Parafraseando una connotada publicación de Hernando de Soto, aprovecho para reflexionar sobre un tema que, a todas luces, compite con el horror desencadenado por lo más oscuro y recalcitrante del Pensamiento Gonzalo. Me refiero a esa suerte de terrorismo muy sutilmente instalado en nuestra sociedad y que, sin tener ideología propia, ni cabecilla visible, viene tomando, inmisericorde, la vida de decenas de miles de peruanos; sin que el Estado pueda hacer nada por evitarlo. Me refiero a esa virulenta violencia del tránsito vehicular y a esas fatalidades que no distinguen edad, sexo, religión, condición social o creencia política y que cuando ocurren, de improviso y en el momento menos pensado, convierten a sus ocasionales víctimas en parte de una negra estadística que muchos gobiernos prefieren ocultar al fondo de una gaveta.
Según la Comisión de la Verdad, entre 1980 y 2000 el Perú sufrió la lamentable muerte de casi 69,300 personas, producto de la guerra de guerrillas desatada por la insania de la dupla SL-MRTA. Curiosamente, para ese mismo periodo de tiempo, en el Perú se registraron más de 1.3 millones de accidentes de tránsito, con un saldo estimado en 52,827 muertos y 380,000 heridos. A la fecha, se estima un promedio nacional anual de 3,000 fallecidos, es decir, un aproximado de 60,000 muertes por cada 20 años y con una clara tendencia de incremento asociada directamente al crecimiento del parque automotor nacional y al creciente número de conductores jóvenes.
No es posible hablar de desarrollo social y de calidad ambiental, si seguimos permitiendo esta sangrienta fisonomía de nuestra realidad; sobre todo por tratarse de una situación altamente reversible y que no requiere de otros combatientes y otras armas que el propio sentido común y una indesmayable voluntad política y ciudadana por el cambio. Sin embargo, es responsabilidad de nuestras altas autoridades, no solo declarar una política nacional de intolerancia a los accidentes, sino también de invertir en medidas que efectivamente corrijan la grave distorsión que coloca al Perú junto a sus calles y carreteras, como uno de los lugares más peligrosos del mundo para transitar.
Tampoco basta con señalar al conductor o al peatón como los únicos factores responsables de los accidentes fatales. Recordemos que gran parte de eventos fatales se producen por la falla de otros humanos que no previeron una correcta señalización, un mejor diseño geométrico, una mejor solución de seguridad vial, hasta incluir aquellas malas decisiones políticas para invertir en asuntos cosméticos de la ciudad en vez de pensar en cómo hacer de nuestras ciudades, lugares más seguros para vivir.
Saludamos la decisión del gobierno en no descuidar el posible renacimiento del terrorismo senderista; pero nos extraña que las cifras antes citadas no hayan generado una reacción similar para evitar más muertes absurdas en nuestras ciudades, pues también hay urgencia de eliminar el otro terrorismo.