Estrellas secundarias

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Extraño la emoción de esperar un partido de fútbol peruano. En serio. No es que la Copa Movistar, antes Torneo Apertura / Clausura, antes Descentralizado, tenga los estándares de la liga española, la Premier League o el Brasileirao. Pero llevaba la carga delirante de ser Made in Perú y con eso me bastaba para sentarme por horas los fines de semana a ver las nuevas proezas del fútbol patrio.

La antesala a cada partido se signaba por las interrogantes de entonces: ¿Con quién se mechará el Puma Carranza? ¿Con qué parte del cuerpo meterá un gol el Checho? ¿Cuántas patadas arteras deberá soportar Jorge “el toro” Lazo? ¿Waldir cederá un pase antes de intentar la personal y llevarse hasta al juez de línea? Esas eran mis preguntas previas a un partido. Hoy la duda arranca por cosas como: ¿le habrán pagado a la Agremiación? ¿Llegará el equipo o jugarán con reservas? ¿Perderán los puntos en mesa, otra vez? ¿Habrá partido?

Era otra época y previa a esa una mejor, una que fue al Mundial. A mí no me tocó ver a Cueto, Chumpitaz y Cubillas, pero tenía a Rodolfo “El Comisario” Miñán, armador inagotable del inolvidable Unión Minas de Cerro de Pasco, la bestia negra de los clubes capitalinos que si sacaban un empate por encima de los 4 mil metros se daban por muy bien servidos. Yo vi a Carlos “el Torpedo” Dolorier, ariete inacabable del Defensor Lima, que mientras su equipo seguía en ruta franca hacia el descenso, él seguía marcando goles y celebrándolos como si jugara en el Manchester United y estuviera ganando la Champions. Y cómo olvidar al espigado Carlos “el Zulú” Cáceda, central imbatible del Aurich Cañaña, cuya estatura ponía en aprietos a los más hábiles cabeceadores rivales.

Esos fueron mis tiempos de fútbol por televisión. De sospechar que Roberto Martínez tenía una marca en el césped del Lolo Fernández donde siempre ponía la pelota a la hora de los tiros libres. De sorprenderme cuando se burlaba ese pacto tácito de caballeros entre la U y Alianza que les impedía quitarse jugadores entre ellos. De cuando los arqueros no se llamaban Libman, Forsyth o Carvalho sino Héctor Martín Yupanqui. Del puñete de Nunes a Kopriva por la pura impotencia de ir perdiendo un clásico.

No había ex jotitas mechando con la enamorada en la madrugada en vez de estar durmiendo después del partido pero había un Carlos “Kukín” Flores que prefería las licencias de la noche antes que el porvenir que le pudo dar el talento que tenía para patear pelota. La Copa Libertadores no era Santander sino Toyota y solo iban dos equipos peruanos a jugarla. Los partidos los narraba Raúl Maraví Ayala y las contrataciones internacionales más sonadas (por extrañas) eran la de los africanos Kanga Nzensa y Lebo Morula. Y Deportivo Municipal se trajo al hermano del Diego, Lalo Maradona, para tratar de estafar con el cuento que bastaba el apellido para tener el talento.

No había un equipo que se quitaba del torneo para luego volver como si nada. Ni se pensaba que el ex SIPESA, Claudio Pizarro, iba a ser millonario jugando en Alemania mientras que el robusto “Kanko” Rodríguez se fue a Estados Unidos a trabajar como obrero de construcción porque la plata que hizo con el fútbol se la gastó sabrá Dios en qué vicios.

Extraño, entonces, la historia de los jugadores que se ganaban a la hinchada en la cancha y no en el programa de baile. Extraños los partidos que tenían historia.