Sucedió un 3 de octubre

Las realizaciones de política laboral y de seguridad social del gobierno de Juan Velasco Alvarado

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Sucedió el 3 de octubre de 1968, hace 56 años. Y comenzó entonces la revolución que puso a nuestro país en el camino de la modernidad capitalista con nuevas instituciones y un elenco de derechos sociales que hizo del Estado peruano un Estado Social de Derecho.

Fue el lanzamiento de la tercera etapa en la evolución de nuestra nación: la primera había sido la independencia, que nos dieron San Martín y Bolívar entre 1821 y 1824; y la segunda, la abolición de la esclavitud dispuesta por Castilla en 1854.

El grupo de militares que impulsó la revolución de 1968, del que formaron parte el general Juan Velasco Alvarado y los coroneles Jorge Fernández Maldonado, Enrique Gallegos Venero, Rafael Hoyos Rubio y Leonidas Rodríguez Figueroa, creó un modelo de dirección del Estado aparente para los cambios que habrían de realizarse.

En el Estatuto del Gobierno Revolucionario, que contenía la normativa de ese modelo, dispusieron que la Presidencia de la República estaría a cargo del general de división o su equivalente designado por la Junta del Gobierno Revolucionario; el Poder Legislativo sería ejercido por el Consejo de Ministros, presidido por el Presidente de la República; los ministros, todos con rango de general, serían nombrados por el Presidente de la República y cada uno tendría un asesor técnico civil. De este modo, el poder político, o la facultad de tomar decisiones al más alto nivel, correspondería a los ministros en conjunto y en sus sectores ministeriales, y el poder técnico, consistente en la facultad de estructurar la política de cada sector ministerial, según el Plan Inca, y elaborar los proyectos de normas pertinentes, quedaría a cargo de técnicos de la más elevada calificación profesional.

Esta revolución, entre 1968 y 1975, hizo lo que se había propuesto, principalmente la estatización del complejo petrolero de la Brea y Pariñas, la Reforma Agraria, la reforma de la educación primaria y secundaria, el nombramiento de jueces por concurso, una política social que le dio nuevos derechos a los trabajadores.

Y nunca se titulo de izquierda, ni de derecha mucho menos.

Quienes fuimos llamados como asesores técnicos cumplimos nuestro deber, sin envanecimientos ni límites de horario, con la pasión serena de actores de una voluntad de cambio necesaria para nuestro país y nuestro pueblo, y alternando con jefes militares inteligentes, cultos y persuadidos de que la historia les había dado la oportunidad de servir a nuestra nación de ese modo.

¡Qué diferencia con los políticos que llegaron al control del Estado peruano después¡

Transcribo a continuación la parte de mi libro El capitalismo, una historia en marcha hacia otra etapa (Lima, 2017), relativa a mi gestión como asesor técnico del Ministerio de Trabajo, entre 1970 y 1975.

L.— TESTIMONIO PERSONAL

La historia no se hace sólo compilando documentos públicos y privados, reproduciendo hechos narrados por los periódicos y revistas, registrando las declaraciones de los protagonistas de la economía, la política, la cultura y las actividades sociales. Se hace también con los testimonios de las personas que vieron o intervinieron en ciertos hechos relevantes o que pueden suministrar datos sobre ellos.

Como participante en el gobierno de Velasco, estoy en esta posición, y puedo aportar el recuerdo de mis vivencias como actor de su política laboral y de seguridad social.

A comienzos de agosto de 1970, retorne de París a Lima, luego de recibirme de doctor en Ciencias Sociales del Trabajo en la Facultad de Derecho y Ciencias Económicas de la Universidad de París. Luego, a fines de 1969, durante un breve período en Lima, yo había sido elegido miembro de la junta directiva del Colegio de Abogados de Lima con Luis Bramont Arias como decano, con quien compartíamos la docencia en la Facultad de Derecho de la Universidad de San Marcos.

A los pocos días de mi regreso y ya reintegrado a mis labores académicas, leí en el diario La Prensa un largo comunicado de la junta directiva del Colegio de Abogados de Lima, estigmatizando la reforma agraria. Lo firmaba el decano. Me sorprendí, pues no se había convocado a la junta directiva para tratarlo. Como estaba en desacuerdo con el contenido de ese comunicado y era inconsulto, redacté un documento enjuiciándolo y pedí a los otros miembros de la junta directiva firmarlo. Sólo lo hicimos cinco de los once que la integrábamos. Los demás se negaron: tres para no desairar al decano y dos por simpatizar con el Partido Aprista. Lo llevé al diario Expreso y este lo publicó.

Según supe luego, el comunicado del Colegio de Abogados había suscitado en algunos generales del Consejo de Ministros cierta conmoción que los generales reformistas lograron disipar cuando se publicó el documento que mis cuatro colegas y yo habíamos firmado.

A mediados de setiembre de 1970, recibí una llamada telefónica en mi estudio jurídico. Era de Arturo Valdés Palacio quien me solicitaba una entrevista para conversar sobre un asunto jurídico. La reunión se efectuó un mediodía de la semana siguiente en su oficina. Al llegar, una secretaria me hizo pasar a una sala de sesiones en la cual ya estaban en torno a una mesa un general y dos coroneles del Ejército uniformados. El general era Arturo Valdés Palacio y los coroneles Enrique Gallegos Venero y Raúl Meneses Arata. Me dieron la mano cordialmente y tomé asiento.

—Venimos en nombre del Comité de Asesoramiento de la Presidencia de la República —comenzó Valdés tras indicarme quiénes eran y presentarse como secretario del Consejo de Ministros—. Quisiéramos conocer su opinión sobre el Ministerio de Trabajo.

Me puse en guardia.[1] Sin embargo, en sus atentos semblantes se veía que estaban en la antípoda de la aleve expresión de los agentes de la PIP que me habían tenido en sus manos. Tratando de conservar la serenidad, respondí, apelando a un truco de plática:

—¿Quieren una versión de compromiso o lo que pienso realmente?

—¡Lo que usted piensa realmente, claro! —dijo Valdés vívamente.

—¿Alguno de ustedes es zapador?

—Yo — respondió Meneses.

—Coronel, vaya alguna de las mañanas siguientes al Ministerio de Trabajo con un equipo de demolición antes de que llegue el público, minan el edificio, esperan la entrada de los funcionarios y empleados, y lo vuelan.

Gallegos preguntó seriamente:

—¿Tan grave es la situación?

—Pésima. El ministro de Trabajo despacha con un grupo de funcionarios corrompidos, algunos de los tiempos de Odría, que resuelven a favor de los empresarios, y para los trabajadores la imagen de la revolución es la que encuentran en el Ministerio de Trabajo. Cambien al ministro.

—Es difícil —dijo Meneses—. Él fue uno de los generales que decidió el apoyo de la Fuerza Aérea a la revolución el 3 de octubre de 1968.

—Difícil, pero no imposible. Si vuestra revolución, con la que simpatizo, quiere llegar a los trabajadores hagan algo por ellos.

La tensión cedió. Gallegos dijo que había hecho un curso en la Escuela Militar de Saint-Cyr. Luego la conversación pasó a otros temas. La manera de expresarse de los tres era culta e inteligente, y se notaba que estaban bien informados de mi currículum vitae y sobre todo de mis estudios en Francia. Intuí que podía confiar en ellos, y nos despedimos cordialmente.

A fines de setiembre, leí en un periódico que el ministro de Trabajo, general Jorge Chamot Biggs, había renunciado para ocupar un puesto en Washington y que en su lugar se había nombrado al general de la Fuerza Aérea Pedro Sala Orozco, quien se desempeñaba como agregado aéreo en las embajadas del Perú en Francia y Gran Bretaña.

Unos días después Valdés Palacio me pidió por teléfono que me reuniese con el nuevo ministro y que lo asistiese como su asesor técnico. Le respondí que aceptaba.

Sala me invitó a la casa donde se hospedaba y, cuando lo visité la noche siguiente, le hablé sin ambages:

—No tengo alma de burócrata, general. Si voy a colaborar con el gobierno revolucionario y con usted es para poner en ejecución una política que favorezca a los trabajadores.

Sala sonrió y dijo:

—Para eso he venido.

—Estimo —continué— que las realizaciones de la revolución en el área del Ministerio de Trabajo deben ser muy concretas. Las he anotado en este papel —y se lo entregué.

Era una relación de medidas de trabajo y seguridad social que, a mi juicio, el gobierno debía aprobar.

Sala leyó el papel y dijo:

—De acuerdo. Usted se ocupará de esto. Yo me quedó con la gestión del Ministerio.

El 3 de octubre hubo una gran manifestación frente al Palacio de gobierno, conmemorando el segundo aniversario de la revolución. La constituían en su mayor parte trabajadores que llenaron la Plaza de Armas.

A mediados de ese mes me incorporé al Ministerio de Trabajo como asesor técnico del ministro. El director general de Administración, un funcionario ingresado bajo algún gobierno anterior, me asignó una oficina en el quinto piso frente al despacho ministerial casi vacía, y me destinó dos secretarias que no sabían escribir a máquina. Era una provocación. Pero no se me ocurrió reclamar por respeto a esas trabajadoras que debían de estar sobre los cuarenta años y tenían familia. Las puse al frente y les dije que practicaran con las máquinas de escribir siguiendo mis instrucciones para hacerlo al tacto. Sorprendidas y asustadas comenzaron sus ejercicios.

Por su lado, Sala se dedicó a conformar el equipo de altos funcionarios que lo acompañarían en la gestión del Ministerio. Dejó en la Dirección General de Asesoría Jurídica a un antiguo funcionario de actitud obsecuente; colocó en la importante Dirección General del Trabajo a un comandante en retiro de la Fuerza Aérea de su promoción, extraño a los asuntos laborales, a quien le puso como asistente, en el cargo de director de trabajo, a un abogado de claras tendencias patronales (hasta ahora asesora a organizaciones empresariales); la Dirección General de Seguridad Social la confió a un médico del Seguro del Empleado, recomendado por algún general; y en la Dirección General del Empleo mantuvo a un funcionario vinculado a algunas organizaciones internacionales. Fue su manera de equilibrar su marcha por un camino que desconocía.

Inmediatamente después de mi ingreso inicié la redacción del proyecto de la ley de estabilidad en el trabajo, que estaba en el primer lugar de la lista que le había entregado a Sala. Unos días después, el ministro designó a los abogados Nelson Cáceres Angulo, antiguo militante del Partido Socialista y defensor de trabajadores, y Carlos León de la Fuente, un funcionario del Ministerio de Trabajo, para prestar servicios en mi oficina. Era evidente que el ministro quería contrapesar con ellos lo que yo podría hacer. Pero su cálculo falló. La experiencia de estos colegas era por demás insuficiente para la elaboración normativa de trabajo y seguridad social.[2]

Sin embargo, comenté con ellos el proyecto de la ley de estabilidad en el trabajo con el cual estuvieron de acuerdo. Cuando lo consideré listo lo presenté al ministro y este lo envió al COAP ante el que yo debía sustentarlo. Presidía este organismo el general José Graham Hurtado, un hombre de extraordinaria inteligencia, culto y motivado por la revolución; y lo integraban doce coroneles de las tres armas, hombres sobre los cuarenta años, muy receptivos, de mente ágil y con muchos deseos de aprender, con quienes me entendí en seguida. Tras varias reuniones el proyecto recibió luz verde, como se decía entonces. Velasco vino a una última reunión, me escuchó, me hizo algunas preguntas con un tono bastante brusco que absolví y, dirigiéndose a Graham, le dijo que lo presentara al Consejo de Ministros. Este lo aprobó. Fue el Decreto Ley 18471 del 11 de noviembre de 1970.

Mi desempeño en la asesoría técnica de Trabajo, que era también la del gobierno, fue una experiencia creativa y absorbente. Cuando retorné de París con mi tesis de doctorado (Droit de la Formation Profesionnelle), pensaba que yo mismo debía traducirla al castellano y editarla. Y luego redactar un tratado de Derecho del Trabajo y otro de Seguridad Social. No me quedó tiempo para una cosa ni para la otra. Como una suerte de desquite, me dije que en lugar de comentar las leyes, jurisprudencia y opiniones de otros —que de eso están llenas las páginas de los libros de derecho— era más provechoso que hiciera yo mismo las normas y que las comentaran otros.

Me complacía además por haber llegado a una posición que me posibilitaba hacerlo, y no dejaba de sorprenderme de los extraños rumbos de la vida. Desde 1963 yo había frecuentado el Ministerio de Trabajo como abogado de trabajadores, con el paréntesis de los años que pasé en París haciendo doctorado. Sabía bien, por lo tanto, cómo los trataban. Era muy difícil que ganasen, aunque sus reclamaciones fuesen justas. Para dominar la intrincada y exigua legislación del trabajo, yo había tenido que escribir un libro sobre los derechos de los obreros, con el cual pensaba acabar, además, con el conocimiento casi exclusivo de esa legislación por los funcionarios del Ministerio de Trabajo y por algunos dirigentes de la CTP que la guardaban en legajos de amarillentas páginas como libros sagrados.[3]

Cuando mis clientes trabajadores perdían una reclamación, teniendo derecho, compartía su cólera y frustración. Entonces me preguntaba si algún día desaparecería tanta ignominia y corrupción, resistiéndome a caer en la desesperanza y a habituarme a esa ciénaga infecta.

Ese día había llegado. Aunque existe siempre la posibilidad de conseguir algunas normas favorables a los trabajadores, incluso con gobiernos totalmente adictos a los empresarios, sin enajenar la independencia ideológica y la dignidad, el gobierno revolucionario les ofrecía ahora una vía amplia y franca por la cual yo, que conocía a fondo sus necesidades y aspiraciones, debía encaminarme.

Me di cuenta de que estaba ante la posibilidad de impulsar y lograr, en el campo de las relaciones de trabajo y en la seguridad social, los cambios correlativos de las reformas que el gobierno realizaba. Una tarea para la cual disponía de un plazo incierto, dependiente de la correlación de fuerzas entre los militares. Debía, en consecuencia, trabajar tan rápido como me fuera posible y eludir los galimatías técnicos y formalismos contrarios a la ejecución inmediata de las normas. De esta manera, sus destinatarios, las aprendían con facilidad, las incorporaran en su haber ideológico y legal.

Luego de unas semanas de práctica, mis secretarias se convirtieron en expertas dactilógrafas. Y podían copiar y recopiar innumerables veces los borradores corregidos que les entregaba. Ambas siguieron además un curso de taquigrafía luego de terminar sus labores por la tarde y demostraron una perspicacia singular para informarse de cuanto acontecía en el Ministerio de Trabajo.

Programé los proyectos de las normas que debía redactar por ejes temáticos, como lo indicara en el papel que le había entregado a Sala. A medida que los terminaba, en su mayor parte decretos leyes y decretos supremos, iba a sustentarlos al COAP. Los coroneles de este organismo, para quienes el tratamiento legal de las relaciones de trabajo era desconocido o poco conocido, se interesaban, sin embargo, en cada proyecto hasta comprenderlo mientras yo insistía en mis explicaciones.

En las primeras semanas de mi gestión, algunos demoraban su acuerdo, aplicando el método de la contradicción ficticia (decían que hacían de abogados del diablo). Hasta que, al convencerse completamente, aprobaban mis textos. De esos debates salían correcciones que, en ciertos casos, fueron muy importantes, sobre todo cuando intervenía el general Graham. Durante los cuatro años y medio que concurrí al COAP, los coroneles que lo integraban cambiaron conforme ascendían o los destinaban a otras colocaciones. Y tras cada cambio tenía que volver a mi persuasiva didáctica.

Las normas laborales se habían acumulado desde 1913 por la presión de los trabajadores y el propósito de las clases propietarias y sus gobiernos de calmarlas o atraerlas a su lado en los procesos electorales. Pero eran insuficientes o inconvenientes para permitir una posición más equilibrada de empresarios y trabajadores.

Las principales normas que redacté completaron el cuadro legal de las relaciones laborales. Fueron las siguientes:

Concernientes a las relaciones de trabajo individuales:

1.- Decreto Ley 18445, del 27/10/1970, disponiendo el pago de triple remuneración cuando el trabajador no disfrute del descanso vacacional en el período anual siguiente al año en que hubiera trabajado. 

2.- Decreto Ley 18471, del 10/11/1970, sobre la estabilidad en el trabajo.[4]

3.- Decreto Ley 19267, del 11/1/1971, sobre el pago preferencial inmediato de las remuneraciones y otros derechos sociales en las tercerías y prohibiendo la ordinarización del proceso por esta causa.

4.- Decreto Ley 19479, del 25/7/1972, Ley del Artista, y su reglamento, Decreto Supremo 010-73-TR del 26/7/1973.

5.- Decreto Supremo 015-72-TR, del 28/9/1972, estableciendo la obligatoriedad general de llevar libros de planillas de remuneraciones y otros derechos sociales. Y la creación de las boletas de pago de remuneraciones.

6.- Decreto Supremo 006-73-TR, del 5/6/1973, sobre el examen médico de los menores de 18 años para ser admitidos en las empresas.

7.- Decreto Ley 21106, del 25/2/1975, sobre el pago de salarios a los obreros por los domingos y días feriados no laborables en proporción al tiempo trabajado en la semana. Y supresión de la pérdida del salario dominical por ausencias o tardanzas.

8.- Decreto Ley 21116, del 11/3/1975, eliminando la pérdida de la compensación por tiempo de servicios por falta grave. Generaliza el plazo de treinta días para retirarse del trabajo por renuncia, que sólo regía para los empleados.

Concernientes a las relaciones de trabajo colectivas:

1.- Decreto Supremo 06-71-TR, del 29/11/1971, de negociaciones colectivas, estructurándolas en las etapas de trato directo, conciliación en el Ministerio de Trabajo y solución por las autoridades de trabajo en dos instancias.

Las organizaciones sindicales se regían por el Decreto Supremo 009, del 3 de mayo de 1961, emitido a instancias de la OIT, para reglamentar el convenio 87 sobre libertad sindical, que el Perú había ratificado por la Resolución Legislativa 13281 del 15 de diciembre de 1959. La huelga no estaba normada, pero entraba en la noción de libertad de acción sindical dentro de la legalidad, del convenio 87. No se requería, por lo tanto, una nueva norma sobre este aspecto. Pero, por la presión de los dirigentes empresariales no se le aplicaba a determinadas organizaciones sindicales. De ellas, la más importante era la CGTP que había pedido su registro poco después de su congreso refundacional de junio de 1968.[5]

Sólo estaba registrada la Confederación de Trabajadores del Perú, dirigida por militantes del Partido Aprista. De entrada opiné que, puesto que ni el convenio 87 ni el Decreto del 3 de mayo de 1961 excluían del registro por motivos políticos a las organizaciones sindicales, se debía inscribir a la CGTP. El ministro, el COAP y el Consejo de Ministros estuvieron de acuerdo, y la CGTP fue registrada en enero de 1971. Eliminada la ilegal compuerta restrictiva, las organizaciones sindicales inscritas en el Ministerio de Trabajo durante la gestión de Velasco fueron tantas como las registradas anteriormente.[6]

En abril de ese año, se constituyó la Confederación Nacional de Trabajadores en un congreso de trabajadores simpatizantes del Partido Demócrata Cristiano. Se le registró en seguida. La actitud del ministro de Trabajo con las centrales sindicales: CGTP, CTP, CNT y CTRP fue de gran asequibilidad, complementada con la integración de sus representantes a las delegaciones de nuestro país a las conferencias internacionales de Trabajo, sobre todo las del Pacto Andino y la OIT.

Concernientes a la administración pública del trabajo y los procesos de trabajo:

1.- Decreto Ley 18668, del 1/12/1970. Facultaba a las autoridades de trabajo a imponer multas a los empleadores por infracción de las disposiciones legales y convenciones colectivas. Y por cualquier hecho contrario a la armonía en las relaciones laborales, multas que no serían consideradas gastos de la empresa. Serían deducibles para la determinación de la renta neta. Si la infracción se cometía en establecimientos del Estado, no se pagaba la multa, pero los funcionarios o empleados responsables debían sufrir las sanciones pertinentes.

2.- Decreto Ley 18870, del 1/6/1971, de creación de la Comisión Permanente de Regulación de Remuneraciones y Condiciones de Trabajo en el Ministerio de Trabajo para recomendar a las autoridades los criterios determinantes en estos casos, ya por vía de autoridad ya por negociación colectiva.

3.- Decreto Supremo 003-71-TR, del 12/7/1971, estableciendo los criterios y el procedimiento de inspección del trabajo, y las facultades de las autoridades laborales.

4.- Decreto Ley 19040, del 23/11/1971, Ley Orgánica del Ministerio de Trabajo y de creación del Fuero Privativo de Trabajo y Comunidades Laborales. Para la moralización del Ministerio y los juzgados de trabajo se nombró, a mi iniciativa, comisiones de evaluación. Debían recomendar la separación o permanencia de funcionarios y empleados en esos cargos, sobre la base del estudio de expedientes en los que habían intervenido. Salieron más de doscientos. Para cubrir los puestos vacantes de subdirectores hacia abajo propuse convocatoria pública a concursos de ingreso ante comisiones formadas por nuevos funcionarios y profesores universitarios. Los avisos se publicaron en los diarios de circulación nacional. Se pudo contar así con equipos de funcionarios competentes técnica y éticamente que podían tramitar los procedimientos con la calidad, legalidad y celeridad requeridas. Por ser de confianza, los directores y directores generales continuaron siendo nombrados por el ministro de Trabajo.

5.- Decreto Supremo 007-71-TR, del 30/11/1971, sobre el proceso judicial ante el Fuero de Trabajo y Comunidades Laborales.[7]

6.- Decreto Supremo 003-72-TR, del 29/2/1972, sobre las instancias en los procedimientos administrativos de trabajo.

7.- Decreto Supremo 06-72-TR, del 30/6/1972, de denuncias por infracción de las normas de trabajo cuando el vínculo laboral estuviese vigente, ante el Ministerio de Trabajo, que comprendían los despidos ilegales que debían resolverse de inmediato.[8]

8.- Decreto Supremo 019-72-TR, del 14/11/1972, sobre consultas y defensa gratuita de los trabajadores por el Ministerio de Trabajo.

Las principales normas de seguridad social que redacté fueron las siguientes:

1.- Decreto Ley 18846, del 28/4/1971, entregando al Seguro Social Obrero la cobertura de los accidentes de trabajo y enfermedades profesionales que hasta ese momento tenían las compañías de seguros privadas.

2.- Decreto Supremo 002-72-TR, del 24/2/1972, Reglamento del Decreto Ley 18846 sobre los riesgos de accidente de trabajo y enfermedades profesionales.

3.- Decreto Ley 19990, del 24/4/1973, sobre el Sistema Nacional de Pensiones de la Seguridad Social.

4.- Decreto Ley 20212, del 6/11/1973, Ley Orgánica del Seguro Social del Perú, que fusionó la Caja Nacional del Seguro Social (Obrero) y el Seguro Social del Empleado, dándole a la entidad naciente una nueva estructura.[9]

5.- Decreto Ley 20530, del 26/2/1974, sobre el régimen de pensiones de los servidores públicos que estaban en el Régimen de Cesantía, Jubilación y Montepío.[10]

6.- Decreto Supremo 011-74-TR, del 31/7/1974, Reglamento del Sistema Nacional de Pensiones.

7.- Decreto Ley 20707, del 27/8/1974, que posibilitó la incorporación al régimen de salud del Seguro Social del Perú a todos los pensionistas. Se incluyó a los del Régimen del Decreto Ley 20530, disposición incorporada al Decreto Ley 22482.

8.- Decreto Ley 20808, del 26/11/1974, estableciendo un sistema único de pago de las aportaciones de seguridad social. Además, un registro único de inscripción de los asegurados y las cuentas corrientes de acreditación de aportaciones de estos.[11]

9.- Decreto Ley 22482, del 27/3/1979 sobre el Régimen de Prestaciones de Salud de la Seguridad Social.

Yo había elaborado el proyecto de este decreto ley en 1974, pero no fue aprobado porque el ministro de Economía, general Amílcar Vargas Gavilano, adujo que el Estado no podría asumir el aumento de las cotizaciones para financiar las prestaciones de salud de la cónyuge y los hijos del asegurado, debido a la crisis económica. A fines de 1978, un funcionario del Ministerio de Trabajo, que había colaborado conmigo en la preparación de este proyecto, lo extrajo de una gaveta y convenció al ministro de Trabajo, general José García Calderón de la Fuerza Aérea, para tramitarlo.

Fue aprobado en marzo de 1979, permitiendo sólo la atención por maternidad a la cónyuge del asegurado y por salud a los hijos hasta cumplir el primer año de edad, que podía ser financiada con las cotizaciones previstas en el proyecto. El ministro de Economía Javier Silva Ruete, quien descartó el seguro de salud completo para la familia del asegurado, hizo aprobar, en lugar de este, la creación del Fondo Nacional de Vivienda (FONAVI) por el Decreto Ley 22951, expedido el 30 de junio de 1979. Su fuente de financiamiento debían ser las cotizaciones de los empleadores y trabajadores. Y su destino, la construcción de viviendas por las empresas privadas del ramo, a varias de las cuales él había asesorado.

Casi todas las normas indicadas han sido reproducidas en el texto de las que se dieron luego, reformándolas en perjuicio de los trabajadores.

Abiertos los caminos de la sindicación, la inspección del trabajo, las denuncias y las negociaciones colectivas, se canalizó por ellos una gran parte de la presión de los trabajadores. En consecuencia, las huelgas aumentaron, si bien fueron de corta duración por los plazos breves de solución de las reclamaciones, excepto en algunos casos.

En ese período, las negociaciones colectivas se resolvieron: en trato directo 75.4%; en conciliación en el Ministerio de Trabajo 6.4%; y por resolución de la autoridad laboral 18.2%. Por lo general, las huelgas se dejaban para este último momento.

El 26 de noviembre de 1974, Sala pasó al retiro y tuvo que dejar la cartera de Trabajo. Había permanecido en este cargo algo más de cuatro años.[12] Ningún otro ministro de Trabajo ha durado tanto tiempo. En junio de 1974 fue elegido presidente de la Conferencia de la Organización Internacional del Trabajo en Ginebra por el voto de más de 150 Estados, como reconocimiento a la posición tercermundista y a las realizaciones normativas del gobierno de Velasco en materia laboral y de seguridad social. Desde la reunión de la Conferencia de la OIT, en junio de 1973, yo había promovido la candidatura de nuestro país para este cargo con el apoyo del segundo secretario de nuestra embajada en esa ciudad, David Álvarez Calderón. Luego la cancillería peruana continuó el trámite diplomático. Velasco insistió en retenerlo en el gabinete ministerial y lo nombró jefe del SINAMOS.

El nuevo ministro de Trabajo no dio la talla para el cargo, y ya se advertía que su presencia anunciaba un cambio más profundo en el gobierno.[13]

Las últimas normas que pude hacer aprobar fueron los decretos leyes 21106 y 21116, en febrero y marzo de 1975. Era inútil que continuara allí. Me retiré de la asesoría técnica en trabajo a mediados de marzo de 1975.


[1] Años ha me había enfrentado a dos interrogatorios policiacos: uno, sazonado de torturas, introductorio a un cautiverio de un año en la Penitenciaría de Lima, en abril de 1954, y luego a una ominosa deportación a Bolivia con otros cinco estudiantes universitarios, seguida de otra deportación por la policía política del gobierno del MNR a la Argentina, sin documentos y a pie por una solitaria quebrada de Villazón, sin duda para ejecutarnos, de lo que nos salvamos por la intervención de un grupo de campesinos armados del lugar a quienes había alertado una contrabandista que se enteró en Villazón de lo que nos iba a suceder. Otro interrogatorio me sobrevino en el cuartel de la policía política peruana, en la avenida Bolivia de Lima, en julio de 1965, antes de ser encerrado allí más de cuatro meses.

[2] Algunos meses después, Nelson Cáceres, advirtiendo su incómoda posición y disconforme con el horario interminable de trabajo, renunció a ese cargo. El otro abogado fue encargado de informar sobre los asuntos administrativos del Ministerio.

[3] Derechos sociales del obrero, Lima, Imprenta La Treinta y Dos de los artesanos gráficos Bellatín (linotipo) y Ponce (maquinista), jirón Lucanas 359, 1963. Las cajas las hizo el obrero y excelente dirigente gráfico Juan Miranda. Se tiraron 5,000 ejemplares que se vendieron en unos seis meses.

[4] Este decreto Ley dispuso que los trabajadores sólo podrían ser despedidos por las causas justas señaladas en la ley y probadas por el empleador, y la reposición del trabajador despedido si la causa era injustificada con el pago de las remuneraciones dejadas de percibir desde la fecha del despido hasta la de reposición efectiva. El gobierno de Morales Bermúdez lo reprodujo introduciéndole una disposición por la cual la estabilidad regía para los trabajadores con una antigüedad mayor de tres años: Decreto Ley 22126.

Debido a la presión de la CGTP, la Ley 24514, de agosto de 1986, derogó la anterior. Copió, sin embargo, casi todo su contenido y restableció el plazo de tres meses para alcanzar la estabilidad. Durante el gobierno de Fujimori el congreso constituyente, cuya mayoría le era adicta, expidió la Ley 26513, en julio de 1995. Eliminó la reposición en el trabajo en los casos de despido sin causa justa y la cambió por una indemnización. Por una sentencia del 11 de julio de 2002, el Tribunal Constitucional restableció la reposición en el trabajo si el despido carece de causa justa.

[5] En ese momento, yo había sugerido y ayudado a los dirigentes de esta organización a preparar la documentación exigida para su registro y a hacerla firmar por los asistentes a su congreso, que tenía lugar en un local sindical de la segunda cuadra del Paseo de la República, una reunión pletórica de discursos reivindicativos y, también, de despreocupación por ese aspecto tan importante.

[6] Teresa Tovar anota que entre 1936 y 1968 fueron “reconocidas” 2279 organizaciones sindicales; y 2115 entre 1968 y 1975. Ob. cit., pág. 73. Aclaro: las autoridades del Estado no “reconocen” a las organizaciones sindicales. Las registran. Existen por la voluntad de sus integrantes, como expresión de la libertad sindical.

[7] El proceso creado por este Decreto Supremo fue reproducido por el Decreto Supremo 03-80-TR, del 26/3/1980. También intervine como consultor invitado, añadiéndole algunas disposiciones sobre embargos y precisiones surgidas de la jurisprudencia. Era muy rápido y eficaz. Aportó ciertas disposiciones que fueron incluidas después en el Código Procesal Civil. Se le derogó cuando se dio la Ley 26636, en junio de 1996, que alargó los procesos judiciales laborales a no menos de cinco años. La Ley 29497, de enero de 2010, debida a la iniciativa del gobierno de Alan García, los alargó más aún, con lo cual los empresarios pueden disponer de las sumas adeudadas a los trabajadores años de años, pagando un interés menor al de plaza, si perdieran los procesos, en aplicación del Decreto Ley 25920, del 28/11/1992, dado por Fujimori. Un negociazo sin riesgos.

[8] Con este decreto, similar al del proceso judicial laboral, los procedimientos administrativos por conflictos generados por la inaplicación de las normas, o por despidos, se resolvían en plazos muy breves. No iban más allá de tres meses.

[9] Tuve a cargo la presidencia de la comisión encargada de ejecutar esta fusión que se cumplió en el plazo de un año, según ley.

[10] Mi intervención en la elaboración y discusión de este Decreto Ley se centró, en particular, en su relación con el Sistema Nacional de Pensiones.

[11] Esta norma tuvo como antecedente el régimen del Instituto Nacional de Previsión de España que estudié a fines de junio de 1974 en Madrid, Segovia y otras localidades, gracias a la amabilidad del director de esta entidad Martí Bufill. Las cuentas corrientes de los asegurados sólo fueron implementadas muchos años después. Los gobiernos que vinieron luego no pagaron las aportaciones que debían como empleadores y las que les descontaban. Y no querían, por lo tanto, que quedaran trazas documentales de esta apropiación ilícita que dañó los derechos de numerosos asegurados. La Oficina de Normalización Previsional (ONP), entidad que administra el Sistema Nacional de Pensiones, lleva las cuentas de los asegurados recién desde mediados del 2000.

[12] Sus discursos, la mayor parte de los cuales redacté, fueron compilados en el libro Política de la Revolución en el Sector Trabajo, Lima, Ministerio de Trabajo, mayo de 1974. La edición se pagó con la venta de mi libro Derecho del Trabajo Colectivo, Lima, Ministerio de Trabajo, 1973.

[13] En uno de esos días, Benjamín Samanez Concha, director general de Reforma Agraria, me dijo: “Estamos jugando los descuentos.”

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