Un fierro en el corazón

Amor al chancho

De la promoción del colegio sólo tres nos movilizamos en vehículo propio: Tinoco, Aguirre y yo. Por supuesto cuando aún éramos colegiales nunca pensamos guardar esta coincidencia en materia de fierros, pues siempre hemos sido diferentes. Tinoco era chancón y se llevaba bien con todos, su sonrisa era y sigue siendo particularmente entrañable además de poseer un sentido del humor, si no fino, audaz y fresco.

Mientras que Aguirre trataba de llevarse con todos pero no eran un chancón consumado, aunque sí deportista no convencional, practicaba karate, si no me equivoco, y hasta tenía en el patio de su casa bolsas de boxeo, guantes rellenos con lana de carnero y hasta mancuernas.  Siempre tuvo una figura atlética y el aspecto de un adulto, ya saben, camisa abierta por debajo de los pectorales, algo de vello ahí, esclavas en las muñecas, anillos, serio caminar. Sigue igual, salvo su bella esposa y dos pequeños hijos.

Yo nunca fui chancón ni atlético pero tenía sentido del humor, tampoco fino pero procaz efectivo. Las cosas han cambiado. Hacía caricaturas de profesores y alumnos, ponía chapas, me sentaba atrás y a decir de la mamarrachenta autoridad escolar, siempre fui un problema, incluso con una pierna rota, pero todo porque quizá no tomaba magnesio en ayunas como sí hago ahora.

Lo cierto es que casi 14 años después jamás pensamos coincidir en materia de fierros. Ahora Tinoco viaja en un auto deportivo “Honda” azul, Aguirre en una camioneta 4×4, también “Honda” e igual de azul chillón, y yo, en una Goliat roja de 6 cambios y buena suspensión, impecable cocada, frenos como “mano de santo” aunque carente de timbre y espejito retrovisor, por lo demás, es un felino color caramelo de fresa que para empezar no contamina, no hace ruido, no genera congestión y no contribuirá al inminente colapso del parque automotor, por lo tanto me hace la vida más simple y sana, pero, a la vez más vulnerable a la intolerancia de muchos choferes que ven en la bicicleta, y por ende en los ciclistas urbanos, una onerosa piedra en el zapato.

En una conversación con un reputado arquitecto caí en la cuenta de que el ciclista urbano es un excluido, un marginal “obligado” del circuito de tránsito, pues en toda la ciudad no existen ciclovías que lo amparen o que por lo menos le garanticen un tránsito seguro, lejos de la hostilidad del chofer o del mismo peatón con mínima o nula capacidad de tolerar que hay personas con una mirada diferente a la convencional y fácil.

Por supuesto debo confesar que a veces dejo mi caramelo de fresa encadenado a una reja porque soy un principiante con las piernas de Pinocho y mi casa queda en la cabeza de una duna, hablando en términos ciclísticos, pero ¿qué hay de aquellas personas que a diario van y vienen del trabajo, empuñando un timón horizontal y que tienen que lidiar con quienes intentan desconocerles el derecho de libre tránsito?

Unos son acosados a lo largo de cuadras teniendo que viajar pegados a la vereda (me ha pasado), otras son ofendidas o insultadas y hay quienes han resultado golpeados por hacer de su energía corporal su único combustible para trasladarse. Eso no es justo.

Sin embargo, ya sobre la marcha, creo que lo que más tranquilizaría a un ciclista urbano, de los muchos que hay en Arequipa, antes de la construcción de ciclovías es la construcción de conciencia, una cultura de respeto en otras dimensiones y niveles que permita que las calles del Centro Histórico y los distritos en general se conviertan en una vía apta física y moralmente para el tránsito de bicicletas que son una alternativa coherente y necesaria para mejorar aspectos personales y sociales, si no me cree, cómprese una y experimente el cambio saludable, pero también prepárese a conocer la intolerancia montado y a pedal.