El gran pez

Amor al chancho

Hace unos días volví a ver con la misma complacencia de la primera vez una de las mejores películas de Tim Burton: “El gran pez”, y recién caigo en la cuenta que durante el tiempo que mi padre vivió con nosotros bajo el mismo techo, hizo lo posible por ser otro Edward Bloom, el hombre que contaba historias fantásticas a su hijo, donde los gigantes y las mujeres de dos cabezas entre otras criaturas, eran parte del cotidiano. Claro la salvedad es que todo lo que mi viejo me contó era tan falso como las historias que el abuelo “Pampo” le contó a él.

Aún así siempre le creí a mi padre uno de sus tantos relatos del gran archivo que poseía en la cabeza. Por ejemplo que el defensa danés Ronald koeman pateaba tan fuerte que una vez mató de un pelotazo a un jugador. Uy sí, le metió un zapatazo a la pelota que le reventó las tripas a un delantero, creo que fue en un mundial. Cuando pregunté qué fue lo que sucedió a continuación, mi viejo, como si hubiese estado a centímetros de la jugada, dijo que el danés no fue preso pero sí sufrió una suspensión de 5 años. Cuando le pregunté qué fue lo que hizo Koeman todo ese tiempo dijo que se fue a la chacra a trabajar, ahí su familia sembraba trigo, y a él no le quedó otra que levantarse temprano, porque si no de qué vivía el pobre.

Puedo jurar que hasta ahora tengo la imagen del gringo Koeman con un sombrero de paja abriéndose camino entre las altas espigas, con un overol azul y una camisa anaranjada a cuadros. La mirada licuada sobre una oz y mechones dorados de pelo cubriéndole hasta las pecas de la nariz, todo por hacer matado de un patadón a un colega.

A comparación del hijo de Bloom yo siempre le creí a mi padre, cada palabra, cada historia, cada situación por dolorosa que fuera, fantástica o increíble, nada de lo que decía se asemejaba a una mentira bien contada, mucho menos un cuento exagerado. A comparación de otros adultos que decían cosas reales o simplemente la verdad, quizá lo de toda la vida, mi padre se esforzaba por fabular a cada momento.

Una noche hubo fiesta en el cine “Baldi”, yo tenía seis y mi hermano siete. Sonaba “Luna de miel” de Virus en unos parlantes tan grandes como un edificio, y las chicas vestían escotes con los brillos usuales de los ochentas. Era la fiesta de promoción del único colegio secundario de Acarí donde mis padres eran profesores.  De por sí era una noche inusual, de escuchar a Yola Polastri antes dormir ahora nos encontrábamos en una fiesta para “adultos”

A las 8 de la noche mi padre nos dijo: ustedes no pueden quedarse mucho tiempo porque a partir de la media noche salen los murciélagos de la oscuridad y persiguen a la gente para morderles el cuello. ¿Y de qué tamaño son? Uy más grandes que un gallinazo.

La idea que me formulé en el 88 de cómo podrían ser esos murciélagos del cine “Baldi” sigue fresca como un acontecimiento que apenas acaba de suceder.

El abuelo “Pampo” también tenía de esas. Una vez estaba volando mi cometa cuando  de pronto pasó un avión y el pabilo se enganchó en una de sus alas, y yo que jalaba y el avión que porfiaba, y yo que volvía a jalar y el avión que le metía más velocidad, pero yo no me dejaba… Hasta que empezó a volar bajito y por fin mi cometa se desenredó, porque si no eso hubiera terminado en una desgracia.

Como Bloom mi viejo siempre tuvo una historia en la mano que superó todos los límites de la realidad pero que en ningún momento contó como una fabulación sino que expuso como un hecho. Me pregunto si se aprovechó de nuestra inocencia o quiso ser recordado como “Pampo”: En otra oportunidad acerqué mi caballo a un charco para que saciara su sed, sin embargo se quedó varios minutos con el hocico sumergido en el riachuelo porque un camarón lo estaba sujetando tan sólo con una de sus tenazas.