A pesar de la fama que Miles Davis tenía como hombre gruñón y de temperamento intempestivo, Quincy Troupe logró mantener con él una amena y extensa charla en 1985, para la revista Spin. A Miles le cayó bien el joven periodista (ambos eran de East St. Louis y hablaban casi las mismas jergas), al punto de invitarlo a su casa y proponerle el proyecto de una autobiografía. El libro se publicó en 1989, dos años antes de la muerte del músico; veinte años después, en 2009, con la traducción de Jordi Gubern, Alba Editorial publicó la versión en castellano.
A lo largo de casi 600 páginas, recorremos un período magnífico para la historia musical estadounidense: desde el nacimiento del bebop, en la segunda mitad de los años cuarenta, hasta la explosión del free jazz en plena época del hippismo y del predominio del rock. Miles Davis estuvo allí, en ambos extremos de esa larga cuerda. Su presencia ceñuda y su aura de divo lacónico a bordo de un Ferrari amarillo se prolongó hasta bien entrados los años ochenta, aunque para esta época su impacto en los mass media ya no era el mismo de veinte años atrás.
Lo primero que hay que agradecerle a Quincy Troupe es haber conservado el estilo coloquial y espontáneo del lenguaje de Miles. El trompetista soltaba tacos y blasfemias por doquier, a veces sin necesidad aparente. Pero esa profusión exuberante de maldiciones retrata fielmente al hombre directo (y por ello con fama de pocos amigos) que tuvo siempre. Otro punto a favor de la autobiografía es que Troupe no ha desdeñado las elucubraciones puramente musicales de Miles en favor de otorgarle más espacio al aspecto biográfico. A pesar de que esas disertaciones acerca de fraseos, acordes, notas ascendentes o descendentes, etc., pueda no ser del gusto popular, Troupe entiende que son necesarias en un hombre cuya esencia particular es precisamente musical.
En el epílogo del libro, Troupe cuenta que el método de trabajo de ambos consistía muchas veces en monólogos distendidos de Miles (en una sobremesa, por ejemplo) que Troupe grababa de cabo a rabo. Cuando transcribía el monólogo se encontraba con declaraciones o puntos de vista tan fuertemente ácidos contra otros artistas que, en consenso, decidían no publicarlos. Así que tenemos una base sólida para creer que, en este libro, Miles no se guarda nada y una de las personas contra las que enfila con mayor puntería sus dardos es contra sí mismo.
El libro empieza con la descripción de una noche mágica para el aprendizaje musical y espiritual de Miles: la noche en que vio tocar juntos a sus dos padres musicales: Dizzy Gillespie y Charlie Parker. “Mira, la sensación más fuerte que he experimentado en mi vida (con la ropa puesta) fue oír por primera vez a Diz y a Bird tocar juntos, en St. Louis, Missouri, allá por 1944”. Entonces Miles tenía 18 años y trataba de abrirse camino en el turbulento mundo del jazz de la costa este, es decir, en el mundo del naciente Bebop. Tras el prólogo del libro (los capítulos sólo llevan indicaciones numerales), entramos a las rememoraciones de la infancia y la juventud del artista. Y aquí habría que consignar un punto en contra: Miles Davis intenta a toda costa “caer bien”. Quiere tener siempre la razón y se esfuerza por mostrar un lado meritorio de todo lo que le sucedió en su vida. Por ejemplo, cuando pinta su imagen familiar no escatima elogios a la virilidad de su padre ni a la belleza de su madre. Retrata una idílica familia de clase media con la suficiente solvencia económica para pasar las vacaciones en una casa de campo, entre el rumor de los grillos y los ejercicios ecuestres. Pero más adelante, no puede evitar mencionar la separación de sus padres atenuando (sospecho que bastante) las escenas de violencia que vio.
Cuando describe sus inicios en la banda de Billy Eckstine, primero, y en la de Bird, después, nos traslada a un mundo mágico: el de las jam sessions en el Minton’s Playhouse en el Harlem. Aquellas noches extáticas llenas de humo y de delirio, cuando Thelonious Monk, Art Blackey o Fats Navarro enloquecían al público con los extraños sonidos que les arrancaban a sus instrumentos.
A mí personalmente, me emociona sobremanera la parte en la que, siguiendo un desarrollo cronológico, Miles va llegando al año 1959 y nos narra los prolegómenos para la grabación de “Kind Of Blue”. Como si las estrellas se fueran alineando poco a poco, Coltrane supera su adicción a la heroína, rompe palitos con Monk y está listo para aportar ese fraseo de otro mundo que había desarrollado con el saxo tenor, por alguna razón que sólo los dioses conocen, Bill Evans se alejó del primer quinteto (uno puede pasarse noches enteras imaginando el sereno piano de Bill sonando entre las endiabladas tonalidades de Miles en este álbum) y Wynton Kelly llenó ese vacío con creces. “Kind Of Blue”, la serie final para Prestige, “Bitches Brew” y “On The Corner” son discos a los que recurro siempre y, por lo tanto, siempre es una felicidad leer cómo se gestaron.
Con respecto al único punto en contra que podríamos señalar en el libro, hay que recordar que Miles nació y creció en una Norteamérica extremadamente racista. Que esa realidad agobiante haya generado en él un carácter difícil y un afán de protagonismo casi narcisista me parece fácilmente comprensible. Es verdad que hay pasajes de gran dureza (Miles casi que se vanagloria de atizarle a Cicely Tyson unas bofetadas y cuando habla de sus dos primeros hijos les llama “dos decepciones”, a ambos no les dejó ni un centavo de herencia), pasajes que podrían provocar algún rechazo en el lector. En contraparte, el músico se distingue con gran nitidez, más que el padre, el amigo o la estrella famosa. El final del libro “voy a seguir entrando en el primer compás, hermano, trataré de que mi música entre siempre en el primer compás” es muy, muy emocionante. Finalmente, caídos todos los velos de la miseria familiar, conyugal y social, el músico solitario, contando el tempo y tratando de entrar en el momento correcto, es todo lo que queda. Es todo lo que ansió este hombre singular que tuvo el privilegio de espetarle a alguien alguna vez: “Yo cambié el rumbo de la música cinco o seis veces… ¿Tú qué hiciste?”
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