“No existe derecho alguno a cometer crímenes para acortar la duración de una guerra”. Michael Walzer, Just and unjust wars (1977)
“No hay certezas absolutas; todas las verdades son medias verdades. Presentarlas como incontrovertibles es tentar al diablo”. Alfred North Whitehead, Dialogues (1953).
El 3 de mayo de 1946 se reunieron por primera vez los 11 jueces del Tribunal Militar Internacional para el Extremo Oriente que debía juzgar a 55 japoneses, civiles y militares, acusados de haber cometido crímenes de guerra y contra la humanidad en una conflagración que había comenzado con la segunda guerra sino-japonesa (1937-1945) y terminado con los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki.
Frente a los jueces –provenientes de los países aliados además de un magistrado indio y otro filipino, cuyos países se independizaron durante el proceso– se sentaron en el banquillo 28 de los acusados, entre ellos Tojo Hideki, primer ministro entre 1941 y 1944. Cuando iba a ser detenido en septiembre de 1945 en una sencilla cabaña en los suburbios de la capital, intentó suicidarse pero la bala que se disparó al pecho apenas rozó su corazón.
La propaganda aliada había reproducido profusamente su foto al lado de las de Hitler y Mussolini. Un día antes de su captura, le había dicho a un reportero del Times Union de Albany (NY) que Japón libró “la guerra de la gran Asia oriental” para liberar a sus vecinos asiáticos de las garras del colonialismo europeo. “Esperar el juicio de la historia”, era uno de los principales argumentos que se extrajeron de los procesados en el juicio de Tokio, que se prolongó entre mayo de 1946 y noviembre de 1948.
Tokio: ‘Ius ad bellum’ y ‘ius in bello’
Pese a su trascendencia para el orden de la posguerra en Asia, el de Tokio es mucho menos conocido que el juzgó a la cúpula del III Reich. El tiempo transcurrido, sin embargo, ha contribuido a resaltar la importancia de su legado para la jurisprudencia de los derechos humanos y el desarrollo doctrinal del derecho a la guerra –ius ad bellum, es decir, las circunstancias que la justifican– y el derecho de guerra –ius in bello, referido al tipo de conductas moralmente aceptables en un enfrentamiento bélico.
Mientras que la Alemania nazi produjo una larga serie de genocidas sádicos, los criminales de guerra japoneses eran muchas veces grises militares y burócratas del Estado imperial. En el juicio, sus abogados alegaron que por ser un acto de Estado, una guerra no tenía responsables individuales específicos.
El debate era tan antiguo como la civilización misma. A Platón se le atribuye la frase de que solo los muertos ven el fin de la guerra. Quizá apócrifa pero coherente con su idea de que la “corrupción de las almas” era la causa fundamental de las guerras. En De civitate dei (426), Agustín de Hipona distinguió entre el uso legítimo e ilegítimo de la violencia colectiva, denunciando a la pax romana como paradigma de las guerras imperialistas y, por ello, injustas.
Para defender que las guerras injustas eran ilegítimas per se, William Webb, el presidente australiano del tribunal y devoto católico, citó a Aristóteles, Tomás de Aquino, Vitoria, Rousseau, Grocio y al pacto Briand-Kellogg de 1928 que declaró ilegal el uso de la guerra para resolver controversias entre Estados y del que Japón era signatario.
En Núremberg solo hubo jueces de países occidentales y soviéticos. En Tokio, en cambio, participaron un juez indio- bangladesí, Radhabinod Pal, y otro chino, Mei Ruao. Ambos eran notables juristas y eruditos de las escuelas y tradiciones judiciales de sus países, que citaron siempre en sus intervenciones.
Memorias selectivas
En Europa nadie cuestiona, al menos abiertamente, el legado de Núremberg. Y en Asia nada es del todo claro. En diciembre de 2013, el entonces primer ministro, Shinzo Abe, hizo una visita, entre ritual y solemne, al santuario shinto de Yasukuni. Allí se guarda las cenizas de caídos en las guerras de los periodos Meiji, Taisho y Showa (1868-1954), entre ellos 1.066 condenados por crímenes de guerra.
El emperador Hirohito visitó el santuario ocho veces entre 1945 y 1975. Akihito y Naruhito, sus sucesores, nunca lo han hecho. Días antes de ir a Yasukuni, Abe dijo ante la Duma que Japón tuvo que aceptar las condenas de los tribunales aliados para recuperar su independencia pero que no había motivos para considerar criminales a los condenados.
Emperadores divinos
En su último libro, considerado por el New York Times y el Financial Times como uno de los más importantes publicados en 2023, Gary Bass, experiodista del Economist y hoy profesor en la Universidad de Princeton, recrea el proceso en una narración absorbente que entrelaza múltiples historias simultáneas sobre el comienzo de la guerra fría, la reconstrucción de Japón y la extinción del colonialismo europeo.
Por sus páginas desfilan Hirohito, Truman, Douglas McArthur y Charles de Gaulle. Pero también figuras menos conocidas como Mei y Pal y Puyi, el último emperador de la dinastía Qing que compareció como testigo.
Bass no oculta los muchos defectos del proceso, comenzando por la exclusión de Hirohito. Cuando Tojo dijo que ningún japonés hubiese actuado contra sus deseos, se le recordó de inmediato que el soberano siempre había albergado “intenciones pacíficas”. El juez francés, Henri Bernard, comentó años después que un “autor principal” de la guerra había escapado a la justicia. Según escribe John Dower en Embracing defeat (1999), el fiscal, Joseph Keenan, funcionó como abogado defensor de Hirohito. Su impunidad, recuerda Bass, fue una condición clave de la rendición japonesa.
Por esos años la guerra fría ya comenzaba a imponer ineludibles realidades políticas. El Ejército Rojo de Mao estaba barriendo a las fuerzas del Kuomintang de Chiang Kai-shek y la mitad de la península coreana había caído en manos de aliados suyos y de Stalin. Esto obligaba a Washington a ver a Japón como un aliado imprescindible al otro lado del Pacífico.
Desde el primer momento, los abogados de la defensa cuestionaron la legitimidad y jurisdicción del tribunal y alegaron que los supuestos crímenes que buscaba castigar eran equiparables a los cometidos por los aliados contra ciudades y poblaciones civiles japonesas. El proceso violó además los principios de independencia judicial por las constantes consultas de los jueces a sus gobiernos. Y el hecho de que no se puede ser juez y parte. En Chongqing, Mei sufrió un feroz bombardeo japonés. El juez filipino, Delfín Jaranilla, sobrevivió a la marcha de la muerte de Bataan en abril de 1942.
Entre 1937-1945, China perdió a 14 millones de sus 400 millones de habitantes. Una proporción similar a las de Polonia y la Unión Soviética en Europa, donde solo el 4% de los prisioneros de guerra aliados que capturaron Italia y Alemania murieron en cautividad. En las cárceles y campos de
concentración japoneses murieron el 27. Nadie fue condenado por la esclavitud sexual a la que fueron sometidas miles de coreanas. El tribunal absolvió al general Ishii Shiro, jefe de la unidad 73, responsable del programa de armas biológicas y experimentos médicos en los que murieron unos 250.000 civiles y soldados chinos.
Disputas imperiales
Núremberg se concentró en las agresiones contra Estados soberanos. Los líderes japoneses, en cambio, no fueron juzgados por invadir Birmania, Malasia o Java, sino por atacar colonias británicas. Esto es, la Indochina francesa (Vietnam, Camboya y Laos) y las Indias orientales neerlandesas.
Bert Röling, el juez holandés, se negó a recurrir a Grocio, autor de Iure belli ac pacis (1625), el primer tratado de derecho internacional. La razón: en la época en que lo escribió, la república de las Siete Provincias estaba conquistando territorios en guerras que difícilmente podían considerarse defensivas. Además, los jueces británicos, franceses y holandeses fueron nombrados por gobiernos que por entonces buscaban recuperar el control de sus antiguas colonias.
Cuando Charles de Gaulle visitó a Truman en la Casa Blanca en agosto de 1945, le advirtió de los peligros de conceder demasiado pronto la independencia a “pueblos aun primitivos”. En muchos sentidos, escribe Bass, Japón solo imitó a sus rivales europeos, incluida su propia mission civilisatrice: la de la raza Yamato.
Culpas colectivas
Pese a su deficiencias, Bass no pone en duda el carácter admirable del juicio, que envió al cadalso a siete de los acusados. Y a prisión perpetua otros 16 respetando en lo esencial el debido proceso y el derecho a la defensa de los acusados. Una de las virtudes de los tribunales que juzgan crímenes de guerra, señala, es que acusan a líderes específicos y no a naciones enteras. Así, sin tener que cargar culpas colectivas, las naciones pueden reanudar sus vidas y reconstruir sus países.
El juicio contribuyó a poner los cimientos de la democracia japonesa y de una constitución liberal que consagró derechos políticos y civiles y libertades públicas. En el artículo 9, Japón renuncia a la guerra como derecho soberano.
Otros legados son más dudosos. Estados Unidos, China, Rusia, India e Israel, entre otros países, no son signatarios del Tratado de Roma que creó la Corte Penal Internacional. Mei, que murió en 1973 a los 69 años víctima de las purgas del revolución cultural maoísta, dijo que las sentencias habían sido demasiado benévolas.
Pal, por su parte, escribió un alegato exculpatorio de los condenados de 1.230 páginas. Allí calificó el proceso de “venganza formalizada” y en el que negaba que la invasión de una colonia por otra potencia fuese una guerra de agresión. En Yasukuni tiene dedicado un memorial con su imagen y citas en japonés de sus intervenciones en el juicio.
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