Paul McCartney a trasluz

"El autor también quiere transmitirnos las razones extramusicales por las que deberíamos admirar a Paul: fue un chico de Speke, un barrio de clase baja, con una educación básica, que se esforzó toda su vida por superarse"

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Me ha tomado un mes leer la extensa y monumental biografía de Paul McCartney escrita por Philip Norman en 2016 y publicada en español por Malpaso en 2019. Ocho o nueve años antes, Norman se lanzó a escribir la biografía de John Lennon (otro resultado notable) en la que no deja muy bien parado a McCartney. Para resarcirse, emprende el proyecto de escribir la vida de “el otro Beatle”, le mensajea para obtener su anuencia y un tiempo después, para gran sorpresa suya, recibe una llamada del propio Paul (considérese la tensión del momento: para todo el mundo, Paul incluido, Norman es un fan de Lennon y un “ninguneador profesional” de Paul) quien le dice que sí, que no opondrá peros al proyecto de Norman, que no lo ayudará directamente puesto que su agenda está recargada, pero que toda la gente de su entorno estará a su disposición y que, incluso, él mismo le responderá algunas preguntas vía e-mail. Norman relata este episodio en el prefacio del libro con muy evidente emoción. Esa emoción, sumada a la convicción de que está escribiendo la biografía de un músico excepcional, de un mito en el mundo del pop, alientan las casi mil páginas del trabajo. En ningún momento decae esa intensidad.

El repaso por la vida de Paul empieza con un recuerdo personal de Norman: la primera vez que lo vio frente a frente y habló con él. Esto ocurrió en Newcastle, en 1965, minutos antes de que los Beatles salieran a un show. Paul, en aquella noche, se mostró atento, distendido, amical. No fue (casi nunca lo ha sido) la glamorosa e inalcanzable estrella de rock. Aun cuando Norman fue tratado con cortesía y amabilidad, pudo darse cuenta de la infinita barrera que lo separaba de esos cuatro muchachos: cuando quiso seguirlos a una habitación contigua, fue (amablemente también) detenido por unas personas que le explicaron que eso no era posible. “Pero he conversado con Paul y me ha prestado su bajo para que lo toque”. Mirada fría y compasiva: No. No.

Y en la última página del libro, cincuenta años después de ese encuentro, escrita ya casi en su totalidad la biografía, Norman tiene un segundo encuentro con Paul, nuevamente minutos antes de un concierto, esta vez en Liverpool. Frente a frente, se entiende, porque hablaron más de una vez por teléfono y por correo electrónico. Norman relata ese crucial momento: ve a Paul acercarse, él no puede creer ver en persona a alguien que conoce en sus más íntimas circunstancias, ver en persona a alguien con quien ha convivido los últimos dos años en la gloria, en el arrebato y en la desesperación. Ver en persona a alguien de quien prácticamente lo sabe todo y aun así lo admira. Paul se acerca y lo llama por su nombre, como si de un viejo amigo se tratara. Incluso, ya al final de ese encuentro, Norman se despide de él gritando “¡Hasta luego, Paul!” Grita porque Paul ya está lejos, rodeado de su séquito y porque hay un bullicio infernal en todo el recinto. Pero Paul se voltea y dice con toda claridad “Adiós, Phil”.

En medio, entre ese comienzo auspicioso y ese final evocador, se nos relata la vida del muchacho del número 20 de Forthlin Road, que ganó en 1953 (a los once años) un premio por haber escrito una correcta y pulcra composición acerca de la coronación de Isabel II y que, a partir de entonces, no conoció en su larga vida otra cosa que reconocimientos y medallas. En ese afán por ser reconocido, ¿algo tendrá que ver la temprana muerte de su madre, Mary? Paul tenía sólo catorce años cuando quedó huérfano. Su madre, que sabía que iba a morir, preparó para sus dos hijos, dos paquetes de ropa limpia y almidonada. Ese último gesto, al mismo tiempo, de amor y de sentido práctico, caló hondo en Paul, un hombre amoroso pero muy práctico, trabajador incansable, casi obsesivo: un perfeccionista.

Creo que lo que la pluma de Norman termina por pintarnos es a un simpático hombre de negocios con una habilidad consumada para las relaciones públicas. Por supuesto que ese personaje también es, aparte, un ícono del pop, un músico genial, un artista con un talento asombroso para la composición. Sí, pero también es lo otro. Norman no lo olvida. Sin embargo, el autor también quiere transmitirnos las razones extramusicales por las que deberíamos admirar a Paul: fue un chico de Speke, un barrio de clase baja, con una educación básica, que se esforzó toda su vida por superarse. Por eso, mucha gente lo tenía por un quisquilloso con aires de superioridad. También es resaltable la fuerza de carácter y empuje de Paul: trabajó prácticamente sin parar durante su estancia en Alemania con Beatles, durante tres años (más tarde, en una gira mundial como solista, sus músicos veían atónitos cómo Paul tocaba y cantaba durante tres horas sin probar una gota de agua, él comentó: “comparado con lo que tocábamos con Beatles, esto no es nada”). Los diez días que pasó en la cárcel de Kosuge, como cualquier reo común, también pintan a un hombre de temple.

Norman también cede a la tentación de comparar el papel que jugó Yoko en la separación de Beatles con el que jugó Linda. Y resulta sorprendente enterarse que, mirando fríamente las cosas, en realidad las invectivas y pullas que se lanzaron contra Yoko hubiesen tenido un destinatario más idóneo en Linda. Sin embargo, la fotógrafa arribista que fue Linda queda opacada ante el verdadero desastre de la vida de Paul: Heather Mills. Quizá Norman se entretiene un poco más de la cuenta en este aspecto conyugal, pero al final nos queda claro el perfil de un hombre de genio que luchó contra las adversidades, contra su propia condición de estrella del pop y que logró conquistar el disfrute de las cosas cotidianas y familiares. Un libro muy recomendable.

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