Obras falaces: Naturaleza inocente

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La única culpa de la naturaleza es señalar nuestras debilidades y poner el dedo en la llaga. Seamos más gallardos y reconozcamos nuestros defectos y nuestras fallas. Aprendamos a diseñar y construir nuestras ciudades de manera más eficiente y más resiliente. Crédito: http://www.shieldengineering.com/files/content/images/sink_hole.jpg

Alguien sabe si alguna vez, a algún alcalde, antes de su último día de gestión, se le ha interpelado para evaluar si cumplió escrupulosamente, o no, con su plan de gobierno electoral?  Alguien se ha preocupado de contrastar las promesas de campaña pre-electoral con la realidad urbana post-electoral al cabo de cada dichosa gestión? Alguien puede señalar aquellas obras que no estuvieron en el plan de gobierno y que –oh, maravilla!- aparecen ejecutadas de la noche a la mañana? (improvisación, que le dicen). Y si cumplió con las obras prometidas, alguien ha fiscalizado si éstas son, en verdad, obras de buena factura?  Será que alguien puede garantizar a la ciudadanía que las obras entregadas han cumplido, estricta y rigurosamente, todos los niveles de evaluación y control de calidad; o será que, más bien, se trata de obrajes altamente perecederos, con un periodo de vida de útil que -oh, sorpresa- bordea 4 o 5 cinco años, tiempo coincidente con el de cada gestión municipal?

Estas últimas semanas hemos echado la culpa a las fuerzas de la naturaleza por los destrozos evidenciados, especialmente en nuestra ciudad. Sin embargo, es hora de reivindicar a la naturaleza, ya que ella no tiene la culpa por no saber mentir; y más bien, agradecerle por desenmascarar las verdaderas deficiencias ocultas en muchas obras hechas por el hombre. Aquí algunas razones.  Si la Variante de Uchumayo está anegada es por defecto de su propio diseño y por el defectuoso diseño de los canales de regadío adyacentes. Si los by-passes de Andrés Martínez y Fernandini/Variante siempre terminan inundados, es por defecto en sus propios diseños. Si los puentes Bajo Grau y San Martin están a punto de colapsar, es por defecto de sus propios diseños.  Si el Puente San Isidro se está partiendo en dos, es por defecto de su diseño y su malísima ejecución.  Si el Puente de Tiabaya se inunda es por defecto de diseño. Si muchos buzones han dejado escapar material nauseabundo es por la falta de un sistema de alcantarillado pluvial y por un exceso de conexiones privadas ilegales de bajadas de lluvia a la red pública de desagüe. Si muchas calles, recientemente asfaltadas, son hoy trochas de lodo y barro, es por defectos de su diseño, por deficiencias constructivas, por falta de supervisión,  por falta de mantenimiento o una combinación de ellos; aspectos en los que la naturaleza tiene poco o nada que ver, no habiendo como culparla, por mas buen abogado que se acomida.  Que habria pasado si todo se hubiera diseñado pensando en la naturaleza, tal cual el acertado Ian McHarg nos enseña en su libro Design with Nature? Que habría pasado si hubiésemos adoptado la resiliencia como filosofía de diseño en nuestras ciudades?

Si se trata de encontrar culpabilidad, habría que buscarla no en la naturaleza sino en la “artificialeza”, ya que -con muy honrosas excepciones- son todas obras mediocremente planificadas (si es que son “planificadas”!);  pésimamente mal diseñadas (pues, contratar un concurso arquitectónico es, aún, una práctica de muy mal gusto entre muchos alcaldes), torpemente ejecutadas (hay que “ahorrar” en materiales, no?) y lerdamente mantenidas (mantenimiento vial rutinario? Oiga, qué es eso?).  Lo peor de todo es que nuestras leyes así lo permiten, gracias a las cuales para ampliar una pequeña habitación en su azotea tiene usted que mostrar un kilo de papeles, planos y documentos; para luego ser evaluado rigurosamente por una comisión municipal. Sin embargo, una obra de beneficio público  que es ejecutada con recursos del Tesoro Público no sufre la misma suerte. Por qué?  Acaso no debería ser al revés, es decir, mucho más celo en lo público que en lo privado?

Mientras los Colegios Profesionales sigamos al margen de las tareas fiscalizadoras de la obra pública, -como era antes-,  los dineros públicos se seguirán utilizando sin ninguna o muy poca garantía y terminarán rumbo al desagüe, ya sea por obras necesarias pero mal hechas o por obras innecesarias y muy bien hechas. Es hora de cambiar las leyes para hacer que cada centavo invertido en obras públicas, sea un centavo bien invertido. Nuestros nietos nos lo agradecerán. Caso contrario, nos señalaran por avalar obras falaces.