“Todo el mundo adora nuestra ciudad” es uno de los libros de música más evocadores y nostálgicos que he leído en los últimos años. Mark Yarm (Rolling Stone, Wired, Esquire, etc.) se lanzó hacia el año 2008 a entrevistar a casi 300 personas, todas protagonistas de alguna manera de la escena grunge en Seattle, entre los años ochenta y noventa, para así obtener información de primera mano y construir la historia oral definitiva del grunge, que publicó en 2011. (No he leído aún “Grunge Is Dead: The Oral History of Seattle” de Gregg Prato, pero sospecho que es el mismo cantar con leves variaciones).
En noviembre de 2015, la excelente editorial mallorquina, Es Pop, lanza la edición en castellano que se agotó en pocos meses, y en 2021 se lanzó una segunda edición, con más de 500 páginas y fotografías inéditas.
La primera parte del libro evoca los inicios de los U Men y de Malfunkshun, dos bandas seminales del sonido que luego se llamaría “grunge”, nombrecito que encendió iras en los músicos que eran llamados así. En Malkfunshun militó quien quizá fue el alma del movimiento de Seattle y la figura icónica más añorada y llorada por los fans: Andy Wood. El libro, sin delinear perfiles psicológicos profundos, hace que sientas palpablemente el alma de Andy Wood, sus manías, sus demonios, su gracia, su trágico destino. Las personas que prestan sus voces para este singular libro coral hablan sin tapujos ni solemnidad, llevan en sus memorias esa rebeldía punk, casi sacra para todo adolescente que creció en Seattle en los ochenta, y por eso sus intervenciones desenfadadas, llenas de slangs, brindan un color intimista y honesto a sus recuerdos.
En la segunda parte del libro, altos nombres de la escena aparecen para corroborar una tesis de Yarm: el grunge murió cuando las grandes corporaciones se hicieron del negocio. En realidad, no es Nirvana firmando con Geffen el último clavo del ataúd. Cuando Mother Love Bone firma para Polygram y cuando, a diferencia de los conciertos en Gorilla Gardens, para trescientas personas, pasan a tocar para multitudes, en 1989, es entonces cuando uno se da cuenta de que algo gordo se está cocinando en Seattle. Con la fama y el encumbramiento llegan también drogas más duras y en la segunda parte del libro, las jeringuillas y las clínicas de rehabilitación copan las páginas. El caso Cobain es tocado, pero no a profundidad porque abunda la bibliografía sobre ese asunto. En quien sí se detiene Yarm es en Layne Staley, el malogrado cantante de Alice In Chains que vivió los últimos diez años de su vida prácticamente recluido del mundo y a quien mató su letal compañero de encierro: el speedball.
En algún momento pensé que el formato de “historia oral” tenía una decisiva desventaja para el lector: tocar de manera superficial los temas. Pero luego de leer “Todo el mundo adora nuestra ciudad” estoy convencido de que una historia como la del grunge, con multitud de testigos, fans, amigos, familiares, técnicos, vecinos, parejas sentimentales, etc., sólo puede ser contada de esa manera. En las páginas del libro se puede sentir el olor del espíritu adolescente y tibio que agitó la melena al ritmo de las emergentes bandas de una ciudad gris y sombría. Las declaraciones de los protagonistas o testigos de la era grunge confieren a la historia que va construyendo Yarm un aura de mito. Son voces que rememoran un grandioso pasado, tan grandioso y definitivo que el presente se entiende como un remanente gris y marchito.
Una última reflexión: qué tarde llegamos siempre a todo. El Verano del Amor fue ya una coda del hippismo, la era Nirvana o Alice In Chains fue ya el crepúsculo de un grito ensordecedor marcado por Green River, Melvins o los propios Mudhoney. Triste destino el de identificar las bellas figuras de la música cuando ya los grupos corporativos los han capturado y los han convertido en muñecotes de plástico. Aun así, agradezco que Mark Yarm haya tenido a bien ajustarse las antiparras y sumergirse en el mar de recuerdos de una era que para algunos es inocua, pero que para otros representa lo más salvaje y honesto de su generación. El grunge -creo yo- pasó a mejor vida (¿quizá con Candlebox?) y es hoy un recuerdo más que un género que mantenga todavía alguna influencia en el rock contemporáneo. Pero, sin duda, todavía los pelos se ponen de punta cuando suenan los riffs de esos discos y esas bandas que poblaron nuestra juventud y que alguna vez cantamos con la devoción propia de la adolescencia. Lo que nuestro barro ha bendecido… ¿Hemos de negarlo cobardemente?
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