Por la razón o por la fuerza

Puñetazos

Siempre me han molestado las generalizaciones. Toda generalización es injusta. Sobre todo aquellas que pretenden endosar a una nacionalidad, los vicios de un solo individuo. El antichilenismo peruano y el antiperuanismo chileno son ejemplos particularmente útiles si de entender el fenómeno se trata. Por ejemplo, una vez, haciendo compras en un supermercado, escuché a una mujer quejarse amargamente de cómo habían cambiado las cosas desde que “esos chilenos están aquí”, mientras le tiraba con desprecio los productos a la inocente cajera.

Y siguió una sarta de comentarios absurdos sobre lo pobre y sosa que es la comida sureña y que quizás eso explicara que ya no hubiese la posibilidad de elegir productos de calidad que tanto nos gustan a los peruanos. Doce millones de chilenos se convirtieron en el acto en usureros comerciantes que lo único que buscaban era atentar contra el sacrosanto patrimonio nacional de la comida peruana. Dicho sea de paso, siendo honestos, es una de las anécdotas más sanas que puedo contar sobre el tema, por no mencionar los grafitis urbanos que se refieren a los mapochos con calificativos tan elegantes que no me atrevo a recordarlos.

En el mismo sentido, del lado de nuestro vecino sureño, las historias salpicadas de sabroso racismo y desprecio, no faltan. Alguna vez de regreso al Perú, proveniente de Buenos Aires, estuve de paso por Santiago de Chile; me alojé en una pequeña pensión de barrio, donde la mujer que me atendió, me preguntó naturalmente de dónde venía, a lo que respondí que llegaba de Buenos Aires.

Quizás se me había pegado el dejo o andaba con el pelo largo, no lo sé, pero en todo caso, no me di cuenta que ella ya había asumido que yo era porteño, y así me preguntó luego: ¿y para donde se dirige luego el señor? Y yo, contento por su interés, le respondo diciéndole al bello Perú. “Debe ser belloh, pero ándeseh con musho cuidado, puh, que ahí son todoh ladroneh, puh”. Quedé tan estupefacto que creo que me tomó un par de minutos comprender lo que me estaba diciendo ese engendro. Lo que siguió ya no importa, como por ejemplo su cara impávida al recibir mi pasaporte perucho y con el mayor descaro diciéndome, ay pero no todoh son ladroneh, puh, también hay giente buenah, puh. Y como buen ladrón peruano me fui a una pensión aún más barata. Para la dependienta del hotel, como para la miraflorina del supermercado, el otro no existe, sino en la medida de su fantasma y de su conveniencia.

Todos somos ladrones y todos usureros. No hay matices, no hay diferencias, solo un completo y comodísimo desconocimiento del semejante y, peor aún, una voluntad de no conocerlo. Hace una semana, decidí darme una vuelta por Arica. Solo por hacer algo diferente, porque siempre he odiado los pueblos fronterizos, pues son invariablemente infames, desde Machala, hasta Desaguadero, pasando por Tacna y hasta llegar a Arica. Llegando a la ventanilla de las aduanas chilenas, un tipo engominado y guatón, recibió mi pasaporte y sin mirarme nunca a los ojos, me pidió justificar mi trabajo en el Perú. Yo, como viajaba por “placer”, no tenía nada de eso conmigo y le dije que no tenía ese carné, que viajaba solo unas horas para cambiar de aire y le dije que además no necesitaba esos documentos solo para ir de paseo.

Me dijo que si no le presentaba nada, no me dejaría pasar. Yo, ingenuo, insistí. Enseguida me ladró. Sí, me ladró, desde su ventanilla 3 (todavía lo recuerdo). Dijo que en su país sí se cumplían las reglas y no como en otros donde campeaba la corrupción (en eso tenía razón), la informalidad, el contrabando, los rateros, etc. Confieso que me sentí abrumado. Casi incluso sentí que iba a conseguir lo que quería, es decir, humillarme. Lo miré a los ojos y le respondí que no necesitaba entrar a su país y me regresé, no sin antes tratar de quejarme en vano con alguno de sus semejantes de la Policía de Chile. Nunca me había sentido tan infeliz en alguna infeliz frontera.

No porque no me dejaran llegar a la infame Arica, sino porque comprendí, profundamente comprendí, que por más que tanto peruanos y chilenos hayamos vivido tragedias y una historia de dolor común reciente, no aprendemos. El extranjero, el migrante, el recién llegado del pueblo de al lado se convierten con cuánta facilidad, impunidad e injusticia en los paganos de nuestros miedos irracionales. Se me han curado mis ganas de ir a Chile y por momentos casi sucumbo a la fácil idea de pensar que todos los chilenos son como aquel agente que solo sabía ladrar. Pero, afortunadamente, tengo grandes amigos “shilenos” cuyo compromiso y lealtad me hacen comprender que el resentimiento es patrimonio de solo unos cuantos y no una herencia nacional.