Del por qué me robaron la billetera

Puñetazos

No existe la sociedad perfecta. No existe el paraíso. Sospecho que la experiencia de la imperfección humana nos hizo muy pronto renunciar a ella. Solo nos quedan las utopías políticas y los edenes religiosos para soñar (o para tener pesadillas). Sin embargo, que cualquier sociedad aspire a mayores grados de equidad y de horizontalidad no me parece tan descabellado, incluso en la nuestra. Es cierto que es difícil imaginar por ahora que algún día la derecha bruta y achorada se vuelva un tantito más generosa y trastoque caridad del chorreo por simple solidaridad humana para una mejor distribución de la riqueza. Yo sé que las cosas no son negro y blanco y que el poder no es solamente detentado por un grupito en Lima y que hay otros grandes imperios minerales y de contrabando.

También sé que la única dictadura no es la económica, aunque en nuestro caso es la más perversa. Comprendo cabalmente que la prensa, la religión, el ejército y las otras máquinas de lavado masivo de cerebros son tentáculos del poder y, entiendo, incluso, que siempre habrá una esfera de poder y que mientras haya una onza de este, los gallinazos estarán rondando. Toda esta reflexión la hacía mientras comía rico chifa con un amigo venido directamente desde el corazón del Imperio, desde nuestra familiar Nebraska.

Habían pasado ya como cuatro meses desde su llegada y me sentí con la confianza necesaria para la pregunta de rigor: ¿qué, aparte del ordenado tráfico limeño, le parecía atractivo en la tres veces coronada ciudad de las moscas y el caos? Mi amigo William se rascó la cabeza y me dio su respuesta: la desconfianza. No niego que me desconcertó un poco, pues pensé que me hablaría de las virtudes evidentes: de la inseguridad, el desorden u otras perlas…

Pero, no, era la desconfianza. Aquella que tiene el pasajero de la combi hacia el cobrador y hacia el otro pasajero, aquella del chofer de la combi hacia el otro chofer de la otra combi, aquella que sienten las mujeres al caminar por las calles, aquella que sienten los peatones entre sí, o los comerciantes hacia sus clientes o entre clientes, aquella desconfianza que se destila e instala insidiosamente en todas nuestras relaciones e interacciones. Guarda bien la billetera, cuenta bien tus monedas, verifica que tus billetes no sean falsos, mira siempre detrás de ti, averigua todo sobre quién va a alquilar tu casa, desconfía de tu vecino, mira mal a tu colega, sonríe, pero siempre ten presta tu navaja. Súbitamente, comencé a encontrar un eco en todos estos hechos y a darme cuenta de lo cotidianos e instintivos que resultan.

Esa confianza entre los miembros de una sociedad es lo que se denomina “Capital Social” y es un fenómeno que, según muchos científicos sociales, permite democracias más sólidas, economías más prósperas, una mejor salud colectiva y, en general, reduce los diferentes males sociales. Según un estudio del Centro de Investigaciones Pew (www.pew research.org), un think tank norteamericano bastante confiable, los países que gozan de un mejor y más elevado Capital Social son China, Suecia o Canadá; entre los que la desconfianza en el Estado y en el semejante es más alta, figura el Perú, Chile, Kuwait o Kenia.

En ese mismo análisis, se deduce que los altos índices de confianza colectiva son proporcionales a una tasa baja de criminalidad. Del mismo modo, en aquellos países con un Capital Social bajo hay una correlación con la alta aprensión o desinterés hacia lo político y hacia el político y con las elevadas tasas de corrupción. Ahora bien, este estudio está basado en percepciones y tiene contradicciones y, sin duda, errores o aproximaciones muy relativas; no obstante, para mí fue revelador. Comprendí que efectivamente uno de los objetivos de las diferentes taras post-coloniales de la sociedad peruana (racismo, sexismo, clasismo and co.) es la de crear jerarquías de miedo que nos impiden crecer, porque nos impiden considerar al otro como un igual y, por lo tanto, creer en él.
Hace poco me robaron mi billetera, por exceso de confianza quizás y, si bien no quiero pecar de ingenuo, me doy cuenta del difícil ejercicio que resulta comprender que la violencia, el crimen o la corrupción, no son hechos aislados o imputables a un solo individuo. Nuestra mirada prejuiciosa y nuestra perspectiva recelosa del Otro y de los Otros también son responsables pasivos e indirectos de los males que como sociedad nos aquejan.