Entre palacios y buñuelos

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Cuando pude ingresar, entre temeroso y curioso, a aquel espacio semi cubierto por piezas de policarbonato verdoso, jamás pensé toparme con un escenario tan abaratado y escueto. Confieso que mi subconsciente alucinaba con algo que me traería recuerdos del Concertgebouw de Amsterdam y su increíble groote zaal, de impecable acústica y finísimo acabado; o al multifacético, dinámico y siempre alegre Fórum del Centro Pompidou emergido en pleno corazón del viejo barrio de Beauborg en París; pero no, mis caras aspiraciones recibieron una abrupta y certera cachetada para mostrarme (y demostrarme) que, en Arequipa, los palacios son apenas magros remedos y que el vocablo “palacio” ha dejado definitivamente su buen prestigio original, para bautizar con ese nombre a cualquier estructura de metal y plástico que, cual pretensiosa rubia teñida, busque afanosamente una engañosa paridad con la verdadera realeza.

Pero al margen de mis extrañas añoranzas, me intrigó mucho saber las razones por las cuales el espacio verde central del Palacio Metropolitano de las Bellas Artes “Mario Vargas Llosa” tenía esa forma tan caprichosa resultando prácticamente configurada por ajenos muros traseros de lotes colindantes. La sabia respuesta me dejó boquiabierto.

Los muros ciegos son resultado del lote disponible y éstos serán “vestidos” por paneles para colgar fotos de Arequipa. Y en efecto, ya se apreciaban paneles metálicos en espera de tan sabia solución cosmética. Un cuarto de kilómetro más abajo, pasando por una estrecha garganta y, luego de sortear peligrosos y húmedos fosos en medio de una angosta caminería, emerge un novedosísimo “patio de comidas”, para alimentar inubicables comensales de una vacía y anónima “Plaza Cultural” que, sin duda alguna, será el deleite de orates que suelen pulular los exteriores de la zona y que, al fin, gozarán de un lugar decente para pasar el día y la noche, entre aguas danzarinas, aguas luminosas, alcoholes y aguas ardientes. ¡Cultura para todos!

Pero, estudios que permitan evaluar los criterios empleados en la organización del tráfico externo; estudios que permitan evaluar si cumplieron con la ley, en lo que a hallazgos arqueológicos se refiere durante las excavaciones masivas que se tuvieron que hacer para “minimizar” la altura del domo; estudios que permitieran saber el destino final de rieles, balizas, dresinas, traviesas, vagones y otros vestigios propios del uso primigenio del lugar (memoria del genius locci); estudios del impacto paisajístico y su relación con el entorno; estudios de alternativas de solución ponderando criterios que sustenten la respuesta adoptada; estudios que sustenten el proyecto de tratamiento de las áreas verdes y las circulaciones; estudios que garanticen la seguridad e integridad física de los usuarios; estudios que sustenten la viabilidad de fondos económicos suficientes como para asegurar el buen y correcto mantenimiento y conservación de la infraestructura; en fin, estudios, estadísticas, números, cifras, datos y/o conceptos teóricos que sustenten la gran idea… ¡nada! Sólo planos incompletos.

Quizás en medio de tanto marasmo me hubiera reconfortado encontrar un pedazo de ferrovía para pasear, por un corto tramo, a lomo del recordado Tigresito (recientemente rebautizado como “La Mollendina”) halando un reacondicionado vagón, mientras pudiera contarnos sus atrevidas maniobras de patio, entre bocanadas de blanco vapor y agudos pitos, anunciado su nuevo rol cívico. Un desubicado alcalde ha preferido negarme este sueño para dar rienda suelta a su enfermiza obsesión por la modernosidad. Si con el ex Patio Puno me desilusioné, con Tingo la experiencia fue absolutamente chocante.

Si tuviera que resumirlo todo en una frase, diría que la obra simplemente no encaja en el lugar, a tal punto que casi daría ganas de relocalizar al río Chili unos cuantos kilómetros más al oeste; no tanto por ser una piedra en el zapato de lo mandado a construir, pero sí para alejar y proteger el río y su majestad, de la ominosa presencia de esas moles de concreto y plástico que parecieran decirle a Tingo: “Aquí estoy, porque he venido”; una presencia a todas luces, prepotente, descarada e impertinente. Me gustaba ver las flamas de ardientes braceros esperando aquellas caparinas y anticuchos bien cocinados. Me gustaban las bancas de madera y el ambiente abierto donde devotamente practicaba slow-food.

Ahora todo será fast-food bajo un pálido techo que, más tarde que temprano, terminará tiznado de hollin, por más que intenten seguir perforando losas para improvisar ventilaciones que no funcionarán. Moscas, ratas, basura flotante, malos olores, árboles adornados de excremento aviario, letreros de todo calibre y descuido total era lo que antes ofrecía el balneario; una situación altamente reversible mediante escobas, trapos, aplicación de severas reglas de higiene y una buena dosis de buen gusto. Ahora, jamás volveré a Tingo, a saborear buñuelos y anticuchos, con la misma nostalgia de antes.