En su clásica obra “Enten – Eller” (Lo Uno o Lo Otro, publicada en 1843), el filósofo danés Søren Kierkegaard proponía tres estadios por los que el hombre debía pasar en el camino de la vida: el primero, estético, abiertamente hedonista y sensual, el segundo, ético, abocado a las virtudes morales y el tercero, religioso, hacia el encuentro con Dios. Después, en otras obras semejantes, Kierkegaard volverá sobre este tema, ampliándolo y desarrollándolo con bastante lucidez.
Este librito, “Los estadios Eróticos Inmediatos o lo Erótico Musical”, publicado por Aguilar en 1973, es un texto que se halla en una obra mayor: “Diapsálmata”, que reúne las reflexiones estéticas del filósofo. Los estadios que Kierkegaard propone suponen una progresión espiritual, pero no hay un rebajamiento del primer estadio, el estético, como más alejado de la divinidad, sino que es entendido como un estadio necesario en la existencia humana, aunque ciertamente, superable. Kierkegaard fue sujeto y objeto de sus inquisiciones filosóficas porque colocó su propia vida bajo la perspectiva de estas tres fases sucesivas, en la que el primer estadio se corresponde con su juventud.
Para Kierkegaard, el estadio estético está signado por el anhelo y se subdivide, a su vez, en tres momentos: en el primero, el hombre se halla como en un sueño, apenas sintiendo el anhelo como una pulsión, en el segundo, el objeto del anhelo se multiplica y, por tanto, es inasible; y en el tercero, ya el objeto anhelado se singulariza y se vive esa experiencia con toda su intensidad. Hay que aclarar que para Kierkegaard todas estas fases sucesivas tienen un vehículo de expresión: la música. Y una pieza musical en particular explica estas fases y sirve como perfecto ejemplo de lo expuesto: el Don Juan de Mozart. “Los Estadios Eróticos” tiene entonces esa finalidad: dejar en claro que en ninguna otra obra musical están tan claras esas tres fases y que, por ello, Don Juan no sólo es una ópera que merece estar entre las obras señeras de la humanidad, sino que su importancia trasciende incluso su propia condición musical para alcanzar ese territorio de símbolos universales que, en lenguaje llano, podemos llamar “clásico”.
Respecto del estilo de Kierkegaard, aquí se siente un poco alambicado (a diferencia del estilo desplegado en “El Concepto de la Angustia”). Me imagino que el tema desarrollado se presta en la imaginería de un escritor como él a presentarlo con florituras y con sorprendentes juegos dialécticos. Uno tiene la impresión de que para Kierkegaard hablar de estética equivale a mostrar un relampagueante lenguaje poblado de antinomias que confunden y provocan. Al hablar del lugar de preeminencia que ocupa Don Juan entre todas las obras musicales dice cosas como: “porque en cierto modo se está a la misma altura cuando se está a una altura infinita”. O razonando sobre el carácter de la música dice: “El hecho de que esté en una sucesión de momentos expresa su carácter épico, pero, con todo, no es épico en sentido estricto, se mueve constantemente en una inmediatez”. Estas contradicciones harían las delicias de un discípulo taoísta.
El lenguaje de Kierkegaard es el del típico filósofo del siglo XIX, fuertemente influenciado por el racionalismo hegeliano. Arma sus sorites, pero a la segunda o tercera proposición, abre un camino paralelo para explicar la invalidez de la proposición contraria a la que ha afirmado. El resultado es un párrafo arborescente de proposiciones válidas (afirmadas) y de proposiciones inválidas (negadas junto con sus consecuentes). Una vez uno le coge el tranquillo hasta puede resultar divertida la lectura, sobre todo si en mitad de un razonamiento, de pronto el autor se dirige al lector para pedirle “jugar el juego que constituye para mí una fuente inagotable de alegría (se refiere a su juego de arbustos de proposiciones). El lector que encuentre aburrido dicho juego no se parece a mí, el juego no tiene significado para él, y aquí, como en todas partes, sólo cabe decir: cada oveja con su pareja”. ¡Es genial esta lúdica y directa petición al lector!
Para finalizar, a Kierkegaard la figura de Don Juan le parece fascinante. 1003, el número de sus conquistas, le parece un número mágico con connotaciones misteriosas como las 1001 noches. Las figuras que rodean a Don Juan: Elvira, Leporello, el Comendador… le parecen llenas de un sentido simbólico que les confiere su cercanía con este personaje. Yo creo que Don Juan es un personaje que acaso tuvo un fulgor de fascinación hasta el último siglo. Hoy en día, el seductor irresistible, el mujeriego impenitente cuyo pathos es su propia sed de posesión, resulta más risible y ridículo que trágico. Por eso, creo que El Burlador de Sevilla o el Don Juan de Byron ya no fascinan a lectores modernos, ya no son reflejo de aspiraciones o sueños universales, sino errores de un pasado que se pierde en la bruma. Felizmente (y Kierkegaard muestra aquí tener un oído muy fino y una mente muy lúcida), en la ópera Don Juan, Mozart presta menos atención al personaje que a la idea estrictamente musical. Por eso la ópera es todavía muy vigente. Y Kierkegaard se encarga de recordárnoslo de muy persuasiva manera.
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