El menú posmoderno

Resacas

Este texto, por lo menos en intención, podría ser clasificado como posmoderno: elijo un tema que es más bien un capricho (narcisismo), no he hecho ningún estudio especializado que pueda iluminar el asunto (crisis del positivismo) y no me baso más que en mi pobre pero –por lo menos para mí- absoluta experiencia (ser uno mismo es lo único que importa).

¿Cuál es el marco teórico para lo que de aquí en adelante se diga? Uno o dos autores. Entre ellos, Gilles Lipovetsky, autor de “La era del vacío”, un clásico moderno. No olviden que este pretende ser un texto posmoderno así que poca falta hace mencionar todos los nombres, mucho menos apilar citas inteligentes que, de manera más académica y con muchísimo más aplomo, anticipen lo que de aquí en adelante se diga.

En la posmodernidad lo cotidiano cobra un valor importante. Las grandes metas o los grandes planes se han replegado ante el día a día. No importa tanto qué vayas a hacer mañana como qué harás en los minutos siguientes. Tan cotidiano como comprar el pan o lavarse los dientes, una vez llegada la hora del almuerzo, elegir el menú de cada día.

Hace unos años, cuando de elegir el menú se trataba, había que ir de un restaurante a otro en busca de esa combinación de platos que satisficiera mejor nuestro gusto y apetito. Siempre, por supuesto, que uno tuviese el tiempo suficiente para ir de un lugar a otro, antes de retornar al ajetreo habitual. Y lo que se ofrecía en la pizarra –una sopa o caldo, acompañado de su infaltable segundo- era todo –más una porción de pan- lo que había. La oferta buscaba satisfacer las necesidades elementales del consumidor. La modernidad, que privilegiaba el trabajo sobre el ocio, lo sensato contra lo caprichoso, lo espartano sobre lo hedonista, procuraba hacerte la vida sencilla pero no feliz.

Conjeturando –me imagino- que la felicidad pasaba por lo práctico. Y la comida –en este caso el menú- no era más que trámite entre la oficina y la oficina. Esto ha cambiado radicalmente. La posmodernidad, en complicidad con la sociedad de consumo, demanda una extrema flexibilidad en la oferta. El mercado no pretende más satisfacer únicamente las necesidades del consumidor, a lo que apunta ahora es a satisfacer sus más recónditos deseos.

Ese añadido, ese plus en los servicios de cualquier tipo, se ha convertido en parte primordial transformando lo que otrora era central –en este caso, la alimentación- en accesorio. El placer que podamos sacar de un plato de comida importa más que la comida misma.El autor citado sostiene que cada época se hace de una figura mítica que la representa; Prometeo o Sísifo eran dignos representantes del modernismo. La posmodernidad, en cambio, se ha hecho de un único representante: Narciso, ya saben, ese bello muchachito enamorado de sí mismo.

De esa única sopa acompañada de su infaltable segundo (había que cruzar los dedos para que el menú coincidiera con nuestra combinación favorita), el menú ha pasado a convertirse en una entrada, dos opciones de sopa y tres, cuatro y hasta cinco opciones de segundo, y en algunos restaurantes te ofrecen hasta dos opciones de postre. Esto ocurre tanto en el menú de cuatro soles como en el de siete, lo mismo en Cercado que en Umacollo o Mariano Melgar, la zona donde vivo.

Y eso no es todo. Podemos elegir, previo descuento en el precio, un menú sin entrada y sin sopa y conformarnos sólo con un plato de segundo. O repetir la sopa en lugar del segundo. O escoger –si somos así de caprichosos- nada más que la entrada y el postre. Cada uno de los componentes del menú puede ser añadido o retirado según el gusto del consumidor. Puede usted armar su propio menú y nadie se atreverá a mirarlo feo, esta suerte de engreimiento no es ya mal visto; es más, se incentiva y premia hasta con dos postres, si a usted se le antoja y se anima a pedirlo.

Vivimos en el mundo del combo, donde por un sol cincuenta más podemos probar el paraíso. Lo mismo ocurre con los paquetes turísticos, los seguros de vida, los préstamos, las suscripciones para tal o cual cosa; la variedad y flexibilidad de las ofertas acaricia nuestro ego, ese niño que llevamos dentro capaz del más furioso berrinche si no le dan exactamente lo que quiere.