceñirse a la “historia oficial” y no atreverse a apartarse un palmo de ella. El resultado es un plato soso que, por más aderezo que le eches, siempre te deja con la desagradable sensación de que el problema está en los ingredientes.

La historia no sigue una secuencia cronológica lineal, sino que se desarrolla sustancialmente en flashbacks que se remontan al barrio de Houston en New Jersey, en 1983. Pero ese recurso narrativo, que podría parecer un alarde de sapiencia en el montaje, carece de sentido y de finalidad porque no le otorga la mínima nota de emoción al relato. Pareciera que guionista y director hubiesen chequeado las noticias más recurrentes acerca de Whitney Houston (los tópicos de su biografía en Wikipedia, digamos) y jaloneando esos datos aquí y allá hubiesen tejido esta fría amalgama de perogrulladas: su entorno familiar musical (que Whitney recita literalmente a su amiga Robyn mientras caminan por un típico gueto de Newark, con una típica cancha de básquet de fondo), la noche en que Clive Davis la escuchó, su primera presentación en la televisión, el rodaje del videoclip de “How Will I Know” (¡emociona aún hoy!) y su carrera en general hasta llegar al declive que empezó con su relación con Bobby Brown y su incremento en el consumo de drogas.

Hay chapuzas verdaderamente risibles, como la única toma que utilizan para mostrar a Kevin Costner (sentado en un descanso de “The Bodyguard”, Tere y yo nos reímos pues parecía que el tipo se mantenía firme en esa posición durante largos minutos) o aquella escena en que un rubio pelilargo, utilizando estratagemas de alto espionaje, le alcanza un poco de droga a la cantante… en un lapicero.

Precisamente, en esta parte del relato (que se supone debía ser el clímax, el derrumbamiento emocional y físico de la cantante), la película se anda con tiento y no nos muestra a una Whitney demacrada, desaliñada y con evidente desorden de peso (como fue) sino a una Whitney apenas llorosa. El final de la película no tiene la fuerza emotiva de cierre que en algo hubiese menguado sus falencias. Por alguna razón, al director se le ocurrió que cerrar con el famoso medley (¡completo!) del American Music Awards de 1994 era lo indicado. A ello le añade unas patéticas escenas de Whitney en el día fatal de la bañera. Esa intención de atenuar su consumo de drogas, su relación lésbica con Robyn y la problematicidad de ser una cantante negra en un mundo de permanente y abierto racismo y machismo sí es grave. Porque es falseamiento sin más.

Dicho esto, y aunque suene contradictorio, sí recomiendo ver la película. O mejor aún, recomiendo escuchar la voz de Whitney. Recomiendo que alguna vez (mejor todavía si es que se da inesperadamente) uno se regale esa magnífica experiencia de escuchar a la muchachita de Newark en aquel primer álbum homónimo de 1985, editado por Arista. No importa que la película de Lemmons no haya podido pintar el cuadro completo, con sus haces de luz brillantes y sus tétricas sombras, porque quienes escuchamos a Whitney y seguimos (¿con sorpresa?) su desbarrancamiento, tenemos en nuestra mente “la película” definitiva, la que no olvidaremos y en la que estamos nosotros, como figurantes, dispuestos a bailar con alguien, con ella.

La película está disponible en HBO.

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