Ah no chicucha, debes terminar lo que has empezado, me dijo la abuela Cristina Saravia viuda de Caballero. Yo recién iba dos semanas de tratamiento y no quería seguir bebiendo los cócteles de Quis-Quis tostado luego de haber rezado el credo y ejecutado en seguida una cruz sobre la boca de la taza. Siempre evité pronunciar el rezo completo y en ningún momento tuve la esperanza de curarme. Porque ya lo había dicho el doctor Yuen: tu cabeza es como un disco pero está como rayado y las vueltas que da van más rápido que los demás discos de las demás personas… tienes epilepsia. Tenía 15.
Un Quis-Quis es un escarabajo brillante y verde, hermoso y con sabor a trigo, patas y todo, eso sí, cabeza, panza, tenazas, caparazón y todo, que vuela sobre los pastizales de Checacupe, donde mi madre, abuela y tías lo cazaban para mí, para tostarlo y entregármelo como la cura a mi mal. Pero, ahora lo pienso, el Quis-Quis no era mi verdadero problema sino la blanca pulpa de la rana deshaciéndose sobre el caldo hirviente de mi pequeño plato, y cómo no, los saltamontes que brincaban por los vastos campos de maíz de Checacupe donde mi madre abuela y tías los cazaban para mí, para tostarlos y… derecho a mi estómago.
El saltamontes no sabía mal pero lo comía o bebía con pena, y la rana, a pesar de su riquísimo sabor, con evidente e ineludible asco, repito, a pesar de ser tan sabrosa como la gallina.
Aquellas tardes checacupeñas del verano de 1997 la familia montaba en caravana hacia el campo, sólo mujeres se aventuraban a la faena, podría decir que iban con amor a cazar insectos para el buen adolescente epiléptico que se quedaba en la tienda de la abuela a ver uno de los dos canales que transmitía desde temprano. Nunca fui a cazar con mis propias manos la cura. No era exigencia que no podía eludir, ya era demasiado estar enfermo y tener acné.
Aunque me hubiera gustado formar parte de aquella empresa que, más o menos, consistía en caminar hasta las afueras del pueblo, una vez en el campo tumbarse sobre la hierba observando el cielo hasta que las primeras manifestaciones o chillidos de los insectos hacían presencia. Entonces todas callaban y se convertía en guepardos, vampiros, sabuesos, depredadores…
Al final de la tarde, mi madre, la tía Norma, Susana, la finadita Gladis y Roxana, volvían con las alforjas de cientos de pequeños cuerpos, algunos ya cadáveres, otros aún zumbando con vigor quis-quis… quis-quis… quis-quis… directo al sartén y luego a mi estómago, aunque, no estoy seguro si con algún leve efecto en mi cerebro.
La receta a base de alimañas fue una bizarra sugerencia de la tía Lucy, de quien decían era media bruja, según el hablar de la gente había curado a un niño nacido con todos los órganos dispuestos al lado derecho de su cuerpo, todo. Eso le dio mucha fama. Uno de los tantos fenómenos en su lista fui yo, eso porque alguien le había dicho a mi madre que la epilepsia que padece quien esto escribe se convertiría con el tiempo en algo así como una posesión diabólica sin embargo hasta la fecha no me he clavado crucifijo alguno en los genitales ni vomité verde.
De ese modo los primeros cócteles me los embroqué en la casa de mi tía la bruja que era, y no miento, una estación de tren. Ahí los saltamontes eran más coloridos pero tenían el mismo sabor al de sus hermanos de Checacupe y los otros mártires verdes y hermosos. Pero no fue lo único que probé.
Uno de tantos días entre credos e insectos, truenos y dos pequeñas gemelas que no me dejaban dormir, mi tía Lucy nos despertó apenas rayaba el sol de Maranganí, nos llevó hasta la ribera del río. Mientras caminábamos noté que llevaba una taza en sus manos, hacía mucho frío… Putamadre dije, ¿ahora voy a tomar agua de río?… No señores, no tomé agua de río sino la espuma que se formaba con cada caída tras las piedras, espuma, no blanca, no suave, no sin textura, olor… todo lo contrario y con el mismo rezo de siempre antes de bebérmela: Creo en Dios padre todo poderoso…
Mientras sorbía bajo la mirada impositiva de la bruja y compasiva de mi madre sólo pensaba en el hombrecito que estaba orinando metros más arriba, o en el cuerpo del perro que murió ahogado en los rápidos y ahora estaba pudriéndose bajo el agua del río. Pensaba finalmente en que quizá todo sería en vano.
Una tarde me dijo la tía bruja que mi cura estaba en la sangre de la golondrina y así emprendimos la búsqueda pero fracasamos en el intento. Las aves simplemente habían desaparecido o quién sabe qué sucedió.
Mi madre y yo volvimos a Arequipa, el safari andino no curó mi epilepsia pero dejó como un Ferrari mis bronquios. Al contar esto a los amigos del colegio me sentí como un tragasables, la mujer barbuda, el hombre elefante. Como el mismo enfermo de siempre pero aliviado, ¿por qué diantres? no lo sé, pero aliviado
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Nota: me guardo todas las conclusiones descalificadoras sobre la salvaje experiencia puesto que tiempo después de dejar Maranganí y haber abandonado el tratamiento de cócteles exóticos nos enteramos que la tía Lucy, la bruja, mi curandera, había sido vista desfilando como una niña por la plaza de armas del pueblo mientras cantaba fervorosamente el himno nacional. Según el hablar de la gente de allá, murió por mucho comer chancho, según el tío Julio, su esposo, se la llevó la triquina que es lo mismo y, en materia de recetas peligrosas, da igual.