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Concibiendo a Cisneros

Falleci� en Lima el ling�ista Luis Jaime Cisneros, uno de los hombres m�s preclaros de la inteligencia nacional. Su sensible partida provoc� en pol�ticos e intelectuales de todos los bandos sentidos homenajes, todos justificados en an�cdotas y recuerdos que el maestro dej�. Desde la carencia, mi homenaje surgido de los datos ca�dos sobre la mesa al ilustre ling�ista y pensador.

No imagino a Luis Jaime Cisneros sentado y en silencio en una gran sala de biblioteca, rodeado de libros y hojas llenas de apuntes flanqueando sus costados. Lo imagino pensando en solitario y sumergido en el laberinto gozoso del lenguaje, esbozando caminos entre la tupida hierba desordenada, figurando salidas colosales hacia descampados y sembrando de respuestas la misma hoja en que un verso dibuja su mapa de m�sica. Lo imagino conversando y tambi�n lo imagino dictando c�tedra en un sal�n iluminado donde hasta el �ltimo de la fila se engancha con su vers�til pedagog�a. Pero con m�s fuerza lo imagino amando la ling��stica y la literatura, a la familia y los amigos. En fin, amando las cosas fundamentales como los versos de un padre o simplemente amando la belleza irrestricta de la mujer con que eligi� pasar los a�os.

Nacido en mayo de 1921, en medio de una familia de estirpe, heredera de una antigua pasi�n por la literatura, lo imagino desde chico brincando durante todo el d�a entre libros y, por las tardes, luego de la merienda, escuchando muy atento y ensimismado los poemas de Luis Fern�n Cisneros y Bustamante, su padre. En el exilio, delicadeza otorgada por Augusto B. Legu�a a la familia del poeta, imagino a Luis Jaime caminando con aire de peruano por las calles de Buenos Aires o en la universidad con su mandil de estudiante de medicina o metido en su pupitre de fil�logo, siempre con una pregunta al borde de los labios. Y en todos esos momentos lo imagino joven y con un peque�o mostacho coronando la sonrisa, siempre alto como un poste de alumbrado p�blico y estrecho como una rendija por donde apenas ingresa la luz.

Muy alegre por su retorno al Per� el a�o 1947, imagino que Luis Jaime Cisneros no tard� mucho en buscar a la gente de letras de nuestra naci�n; una naci�n que en esos t�rminos, supongo, debi� ser m�s corta pero, eso s�, m�s profunda que hoy. Lo imagino paseando en un d�a gris por el patio de letras de San Marcos, conversando con otros alumnos, como un maestro lo hace con sus disc�pulos. Imagino que fueron muchos los que asistieron a su c�tedra, no solo alumnos inscritos en la materia, sino extra�os de distintas carreras llamados por su viva voz. En esa medida yo imagino a Luis Jaime Cisneros rodeado por todos y cada uno de ellos, por Javier Heraud, Alberto Flores Galindo, Mario Montalbetti y tambi�n el Nobel Mario Vargas Llosa. Lo imagino leyendo sus libros y encontrando en cada uno nuevos temas ling��sticos. Porque si algo hay que imaginar constantemente de Luis Jaime Cisneros es su terca pasi�n por el estudio, su empe�o por ejercer su profesi�n de amauta hasta el �ltimo de sus d�as, a�n casi sin voz y con la mirada parcialmente perdida, o dedicado como en su �ltima etapa de periodista al problema de la educaci�n nacional.

Y ahora imagino que todos aquellos que han escrito un art�culo o realizado alg�n homenaje a Luis Jaime Cisneros, por ejemplo, Mario Vargas Llosa, Marco Martos, Mirko Lauer, Pedro Escribano o el presidente de la naci�n, lo recuerdan con afecto, rememoran sus an�cdotas, lo tienen en su profunda estima y hasta alguno podr� sentir que lo extra�a; pero s�, esto no lo imagino, que quien en verdad lo extra�a es su esposa, Sara Harmman, con quien se cas� en febrero de 1958 y con la cual realiz� su m�s grande obra: un periodista, una ling�ista, una dise�adora gr�fica y un perdido y anodino rockero que tambi�n lo extra�an.

Yo imagino a Luis Jaime Cisneros desde lejos, desde una ciudad que pocas veces ha pisado, desde un aula vac�a que nunca su sabidur�a ha iluminado, desde un recuerdo que no ha existido y que quiz� solo sea la terca ilusi�n de describir y entender de la forma m�s extra�a este mundo que a veces parece se nos escapa. En fin, lo imagino imaginando un lugar donde llegar y encontrar las mismas cosas b�sicas para la vida, es decir, la familia, los libros y el mismo amor que describe la belleza irrestricta de la mujer con quien uno ha jurado vivir hasta incluso despu�s de la muerte. (Arthur Zeballos)