Joven, inexperto, viejo y zorro

Puñetazos

Hace unos años, cuando aún era joven e inexperto, me entrevistaron en el semanario El Búho. En aquella época yo vivía en Francia y regresaba de cuando en cuando a tomar el pulso de mi otrora sociedad. El tema de la conversación giró en torno a mi trabajo de investigación sobre literatura peruana contemporánea que abordaba el tema de la violencia política. Después de haber leído muchas novelas y análisis críticos sobre estas, me quedó, sin embargo, un sinsabor indefinible respecto a tales ficciones y a las conclusiones que se habían elaborado.

Un sinsabor indefinible porque presentía que mucha gente hablaba de la guerra de los años ochenta, como de un evento que hubiese ocurrido en otro tiempo, e incluso en otro lugar.  Entonces, para comprender el origen de esa sensación, fruto quizás de mi prologada ausencia del Perú, conversé con artistas, políticos, familia y amigos.

Corroboré, entonces, mi presentimiento: para muchos peruanos, los años del conflicto armado eran cosa de un pasado remoto del cual estábamos desvinculados o, peor aún, que eran tan solo una historia truculenta e intrigante digna de ser contada en novelas y thrillers. Constaté, una y otra vez, que el enfrentamiento que nos había desangrado era simplemente un relato que se hacía cada vez más borroso, en la medida que el discurso del éxito se hacía cada vez más claro con sus astronómicas cifras de nuestro reciente y envidiable boom económico.

¿Cómo podían competir 70 000 muertos contra el brillante 10% de nuestro meteórico crecimiento? Cada vez que me atrevía a abordar el tema, el resultado era un apabullante “eso es cosa del pasado” o un no menos atroz “hay que pasar la página”. Incluso, llegaba a cuestionarme si no era yo el que efectivamente estaba de manera morbosa hurgando en el pasado. Ahora, ya de regreso en el Perú desde hace dos años, puedo quizás hablar con más propiedad y menos inseguridad.

El tema sigue siendo igual de candente y sigue hiriendo todo tipo de susceptibilidades; no obstante, para muchos, la mejor estrategia sigue siendo la del olvido, la de la negación o, más eficaz todavía, la de la ridiculización. Un claro ejemplo es Oscar Valdés, el primer ministro de un grupo político que hizo de la memoria su bandera para poder llegar al poder (las esterilizaciones significaron, sin duda, unos 300 000 votos para Humala), que lanza, sin atenuantes ni prejuicio alguno, una desfachatada e infame declaración: los testimonios de la CVR fueron “teatralizados”.

Sin exagerar, opino que los ciudadanos debimos haber exigido su renuncia. ¿Cómo desde la autoridad elegida puede emanar tamaña desvergüenza? Me dirán que no es el único, pues el poder en el Perú tiene un largo prontuario de infamia e impunidad. Pero eso no nos exime, porque nosotros también somos responsables, nosotros los ciudadanos somos cómplices con nuestro silencio e indiferencia, con nuestra cínica voluntad de pasar la página. Decía yo en aquella entrevista que cito al comienzo de estas líneas que imaginaba el peor de los escenarios para el Perú; que si no se tomaban en cuenta las recomendaciones del Informe Final de la CVR y no se hacía un intenso trabajo de memoria colectiva, intuía un apocalíptico retorno a ese tiempo de violencia y horror.

Sin querer dármelas de oráculo, creo que estuvimos al borde del precipicio en junio del año pasado, cuando casi reelegimos a Alberto Fujimori como presidente y a sus secuaces (no, no estoy cometiendo un error al referirme a él y no a su hija) y creo que aún seguimos al borde del precipicio de nuestra propia historia; no solo por las declaraciones de este triste premier, sino también, por otro hecho ocurrido en estos últimos meses y que es más significativo. MOVADEF se presenta al JNE con la voluntad de ser inscrito como partido político.

Mas allá de lo aberrante y desubicado que resulta el hecho, al rechazar su inscripción como partido se los está apartando del juego democrático y se les está negando una existencia real por más incomoda que esta resulte. Es evidente que hay que condenar y combatir las ideas antidemocráticas de este colectivo, pero sospecho que la estrategia más inteligente no es la de simplemente confinarlos otra vez a la clandestinidad. Ojalá me equivoque y ojalá que todo lo que afirmo sea solo producto de mi juventud y de mi inexperiencia.