Manual para derrocar tiranos

Fruto de años de estudiarlas para la Konrad Adenauer Stiftung y asesorar a la OTAN y a la OCDE sobre cómo tratar con ellas, Dirsus ofrece en su último libro un amplio repertorio sobre cómo acabar con una dictadura.

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Algunas de las dictaduras más notorias de la segunda mitad del siglo pasado nacieron de violentas insurrecciones sociales: Cuba en 1959, Irán en 1979… Pero en lo que va del siglo XXI, muchas otras se convirtieron en Estados policiales solo cuando líderes electos –Hugo Chávez, Daniel Ortega– utilizaron su popularidad para desmantelar los controles institucionales del poder ejecutivo en el gobierno.

Según Manuel Trak, profesor de ciencias políticas en la caraqueña Universidad Andrés Bello, el venezolano es un caso de manual sobre cómo la concentración del poder en una facción anula la voluntad popular, que Bolívar creía fundamento de un gobierno republicano.

Desde 1999, Chávez comenzó a politizar a las fuerzas armadas y desmantelar o capturar las instituciones –la judicatura, autoridad electoral…– para dar un barniz legal a sus arbitrariedades. Con el fraude electoral del 28 de julio, Nicolás Maduro, formado en la escuela de cuadros del Partido Comunista cubano, ha renunciado a cualquier pretensión de legitimidad democrática.

El voto duro chavista oscila entre el 25%-30%, insuficiente para gobernar en democracia, pero sí para sostener a un régimen cívico-militar como los de Cuba o Nicaragua. El chavismo cuenta con una sofisticada ingeniería electoral – sistema informático amañado, funcionarios serviles– que viene perfeccionado desde hace 25 años.

Chávez visitó numerosas veces Moscú, donde encandiló a Vladimir Putin como Fidel Castro a Nikita Jrushov en los años de la guerra fría. No es extraño. Un país petrolero de un millón de kilómetros cuadrados en la cornisa caribeña, es siempre atractivo para una potencia enemiga de Washington.

El eterno retorno (al gobierno)

En How fascism works (2020), Jason Stanley recuerda que los regímenes fascistas comienzan como movimientos –políticos y sociales– que llegan al poder a través de las urnas y que una vez con las riendas del Estado se dedican a acusar a sus enemigos de amenazar la propia existencia de la nación, sus tradiciones y cultura.

Al final, quienes se mantienen en el poder determinan el significado de la ley, quienes la violan y el castigo que merecen. En On Tyranny (2017) Timothy Snyder recuerda que Vladimir Putin cita con frecuencia a teóricos fascistas como Ivan Iylin (1883-1954), que creía que la Rusia “del futuro” debía encontrar su propia, específica y original forma de gobierno, alejada tanto del marxismo como del “ingenuo” liberalismo.

En 1945, solo un 10% de los países eran democráticos. Robert Kagan escribe en Rebellion (2024) que los griegos tenían una visión cíclica de la historia que excluía el progreso, en el que tampoco los chinos han creído nunca. Desde tiempos remotos, la tiranía resultó, en cierto modo, un modo de ordenamiento político natural. En 1933, Winston Churchill describió a

Mussolini como la encarnación del “genio romano”. Derribar su régimen y el del III Reich requirió una guerra mundial que se cobró 60 millones de vidas.

Sin las intervenciones militares de EEUU y sus aliados de 2003 y 2011, Sadam Husein y Gadafi probablemente estarían gobernando aun en Bagdad y Trípoli. En Pekín, el PCCh ha abandonado el maoísmo ortodoxo pero consagrado en su lugar el pensamiento-guía Xi Jinping como nuevo fundamento ideológico de la República Popular. Xi tiene siete títulos oficiales, entre ellos los de “arquitecto de la nueva era y servidor de la felicidad del pueblo”.

¿Apocalipsis now?

Según escribe Anne Applebaum en Autocracy Inc. (2024), los nuevos dictadores no comparten ideologías. Pero sí algunas ideas, entre ellas la de que el internacionalismo liberal es una mera coartada de la realpolitik imperialista de Washington y Bruselas. Tras la guerra fría, muchos creyeron que presenciarían el advenimiento universal de la democracia. “Nadie se imaginó que ocurriría lo contrario… en Hungría, Polonia y hasta en Estados Unidos”.

Los nuevos dictadores no necesitan ideologías para justificarse, pero aún existen algunas, entre ellas la llamada doctrina juche o pensamiento Kim il Sung de la dinastía norcoreana o la del felayat-e-fagih, el jurista islámico que debía gobernar la República Islámica iraní como un rey-filósofo

platónico, según teorizó el ayatolá Jomeini. Fidel Castro, por su parte, combinó el marxismo con el nacionalismo martiano para fundamentar la juridicidad de su régimen de partido único.

Tampoco han desaparecido las guardias pretorianas, ahora con más recursos y medios tecnológicos de control a su disposición –cámaras de vigilancia, software espía– y redes internacionales de apoyo. Venezuela, por ejemplo, ha podido evadir las sanciones de Washington a sus exportaciones de crudo usando petroleros “fantasma” iraníes y rusos que lo venden en el mercado negro y que navegan sin seguros y apagando sus transpondedores SART para evitar su geolocalización.

La opacidad del sistema financiero global, por otra parte, permite a los dictadores lavar su dinero. Y comprar lo que quieran –armas, equipos antidisturbios, sistemas de vigilancia…– a través de intermediarios y traficantes.

Un oficio peligroso

Según un reciente estudio del Journal of Peace Research sobre el fin de 2.790 regímenes autoritarios entre 1946 y 2010, un 69% de sus líderes terminaron exiliados, presos o fueron asesinados. Con el paso del tiempo, el culto a la personalidad se hace odioso. Saparmurat Niyazov, dictador de Turkmenistán, que concentra el 10% de las reservas mundiales de gas, se hizo erigir en Ashgabat una estatua dorada de sí mismo de 12 metros de altura que giraba siguiendo al Sol.

El poder absoluto no es gratuito. En 1996 en Kabul, Mojamad Najibullah, el líder afgano prosoviético fue castrado, arrastrado por las calles y ahorcado por las turbas. En 2011, Muamar Gadafi fue sodomizado con una bayoneta por milicianos que le encontraron oculto en las afueras de Sirte, su ciudad natal.

Aristóteles y Agustín de Hipona consideraban el tiranicidio como un acto heroico. El historiador italiano Emilio Gentile escribió que un “dios falible” como Mussolini estaba condenado a ser profanado por sus fieles. Con la misma pasión con la que había sido adorado. Entre 1946 y 2010, 33 jefes de Estado terminaron asesinados.

Sí se puede

Los ídolos suelen tener pies de barro, como muestra la reciente caída de Sheikh Hasina después de gobernar Bangladesh durante 15 años con la ayuda de paramilitares acusados de torturas, desapariciones y asesinatos extrajudiciales.

Hasina huyó a India en un helicóptero militar tras una revuelta estudiantil similar a la que en 1987 derribó al general Hussain Ershad. Las turbas saquearon la residencia presidencial y destruyeron miles de estatuas, murales y reliquias de su padre, Sheikh Mujibur Rahman, el fundador del Bangladesh independiente, asesinado con gran parte de su familia en un golpe de estado en 1975.

El gobierno provisional de Muhamad Yunus, premio Nobel de la Paz, pidió ayuda a la ONU para investigar las “atrocidades” del régimen de Hasina. Fue reelegida en enero para un quinto mandato en unos comicios fraudulentos.

Modelos para desarmar un gobierno

Marcel Dirsus escribe que se obsesionó con las dictaduras después de presenciar un intento de golpe de estado en República Democrática del Congo en 2013. Fue poco antes de doctorarse en ciencias políticas en la Universidad de Kiel. Fruto de años de estudiarlas para la Konrad Adenauer Stiftung y asesorar a la OTAN y a la OCDE sobre cómo tratar con ellas, Dirsus ofrece en su último libro un amplio repertorio sobre cómo acabar con una dictadura: resistencia pacífica, desobediencia civil, insurrecciones armadas, magnicidios…

El fuerte del autor son las estadísticas y los datos empíricos que sustentan sus análisis y observaciones sobre casos de varios continentes. Los disecciona con la precisión de un patólogo de la política. Algunas de sus conclusiones son optimistas.

En las últimas décadas, el 57% de las campañas de resistencia pacífica terminaron en transiciones democráticas. Las violentas solo lo consiguieron un 6% de las veces, señala. Ningún método, advierte sin embargo, garantiza el éxito de una labor que requiere dotes excepcionales de liderazgo, valentía y suerte.

Dirsus coincide con los políticos, militares, rebeldes y diplomáticos que cita en que el mayor peligro un autócrata son las intrigas palaciegas como las que provocaron la caída del filipino Ferdinand Marcos en 1986. O la del ecuatoguineano Francisco Macías Nguema en 1979. En 1989, el paraguayo Alfredo Stroessner fue derrocado en un golpe militar de su consuegro, hasta entonces su mano derecha.

De los 437 dictadores que perdieron el poder entre 1950 y 2012, el 65% cayeron de modo similar. Perder una guerra es otro remedio casi infalible, como pudo confirmar la junta militar argentina en 1982, tras perder la de las Malvinas. En Brasil, el régimen militar (1964-1985) aceptó la transición solo después de que a sus oficiales se les garantizó la impunidad.

La duda que queda es si Dirsus ha escrito el epitafio o el prólogo a una nueva era de tiranías.

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