De vuelta a kripton

Amor al chancho

Quisiera volver a Acarí. Directo, sin abordar esa Jeep verde, en el cruce del frío Chaviña, de madrugada. A veces demoraba tanto en recogernos que pensábamos “nunca llegará”, y atrás sólo había pampa, viento al medio, y por delante más desierto que por detrás. Esa Jeep era tan poco espaciosa y fría, como una lata vacía. A veces, cuando no había Jeep, abordábamos un Dodge, modelo lanchón, que conducía un hombre al que llamaban “Elefante”.

Quiero volver, a comer el abundante algodón del pacay que colgaba como cuerpos humanos de los árboles, allá en las parcelas boscosas donde el sol se apagaba de la misma forma que un viejo televisor: una línea luminosa que se encogía en un punto azul o en este caso rojo. Quisiera volver para decirle al loco “Canales” que ahora estoy lo suficientemente grandecito como para meterle una trompada en esa cara de mocasín, que ya no me asustan sus arranques, y que en la ciudad peores cosas vi. Si fuera posible le agarraría en el parque, frente al hotel Sheraton (donde vivíamos), al lado de la parroquia, a unos pasos del local donde la mamá de Carlín, Miguelín, Carlita y Anita, preparaba un ceviche que picaba como abeja.

Quisiera volver por las peras sonrosadas con las que mi madre nos purgaba cada mes, volver a sentarme en el pasadizo del hotel con una taza de granada suelta y escuchar sus advertencias: “que no les caiga en la ropa porque luego no sale”… quisiera volver a ver a la señora “Malina”, oír de su boca que el ropavejero está cerca y que ya viene por los niños que le hacen ascos a la sopa. Quiero ver a la tía Cholita, recién llegada de Lomas con un atado de caramelos Monterrico, chocolates y todo su amor ya sin sabor.

Quisiera volver a ver a mi amigo El Chinito. Esta vez algo maduros y más humanos evitaríamos matar bandas de pichones de pato, y por el contrario, nos sentaríamos a hablar. Una Socosani yo y una cerveza él, de preferencia al pie del puente colgante, donde mi hermano tanto amaba correr hasta hacer bambolear la enorme pieza de jebe y madera que, según mi padre, habían construido los chunchos “vaya usted a saber de dónde” para cruzar del pueblo viejo al pueblo nuevo.

Quisiera que mi madre nos acueste en la misma cama, ponga en el radio el casete de Yola, “la feria del cepillín” preferentemente y abandone el cuarto taconeando presurosa sobre el cemento, con el ritmo que hasta ahora conserva. Sus botas de cuero eran como dos alforjas de viaje.

Esa habitación era pequeña, realmente pequeña, tenía el techo alto y coronado por una claraboya, a su vez forrada con un plástico y atravesada por una tabla. Así lo quiso la dueña del hotel, la señora Margarita, diminuta y rancia.

A la vuelta del Sheraton, habitado en su mayoría por profesores, había un velatorio y en la esquina del frente estaba la tienda de abarrotes de los Chumbili, los hijos eran mis compañeros de clase en jardín, su mayor gracia era que no podían decir “así nomás”, sino “así maná”. Y así maná se iban al colegio, con zapatos pero sin medias, pero siempre juntos, despidiendo un olor a kerosene y menestras que ahora que lo pienso era casi adictivo, esa era su verdadera gracia.

El salón era de quincha y adobe. Había títeres con peluca de lana colgando del techo. Había una profesora, siempre la misma, siempre con el mismo guardapolvo azul, siempre masticando granitos de anís con los dientes delanteros . El colegio tenía el nombre de Héroe Nacional (no recuerdo cuál), pero estaba cerca, a pocas cuadras del Sheraton, hacia arriba. Nadie llegaba al colegio sin antes ver al “impúdico”, un perro calato del tamaño de un buey, que se deshacía a ladridos hasta con el vuelo de una mosca.

El salón olía a goma pero más olía a Malena, una negrita que me tenía como trapo, más doblado que la colchoneta que llevábamos al campo para tirarnos volantines en la hora de educación física.

Fue mi primer amorcito. Tenía un mandil azul de cuadros muy pequeños y un cuello con orejeras, similar a las de un perro. Por Malena dije ¡mierda! a los 5 años, después de que se prendió de la manita de Danilo, un blanquiñoso sin calle, sin gracia, sin labia pero con mejor lonchera, mejores propinas y ojotas de cuero.

Quisiera volver al río, en esa estación del año que hacía crecer el agua y la cola de caballo, alta como árboles de pacay. Quisiera subir al lomo de mi viejo y ver a lo lejos aquellos perros que pareciera iban a sucumbir ahogados bajo el caudal, pero no.

Incluso quiero volver a ver a ese sapo gigante que un día apareció bajo las sombras en un rincón del baño. Recuerdo, mi cuerpo entero se reflejaba en sus ojos amarillos y viscosos, parecía bueno, pero también que algo se traía entre manos, o entre ancas. Cuando su cuerpo empezó a cambiar de forma, le solté un tibio chorro de «pichi» que no le hizo mayor daño…

La forma cómo mi padre sacó al animal en pijamas, armado de una escoba y un recogedor, con los que hincaba y apretaba de lejos al sapo como si estuviera frente a un tigre dientes de sable, fue un episodio que de seguro Acarí no ha olvidado.

Cómo quisiera volver a ese pueblo atravesado por una interminable calle, pero bien clavado en mi corazón.