Una frase de Leonardo da Vinci sindicaba a los ríos como “vehículos de la naturaleza”. Y, en efecto, no hay nada mas dinámico y cinético en natura que el discurrir de sus aguas buscando tercamente su final, y mortal, encuentro con el mar; donde parecieran claudicar a su condición de agua dulce para luego reencarnarse en nubosos vapores que, luego de un largo viaje, retornan a aquellas alturas donde renacen una y mil veces, como parte de un milagroso ciclo que ha hecho del agua, una de las materias más valiosas de nuestro planeta.
Que sería de campos y campiñas sin agua en sus canales y acequias? Que sería de nosotros, petulantes humanos, sin ríos de dónde obtener líquido para el diario beber? No puedo siquiera imaginar lo que sería vivir sin el líquido elemental; pues de sólo recordar los cortes de agua de Sedapar, se me sube una improvisada nevada en la testa, en clara señal de lo valioso que es, para este humilde urbanita, tener agua en casa.
Sin embargo, cuántos de nuestros jóvenes colegiales saben de dónde viene el agua que sale por el grifo en casa? Cuántos han visitado el sistema de represas, allá en las alturas, y cuántos han paseado el Chili por sus orillas entre Chilina y Uchumayo? Sin duda muy pocos. Como pretender amar y proteger lo que poco se conoce? Por ello, es necesario machacar, una y mas veces, que la historia de Arequipa está íntimamente ligada a la historia de sus ríos; por lo que está demás decir que la historia del Chili es la historia de Arequipa y que la historia de Arequipa es la historia del Chili. Aún así, siguen siendo pocos los que ven, en el Chili, nuestra auténtica razón de ser; nuestra fuente de vida. Apenas es visto, por unos, como un parvo de agua que discurre por medio de la ciudad; mientras otros tantos solo lo ven un obstáculo que molesta y que, si fuera barato hacerlo, lo techarían totalmente para poder gozar de un pavimento duro digno de una autopista o alguna otra invención loca que se le parezca, con tal que deje de ser esa sicalíptica barrera que divide la ciudad en dos, en tres y en mil.
Pero, no pues! El río no tiene la culpa de esa desgraciada división física de la ciudad; pues, al fin y al cabo, el río estuvo aquí antes que nuestros ancestros. Somos nosotros los que, torpe y tercamente, hemos decidido impostar una ciudad en medio de una trama de ríos y quebradas preexistente, sin saber en qué terminaríamos. Entonces, no es la ciudad la que se encuentra fragmentada por torrenteras y ríos. Son, por el contrario, los ríos y las torrenteras los que han sido alterados por la presencia de la ciudad; estrangulándolos, reduciéndolos, encajonándolos y algunas veces, desapareciéndolos del mapa, como aquella torrentera que cierta vez fluyó por la hoy modernosa calle Comandante Canga o como en aquel irrisorio canal de metro veinte, frente al Mercado El Palomar, que pareciera desafiar las leyes naturales de un caudal que aguas arriba es 50 veces más amplio.
Desde el punto de vista del paisaje urbano, no hay duda que el río es lo más valioso que una ciudad puede ofrecer a propios y extaños. Siempre he dicho que la mejor manera de conocer el nivel cultural de una ciudad, es echar una cercana mirada a sus ríos. Y basta mirar al Chili para caer en la cuenta de nuestra soberbia pobreza en materia de cultura ribereña, por más palacetes dedicados a la “cultura y las artes” que tengamos. Basta oír al Chili para sentir sus quejas por cada centímetro de monte ribereño mutilado de su regazo y de vez en cuando, sus bramidos encolerizados al toparse con adefesiosas “defensas ribereñas”, que ante su indomable fuerza hidráulica terminan convertidas, invariablemente, en patéticas “indefensas” ribereñas.
El Chili nos supo dar la vida y gracias a él somos lo que somos y tenemos lo que tenemos, una hermosa ciudad y un espléndido valle. Aún así, sufrido, vapuleado, descuidado, pisoteado y degradado, el rio sobrevive a las generaciones y revoluciones, llevando en su seno el agua vital sin la cual no seriamos nada. Más, a cambio de tan noble gesto y en señal de agradecimiento, lo rociamos no con agüita de coco, ni agüita de azahar; lo rociamos con deyecciones putrefactas que pintan de cuerpo entero a la actual sociedad cosmopolita, moderna, progresista y consumista, sin saber que el verdadero progreso es más que cemento y plástico.
Es muy cierto que, urbanísticamente, hemos dado la espalda al Chili. Sigue siendo nuestro patio trasero, sin darnos cuenta que, en realidad, es nuestra sala principal. Así de ciegos y miopes podemos continuar? No contentos, queremos ahora llenar sus riberas con mas cemento y mas tiendas comerciales, como si sólo de eso dependiera su pretendida revitalización? Hasta qué punto el desdén y la angurria urbanizadora puede imponerse a la tarea de recuperar, legal y judicialmente, el otrora y utilísimo monte ribereño? Hasta cuando seguiremos pensando en “enjaular” a esta serpenteante “bestia” acuática, en vez de convertir el rio, su cauce y sus riberas, en socios estratégicos? Y si bien el Chili ya dejó de ser una obra de arte de la naturaleza (pues desde que regulamos su caudal mediante las represas, es ahora un río semi-artificial), debemos hacer de él, una obra de arte de la humanidad; aunque confieso mi duda entre la necesidad de humanizar el río y la posibilidad de fluvializar la mente y pensamientos de los humanos residentes en esta ciudad.
El Chili no puede menos que ser desagraviado y restaurado con extrema urgencia. Apremian medidas desde las normativas hasta las voluntarias; desde las técnicas y científicas hasta las domésticas y sencillas. Urge que todos hagamos algo y ese algo puede ser comenzando con algo tan simple como marcar un “me gusta”, hasta asumir posiciones activas en una campaña de largo aliento para hacer del Chili, un río viviente y de la nuestra, una ciudad con una mejor carta de presentación al mundo.